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Quédate conmigo

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El portazo hizo vibrar las débiles paredes del departamento, al mismo tiempo que el viento de la presurosa salida, provocó que volaran por los aires papeles garabateados con frases insulsas.

Hacía un tiempo que las asperezas ya no se limaban con charlas. Últimamente no había nada que los sostuviera. Ni siquiera los recuerdos valían para amarrar el vacío que se creaba entre los dos.

Las caricias, que a veces se necesitaban tanto, estaban en falta. Los besos cotizaban altísimo en un mercado donde ninguno de los dos arriesgaba ni siquiera lo mínimo. Era el principio del fin. La teoría del caos tenía su inauguración. Y ellos dos eran la tesis perfecta para explicarlo.

Es que ya llevaban meses así. A él lo corrían sus obligaciones y se estaba abrumando. Soñador por fuerza mayor, se vio sometido a despertarse rápidamente frente un sistema donde no se valoraba todo lo que había logrado en los cortos años de su vida. Ella estaba entrando en la profesionalidad. Era -en su mente- apenas una niña, y sin pasar por la adolescencia siquiera, estaba convirtiéndose en una mujer. La realidad la había golpeado fuerte, y en vez de sucumbir frente a ella –tal vez como él le sucedió- decidió darle pelea.

Con el pasar del tiempo y ya sin darse cuenta, el departamento que habitaban era una zona de guerra. No había banderas blancas. No había treguas. Había artillería pesada para herir adonde más les dolía: el amor que ambos sentían por el otro.

Fue un lunes. Siempre es un lunes. La situación era más complicada que de costumbre. Cruzaron frase de amor envenados. Él, poeta de poca prosa, atinó a resumirlo todo en una frase que ralló fuerte en el futuro:

– Quédate conmigo – dijo.

-Ojala solo existiéramos en mi mente. Lejos de los sentimientos. Lejos del mundo- respondió Ella.

Llevaban meses como perros y gatos. Llevaban meses que podrían haber aprovechado en perderse en las miradas mutuas, en los gestos compartidos. Llevaban meses que creían perdidos hasta que los recuperaron en un segundo. El segundo cuando se besaron. El segundo donde dejaron todo de lado y se perdonaron con la facilidad de una sonrisa.

Dejaron el departamento de un portazo, haciendo volar tras ellos las hojas desgastadas de problemas. Partieron juntos, despreocupándose de los ceños fruncidos, de los gestos de desaprobación. Partieron amarrados por ese cordón invisible que amarra a los amantes que se sobreponen a las adversidades. Se fueron dando un portazo. El portazo que marca el punto final de un párrafo concluido.

La historia, ahora, comienza con un nuevo capítulo.