Fran se derrumbó en el sillón de género crudo, se llevó sus manos a la cara, la refregó con fuerza y las dejó caer a los costados. Su corbata semi desanudada, su saco desalineado, una pierna flexionada y la otra estirada, por fin levantó la mirada y la encontró a Cami, delgada, con su pelo lacio lloviendo sobre sus hombros, su cara angulosa, sus labios finos, sus ojos grandes…
-Fran, decime, por favor, qué te pasa…
Fran la miraba, no es que estuviese ido, sino que la miraba desde afuera, desde alguna dimensión diferente, lejos de ese sillón crudo, ajeno a esa mujer elegante y agradable que lo observaba con más susto que sorpresa. No sabía si hablar, o seguir su papel del Tengo Fiebre. Cami era la mujer que amaba, era de lo poco que estaba casi seguro, pero su vida era un caos. En un tipo prolijo y responsable como él, las dudas son la mayor de las confusiones. Cada mínimo movimiento de Cami creaba en su pelo una ola leve, mínima, que rompía contra sus hombros. Él la miraba. Las pulseras de sus manos eran un sonajero infantil que le daba paz. Sus aros medianos de cobre generaban un toque rústico en esa cara tan distinguida. Le sacó la mirada y la paseó por los rincones, por la casa. Pocos muebles, colores pastel, sobriedad, buen gusto… La cabeza de Fran era un bombo insoportable.
-Fran, me decís que te p…
-Tengo fiebre, Cami.
-¡No, qué mala leche! Aguantame que llamo al médico.
-No, Cami. Tengo fiebre, no llames a nadie…
-Fran, voy a llamar al méd…
-Ya me estoy sintiendo mejor.
Cami se rió.
-¡No me mientas! Está bien, te traigo algo para tomar y te quedás en la cama. Pero si mañana seguís igual llamamos al médico, Fran.
Otra vez había pasado. Otra vez Cami lo hizo sentir en un hogar, con una familia, con calor, cuidado… Cami era una mujer aunque cargase bolsas en el puerto, era inevitable en ella hiciera lo que hiciera. Apareció con un vaso con agua, aspirinas, una servilletita, un platito para el vaso…
-Dale, venite a la cama. Relajate. Si no tenés hambre te jodés y mañana abrimos la torta.
Fran se acostó, se tapó con las sábanas, y para su sorpresa, empezó a sentir fiebre. Se alegró. No le gustaba mentirle a Cami. Cerró los ojos aprovechando que el cuidado de ella lo permitía y volvió a pensar. Volvió a pensar que a Cami la amaba casi con seguridad, pero…
* * *
El aroma del pan caliente todavía flotaba en el pasillo lúgubremente amarillento por las viejas cortinas de la puerta de entrada. Fran corrió por él hasta llegar a la cocina. Su madre cerraba la puerta del horno. Lo miró.
-Pancho, váyase a poner los zapatos que salimos en un rato.
-Pero mamá…
-¡Vaya le digo!
Y otra vez la carrera por el pasillo oscuro hasta que irrumpieron los golpes de sus pasos en el piso entablado de su cuarto. Se sacó las zapatillas y se puso los zapatos marrones. “Nos vamos” gritaba la madre desde la puerta y otra vez salió en rápida carrera hasta ganar la calle.
En la parroquia hacía el mismo frío de siempre. Helaba adentro. Aunque Fran detestaba ir a la iglesia, siempre que entraba no dejaba de sorprenderse de cosas como el eco, o la manera rara en que estaban colocados los bancos, o el altar lleno de cosas blancas con dibujos, o el olor. Le daba vergüenza, no tanto estar en la iglesia, sino que su mamá lo hiciera ponerse la corbata, el saco oscuro y el pantalón corto marrón clarito, entonces se sentaba y bajaba la mirada al piso para no ver a nadie. La misa transcurría como siempre, parándose y sentándose a cada rato entre los monólogos tediosos del cura y la respuesta automática de todos los grandes. Fran cada tanto levantaba la cabeza y miraba el incienso, o miraba las ventanas pintadas de vidrios de colores, o miraba los bancos. Los bancos tenían formas trabajadas en la madera que nunca se cansaba de observar. Tres filas más adelante, en una de las sentadas, una pollera blanca cubrió la pata que estaba observando, y levantó la vista. Era ella. Y ella, lo estaba mirando.
Fran bajó enseguida la mirada y sintió que encendían una hoguera adentro suyo. El tufo le brotó por todo el cuerpo. Volvió a levantar la cabeza y ya no la miraba. No pudo dejar de asociar compulsivamente su piel, su pelo, la serenidad de su mirada, con el cuerpo desnudo y resplandeciente que había visto por la ventana. Otra vez ella giró la cabeza y lo sorprendió estudiándola con veneración. Bajó la mirada automáticamente, pero algo que no era el coraje hizo que volviese a levantarla despacio hasta encontrar los ojos de ella adentro de los suyos. Y él, perturbado, pudo sentir que ella también lo estaba. Los dos estaban sintiendo el tremendo vibrar de una columna doble T de hierro dentro suyo, o al menos Fran sentía que ella también pasaba por lo mismo, mientras la corriente lo atravesaba él estoico continuaba sosteniendo la mirada. Transpiraba. Ninguno de los dos se sacaba los ojos de encima, incluso cuando ella tuviese que girar la cabeza un poco hacia atrás. ¡Era tan linda…! Y le estaba diciendo que le gustaba, porque esa mirada no era de jugar, ni de curiosidad. Era una mirada que… Pero ella giró y clavó su mirada adelante. Sacó la mirada. Fran sintió un vacío descomunal, sintió que después de que ella sacó la mirada quedó un eco insoportable de todo lo que estaba sintiendo. Tuvo un impulso de ir hacia ella y movió un pie, pero el solo hecho lo hizo morirse de miedo. No aguantaba el quedarse sin esa estaca de sus ojos, pero le daba terror ir hacia ella. La chica que él había visto desnuda, la que tenía grabada en su mente cerrando lenta la puerta enrollada en una toalla no tenía miedo, y Fran no tenía tantos “sí” para todos los permisos que ella parecía darse. No tenía tantos “sí”, pero ¡tenía tantas ganas…!
Se dio cuenta de que la misa terminó cuando ella se corrió por el banco con la familia Ferrari y su madre le tomó la mano y le pegó un tirón accidental. “¡Pancho! ¡Dale, vamos!”. Los bancos germinaron de personas y la enredadera humana copó los pasillos. Fran giraba la cabeza como una patrulla en la noche moviendo sus faros rastreros. Pero nada. Cruzaron el arco de la entrada y un ventarrón que ya venía pasando lo movió para un costado. El frío se coló entre sus ropas y se apretó el saco con las dos manos. Su cabeza giraba mientras bajaba un escalón, dos… y la vio, a casi una cuadra ya de la iglesia. Los Ferrari doblaban en la esquina. Y con eso murió el domingo.
* * *
-¿Cómo te sentís, Fran?
Fran abrió los ojos y la luz de la mañana gritaba en las paredes blancas de la habitación. Giró la cabeza y la vio a Cami con una toalla en la cabeza, una camisa blanca, y una sonrisa gigante. Para ser honesto, físicamente se sentía perfecto.
-Bien. ¿Qué hora es?
-Ninguna. Si querés seguí durmiendo.
Fran se sentó en la cama. El cuarto de Cami era todo serenidad. Cada detalle, cada adorno femenino, todo supuraba cariño. Fran estaba mal consigo mismo porque sabía que tenía que compartir su malestar con ella, pero Cami no lo iba a entender. No lo iba a entender y Fran sentía que la iba a necesitar más que nunca. Si Cami entraba en el conflicto de sus ideas, todo se le iba a ir de control. El único lugar donde sus cosas se ponían en orden era en sus manos, en su sonrisa. Pero justamente por eso ya no daba más. No soportaba ocultarle nada. Necesitaba recostarse en sus brazos mientras ella le sostuviese la cabeza haciéndole rulitos en el pelo, y decirle…
-Estoy pensando en dejar el laburo, Cami.
Cami apareció como un rayo en el umbral de la puerta. Sus ojos redondos reflejaban mucho más que treinta minutos de preguntas.
-¿Me estás hablando en serio…? Voy a llamar al médico.
-Cami, no tengo fiebre.
-Fran, no entiendo. ¿Qué pasó?
Pero Fran no pudo abrir la boca. No tenía ninguna explicación para dar. Hace meses que no podía entender este impulso que poco a poco fue creciendo dentro suyo. Estaba en el puesto que quería, por el que siempre había luchado, en una alta jerarquía de la empresa, bien catalogado, cuidado con recelo para que no lo robe otra firma, con un futuro económico bastante prometedor y a corto plazo… Era inexplicable, pero ya no aguantaba más la contundencia de su sentimiento. Su trabajo se había vuelto insoportable.
-Fran, contame, ¿por qué esta decisión así, tan de pronto, no sé…?
Fran empezó a sentir cómo Camila entraba caminando al huracán de sus confusiones mentales, en ese torbellino de dudas que devastaban todo lo estable que había en su cabeza. La miró a los ojos, ella torció instintivamente sus cejas en un ruego, él apretó los labios, ella desbordó una lágrima, el bajó la mirada y apretó un puño, ella se acercó caminando, él levantó otra vez la mirada, ella le pasó la mano por la cabeza.
-¿No querés casarte conmigo, no? ¿Es eso?
Fran la miró. Los pómulos de Camila brillaban como una ventana en la lluvia. Su pregunta, más que miedo, desbordaba amor.
(Continuará…)
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El año pasado escribíamos:
Cosas que dan im-po-ten-cia
Lindoooo, lindooo se pone el tema! Espero por el bien de la historia que haya otra mina!!! JAAJJAAJAJA capo MK!
Cómo necesitaba estas huellas de paz, qué lo tiró!!!
Hasta el exceso de amor en una mirada puede ser el verdugo sino se corresponde…
Sigo con lo que venga, entusiasmado.
Abrazos, buen amigo!