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Bajo el terciopelo azul

«¡Miseria humana! A todo se acostumbra uno.»
Crimen y castigo – Fiódor Dostoyevski

A veces los planetas cruzan sus órbitas, entonces chocan y el Universo ni se entera. Éste sigue creciendo exponencialmente, en círculos concéntricos, desde un punto central; al tiempo que bosteza y se saca la pelusa del ombligo.

Más abajo el terciopelo azul que reemplaza al firmamento se va llenando lentamente de gotas rojas de sangre espesa de heridas abisales.

Sentía que estuvo parada en esa esquina durante toda su vida.

Miró hacia el cielo, estaba por llover. El arriba estaba surcado por rayos y relámpagos, que buceaban entre las nubes violetas, azules y blancas.

Un viento contumaz movía los cabellos rubio miel -gracias a la tintura- de la mujer y el afuera.

Gisela encendió un cigarrillo luego de varios intentos, culpa de la brisa que la rodeaba.

Era el momento en que los clientes empezaban a concurrir con más asiduidad por esas calles. Pronto venía alguno a requerir sus servicios, esa espera valdría la pena, mojarse bajo la tormenta valdría la pena, saborear un pene sucio valdría la pena…

Tendría la plata para poder comprar las dos bolsas de cocaína que consumía durante el día; si tenía suerte, y ganas, también comería algo.

Gisela todas los días ofertaba su cuerpo y no le importaba, sólo quería besarse con los demonios blancos, que su amargor le bajara por la garganta como una perla, que la dureza marmórea le marcase el rictus.

Luego le gustaba tirarse en su camastro, ver el techo de cañas por horas, hasta que éste se convertía en un río quieto, que aún así corría impetuoso, incontrolable.

Cuando el contenido de la bolsa empezaba a menguar le atenazaba el cuello una angustia atroz, un sentimiento de abandono total.

Comenzaba el llanto, unas lágrimas convulsas bajaban por su mejillas.

Los vehículos pasaban y nadie le pedía ni siquiera el costo de su trabajo.

Necesitaba una bolsa llena de cocaína, bien llena; su cuerpo le rogaba de rodillas que le diera sólo un poco, nada más que un poco.

Gisela intentó darse ánimos, esperanzas… una mano mágica, un ángel caído o un ser de luz le daría lo que merecía, lo que era suyo por derecho propio. Algo bueno tendría que venir y ella quería de la mejor, sin cortes, que le durara toda la noche, toda la vida, quería sumergirse en un tsunami blanco, de piedras acerbas y fulgurantes.

El tiempo se le acababa. En un acto incontrolable comenzó a caminar sin rumbo. Tomó la faca que guardaba en la cartera para defenderse de los borrachos y de los ladrones.

El brillo oxidado del metal le sonrío. Ella le devolvió la sonrisa.

Decía que en su juventud le puso un cuchillo en la garganta a un policía; después que fue abducido por extraterrestres; que lo llevaron a Ganímedes y le revelaron la Verdad Absoluta; que un chamán portugués le enseñó a curarle los ataques de pánico a los fantasmas; que peleó en la guerra de las Malvinas y que derribó un Sea Harrier sólo con la mirada, una mirada penetrante como un rayo láser, según él; que tenía campos en Uruguay, con hectáreas de plantaciones de marihuana…

El Oso era un grandote morocho, entrador y esquizofrénico, que vivía cerca de la Terminal de Ómnibus, bajo uno de los puentes del Acceso.

Compartía el lugar con decenas de ratas, que según él estaban amaestradas y respondían a sus órdenes telepáticas (el cuerpo del Oso estaba lleno de mordidas de roedores). Por el contrario le hacía la guerra a las cucarachas, que odiaba profundamente y decía que provenían del interior de la tierra con la intención de promover un Nuevo Orden Mundial

Lo visitaban trabajadores sociales y lo llevaban a hogares para gente en situación de calle, pero él invariablemente volvía abajo del puente, a su hogar, con sus roedores amaestrados, su colchón procaz y sus acérrimas enemigas las cucarachas.

Ese día lo llevaron al hospital psiquiátrico Carlos Pereira, El Oso le había pegado a un transeúnte anónimo, por considerarlo cómplice de las cucarachas.

Como el Oso se resistió lo llevaron al pabellón judicial y le inyectaron Haldol. Como su violencia no cejaba lo ataron a una cama.

Durante horas luchó contra las correas que lo sujetaban, le sangraron las muñecas y la boca de tanto morderse. Los médicos estaban asombrados por la fuerza brutal que no amainaba.

Se hizo un silencio atroz, al fin el Oso se quedó dormido. Los enfermeros vieron la oportunidad de curarle las heridas y dejarlo en algún lugar en donde no lastimara a sí mismo o a otra persona.

Era astuto el Oso, se hacía el aletargado, apenas se sintió libre golpeó al que tenía más cerca y salió corriendo, cruzó los pasillos del hospital y llegó a la calle.

Parecía no tocar el piso mientras se alejaba del lugar.

Al parecer levitó y se escondió entre las nubes verdes y rojas.

Desde las alturas visualizó a su casa bajo el puente, vio a sus hermanos pericotes, a sus colchones mojados (el que le susurraba historias obscenas) y a sus adversarias de seis patas pululando por todo el lugar, intentando colonizar lo que era suyo.

El Oso sintió un irrefrenable deseo de estar en su hogar y nadie ni nada lo detendría.

Los tacones resonaban en la calle vacía, el sonido rebotaba en las cosas y subía como arañas huérfanas por las paredes descascaradas.

Gisela acariciaba el cuchillo. De la forma que fuese conseguiría la plata para tomar, y tomaría mucho, por días, hasta que la nariz le explotase en miles de fragmentos. Su organismo había entrado en un paroxismo de horror, le temblaban las células, se le caía la piel y su sangre se bamboleaba como una ola de Hokusai.

Por momentos lloraba, por momentos se reía a gritos, también llorando.

El Oso corrió por horas descalzo, tenía los pies sangrando (había dejado sus zapatillas en el hospital)  No sentía nada, ni las piedras ni los vidrios rotos; sólo sentía la libertad y un dejo de gusto a sangre en la boca. Su casa estaba cerca, quería la protección del concreto del puente, quería sentir las vibraciones de los vehículos que pasaban, quería batallar contra las negras invasoras.

Quería volver a casa.

…El terciopelo azul es una epifanía, de lo que pronto los albergaría, los cuidaría, curando con sal sus heridas profundas que pulsan como pulpos en las profundidades…

Destino burlesco.

Se toparon al doblar en una esquina, el Oso y la Gisela eran dos planetas llenos de mugre, de decepción y mordidas de pericotes. Sus órbitas se estaban por cruzar.

Ella vio la oportunidad, él a una aliada de las cucarachas que se querían adueñar de su hogar.

Sin mediar palabra Gisela le acercó el cuchillo al cuello, en una amenaza contundente y explícita. El Oso era un tipo curtido de millones de peleas por una caja de vino, por una mala mirada, por un gesto desmedido.

En un segundo electrizante se desencadenaron  regueros de sangre y vísceras a flor de piel.

Gisella le dijo dame plata… el Oso la golpeó en la cara; fue un golpe brutal, y aun así ella aguantó de pie el puñetazo. Con un movimiento rápido, grácil y homicida le rasgó el cuello al Oso; éste sólo atinó a seguir golpeando a Gisela.

Siguieron golpeándose y acuchillándose durante un largo rato, en silencio, sin rabia, sin un propósito ulterior más que bañarse en cocaína o volver a casa.

Ambos murieron al mismo tiempo, en el segundo exacto en que sus corazones dejaron de latir las cucarachas bailaron una danza fúnebre mientras inhalaban cocaína. Los pericotes lloraban a mares.

Quedaron ahí, abrazados por el azar del movimiento, por el destino de los estertores, bajo el terciopelo azul que ocupaba el firmamento que se llenó lentamente de gotas rojas de sangre espesa de heridas abisales.


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