Cuando abrí los ojos esa mañana de domingo, miré a mi costado y Marcos seguía durmiendo. No tuve ganas de moverme de aquella cama, y mientras que pensaba en la vida, él se despertó.
—Desayunemos y nos tomamos el Tren de la Costa para ir al Delta —me dijo, y se levantó para prender la cafetera. Yo aún creía estar en un sueño, el cual mejoró cuando, de un momento a otro, todo el ambiente se perfumó con olor a café, un olor tenue, con el Río de la Plata como fondo.
Hablamos de la vida. Aquel era un día soleado, y después de varios días de lluvia el día estaba ideal para ir a Tigre. Después de desayunar un café y comernos a besos, nos vestimos para ir rumbo a la estación del tren, que estaba a unas pocas cuadras.
Fuimos caminando, y pude apreciar el esplendor de Buenos Aires en primavera, y después de llegar al andén, esperar unos momentos y subirnos, finalmente, al tren, los dos reímos. Le saqué una foto a su mirada, porque creo que en ese momento, me sentí más querida, de lo que me había sentido en muchísimo tiempo.
Cuando pasamos por una de las estaciones, me dijo —yo iba a la escuela a dos cuadras de acá —y ahora Buenos Aires, para él, ya no era su hogar. Aunque, creo, hay cosas que no se olvidan. —¿Estás bien? — Me preguntó.
— Si. Aunque no lo parezca, estoy muy feliz de estar acá con vos. No quisiera estar en ningún otro lugar, con nadie más— le respondí. Esbozó una sonrisa, se me acercó y me dio un beso en la boca. Un beso suave, de esos que se dan sin prisa, sin ganas de que acaben.
Nos bajamos en la estación terminal, para hacer combinación con el tren de la costa, y me agarró de la mano, como si fuésemos novios. Yo lo dejé hacer, sin problemas y, cuando nos subimos al tren (un poco más pequeño que el anterior), él se sentó a mi lado y me dio un beso suave, como a los que ya me había acostumbrado a sentir. Su piel tenía un sabor especial, olía a naranjas.
En una parte del camino, empezó a aparecer la Costa, y a lo lejos, pequeñas embarcaciones que la surcaban, y yo, solo acostumbrada a las montañas, veía casi con fascinación la escena.—Tengo reservada una sorpresa para vos— me dijo al oído Marcos, y yo sonreí.
Cuando nos bajamos nos encontramos a una cuadra del Mercado de Frutos, ya se había hecho la hora de almorzar, y ambos estábamos hambrientos. —Conozco el mejor lugar de la Costa para comer— me dijo, me tomó nuevamente de la mano, y me llevó por calles sólo pobladas por muchísima gente y bazares, casi como los de oriente, con gente que vendía todo tipo de objetos, vendedores itinerantes vendiendo plariné, garrapiñadas y manzanas acarameladas (con y sin pochoclo encima), el olor a brisa del Río se mezclaba con las confituras hechas en el momento y toda la imagen parecía un cuadro de Quinquela Martín.
Entramos por el pasillo principal de una pequeña galería al aire libre, hasta el fondo, y nos encontramos con un restaurant- parrilla. Si hay algo que disfruto mucho en Buenos Aires, es el gusto tan particular que tiene la carne asada, así que nos sentamos en una mesa, que daba enfrente al parque de la costa (veíamos de cerca una de las tantas montañas rusas) pedimos una parrillada para dos, y una cerveza. Mientras esperábamos la comida, yo saqué el celular y empecé a tomar fotos de la escena, los barcos pequeños a lo lejos, el aroma a carne asada, su mirada viéndome, y una charla que tocó temas demasiados profundos para la situación.
Me dijo —conozco un lugar al que no va nadie y podemos estar solos —así que después de comer, me tomó nuevamente de la mano y me llevó por un pasillo, luego por otro hasta finalmente ver una puerta perdida entre varios negocios. La abrió, y entramos, no era otra cosa más que un baño unisex, y yo intuitivamente le puse la traba y apagué la luz. Por unas ventanas pequeñas que tenía el baño, entraba la luz suficiente para vernos y tratar de pasar desapercibidos.
Marcos sin dudarlo mucho, levantó mi remera y se zambulló a saborear mis pechos, cuyos pezones ya estaban erectos por la situación que estábamos viviendo. Yo me saqué el corpiño, y, como pude me subí a la mesada, justo entre un lavamanos y otro, y lo dejé hacer conmigo lo que quisiera, estaba entregada a sus placeres, como quisiera que estos quisieran presentarse en el momento. Me bajó el pantalón, y con él también cayó mi ropa interior, y mientras que yo le mordía el cuello suavemente primero, y un poco más fuerte después, se fue bajando los pantalones. Vi que sacó de un bolsillo un preservativo y se lo puso, y, sin esperar demasiado, entró en mí ser para terminar con la previa. Su olor, su piel, su tatuaje escondido (no diré donde), y el placer que me daba su carne cada vez que su sexo entraba en el mío, hicieron que toda la situación fuese más placentera de lo que hubiese sido de por sí, y a mi solo ese momento me bastaba.
Yo por mi parte gemía por lo bajo, no quería que nadie nos descubriese, pero a la vez, no quería (ni podía) quedarme callada, el placer era demasiado. Y cuando lo sentí llegar al orgasmo, se dio cuenta que yo aún no lo sentía, me miró con su frente transpirada y me dijo —llename la boca de tu éxtasis —a lo cual se agachó, metió su cabeza en mi entrepierna y empezó a darme el mejor sexo oral que había sentido en muchísimo tiempo, y bueno, me dejé llevar, hasta el momento culmine donde no pude evitar pegar un alarido de placer. Me miró cómplice, tragó aquel líquido, y procedimos a vestimos a las apuradas. Al abrir la puerta, todo seguía igual, la gente comprando, el aroma a Río y a confituras y nosotros dos.
Seguimos paseando hasta que cayó la noche, nos tomamos otro tren, e hicimos una pequeña parada en el barrio Chino, para cenar. —¿Sabés que esto se termina esta noche, no? Mañana temprano sale el avión a Mendoza —le dije, mientras que comíamos unas rabas empanizadas en una brochette.
— Tus vacaciones terminarán, pero lo nuestro no. No quiero que pienses que quiero que empecemos una relación porque, lamentablemente es imposible. Quizá si nos hubiésemos conocido en otra vida y no fuésemos quienes somos no nos hubiésemos encontrado. Te amo, y quiero que lo sepas. Pero lo que podemos tener es esto, son los momentos en los cuales nos olvidamos de todo y somos nosotros, sin importarnos el resto. Esta será nuestra felicidad juntos, es lo que te puedo brindar —Y una lágrima cayó en mi ojo derecho, pero me di cuenta que tenía razón.
—Vivamos solo el presente —le dije, y le di un beso en la boca.
Aquella noche en su departamento continuamos el éxtasis, y después de dormir unas pocas horas, llamé a un Uber para que me llevase al aeropuerto. — Yo te acompaño, preciosa— me dijo, y el beso que me dio justo antes de que yo entrase en la sala de embarque, lo atesoraré por siempre, de la misma forma que lo haré con ese fin de semana. Ambos supimos que la historia continuaría en mi Mendoza, y al que le tocaría venir esta vez sería a él.
Cuando me senté en el asiento del avión, le mandé una selfie solo con una frase “yo también te amo”.
Ambos sabíamos que aquel no sería un final definitivo…