/Caleidoscopio: “La casa”

Caleidoscopio: “La casa”

Tin mira hacia los costados de la calle. Todo el tiempo tiene la fantasía de que Fran aparece por la esquina y lo ve en la puerta de lo de Ferrari esperando que le abran. Se siente mal, no está cómodo con lo que está haciendo, pero también sabe que no puede más estar así, que necesita verla. Escucha que alguien está llegando, y siente el miedo picarle las manos. Lentamente la puerta se abre y aparece la figura de Clara.

-Hola, Tin.

-Hola, Clara.

Y nadie habló. Se miraron así, estáticos unos segundos que se estiraban en el firmamento celeste. Clara lo miraba expectante pero Tin no decía nada. No tenía idea qué decir. Los segundos se aletargaban más aún, no es que pasaran muchos, sino que se le atragantaban como la maicena de los alfajores que hacía la mamá de Fran.

-¿Querés pasar, Tin? Mamá está en el fondo y nosotras estamos jugando en el patio.

Con el “nosotras” Tin estiró la cabeza y vio la mano y parte de la falda de ella asomando por la hoja cerrada de la doble puerta.

-Bueno –dijo, pasó y Clara cerró la puerta. 

La mamá de Tin cerró la puerta. Él sabía que Tin no estaba jugando al fútbol, pero si su mamá le dijo eso es porque Tin le había mentido, y él no lo iba a delatar. ¿Dónde estaría? Lo necesitaba para averiguar el nombre de ella. Caminó hasta la plaza. Sabía que estaban jugando en Alsina, pero no tenía ni la menor gana de aparecer. Llegó a la plaza y no se aguantó más. “Voy a ir a espiarla de nuevo”, pensó. Llegó hasta la ventana de la casa de los Ferrari, la ventana del cuarto donde siempre la había visto, pero todo estaba quieto, dormido, estático. Lo inquietaba un espejo que reflejaba el movimiento de algún camión que pasaba por la calle. Tan solo ese movimiento reflejado lo ponía en alerta. Le costó unos densos minutos entender que no estaban, probablemente estarían fuera, en lo de alguna amiga. Igual no se iba, no se movía de esa trinchera de macetas y flores. Cuando estaba a punto de irse la puerta se abrió y Clara entró como un torbellino. Fran se paralizó, no respiraba, Clara fue hasta el ropero, sacó unos sombreros y unos anteojos y collares de juguetes y volvió a salir del cuarto pero esta vez dejando la puerta entreabierta. Fran se quedó duro con la mirada clavada en la puerta. Otra vez todo quieto, todo estático, Fran miraba fijo la puerta, el reflejo lento del espejo, la penumbra, los reflejos oscuros de la luz de la ventana, la puerta, las paredes apagadas, los rincones oscuros, la puerta… Y se dio cuenta de que sentía una presión terrible en los hombros y en la espalda. Quería verla, necesitaba verla. Y se decidió, se decidió a tocar la puerta y preguntar el nombre de ella, si ella estaba… Volvió a dudar. Sentía mucho miedo. Sin darse cuenta estaba parado frente a la puerta de lo de Ferrari. La mano se le escapaba solita, pero también solita se detenía con el puño cerrado antes de golpear el bastidor. Sin darse cuenta bajó el brazo, sin darse cuenta miró sus pies en la vereda, miró los arbolitos de la vereda, la camioneta estacionada enfrente, y se despabiló con los dos golpes de su puño contra la puerta que acababa de hacer… sin darse cuenta. Sus piernas se flexionaron como para correr, pero algo se lo impidió, una fuerza interna, un deseo imparable. Su espalda estaba dura, sintió que llegaban hasta la puerta, todavía podía escapar, el sonido del picaporte, la puerta que se abre… 

*            *           *

Miguel Robles tenía una camisa clara con un suéter beige, su pelo semi canoso le sentaba perfecto a esa sonrisa amplia, a esos ojos aplastados por dos cachetes alegres, tenía una mandíbula grande, cejas espesas… Cami buscó sus manos que estaban en los bolsillos pero enseguida las sacó y las puso sobre la rodilla que asomaba por encima del escritorio y ahí se dio cuenta de que… de que Robles también se había dado cuenta de que… de que Cami lo exploraba. Se incorporó, sacó de su cartera un pañuelo y se limpió la cara.

-Y digame, Robles, ¿qué quiere de mí?

-¿Qué quiere usted de mí, me pregunta? –replicó Robles riendo, y Cami se tentó. Y se aflojó.

-No, no se lo pregunto al estilo Coca Sarli, le pregunto qué quiere, a qué vino.

-Vine a hacerle una propuesta… bueno, como estamos en este ambiente de película me siento obligado a aclarar que decente, una propuesta decente.

Cami se rió. Robles era muy agradable.

-Sí, dígame.

-Yo la puedo ayudar con sus problemas.

-¿Cómo?

-Bueno, lo vamos a ir viendo paso a paso, tampoco es que sea taaan fácil de resolver, aunque tampoco es complicado.

-O sea que yo tengo que creer que usted me va a resolver los problemas que yo no puedo… y ¿a cambio de qué?

-De que usted me ayude a llevar mis esculturas al exterior.

-Pero ¿usted se da cuenta de que lo que me ofrece es una quimera?

-No, señorita Llorente, yo no le ofrezco una quimera, yo le ofrezco una oportunidad para sus problemas. La quimera es la mía, hasta este momento, de llevar mi arte al exterior. ¿O cree que es más fácil exportar arte que resolver dos o tres cosas en su personalidad?

-Pero mis problemas no son mi p… -y Cami vio en su mente un fogonazo de luz-. ¿O sea que usted cree que los problemas que tengo son culpa mía?

-Responsabilidad suya, señorita Llorente. Obra suya, sus problemas son lo que usted quiere, lo que usted cree que merece. Mucho más difícil es conseguir exportar arte. ¿O a usted no le cuesta llevar artistas al exterior?

“Bueno, a mí no me cuesta porque yo…”, Cami tardaba en darse cuenta de que eso no era una discusión, sino una jugada de ajedrez. Robles no improvisaba. El trabajo de ella era exportar arte, no hacerlo era el problema, hacerlo era su deber. Todo encajaba a la perfección salvo que ella no tenía garantías de que esta simpática aparición cumpliera con su palabra, y al mismo tiempo lo que él ofrecía era inmenso, era difícil de creer.

-Robles, ¿cómo se yo que usted va a cumplir con lo suyo?

-Bueno, no, no lo puede saber.

-¿Entonces…?

-Entonces busque a otros artistas para exportar que no le ofrezcan nada y continúe con su trabajo normalmente.

Brillante, pensó Cami. Este tipo es brillante. No tanto por la propuesta, sino por cómo la planteaba. Cami lo veía cada vez más atractivo. Él ofrecía resolver un imposible a cambio de que ella se fije en él, lo que no le costaba nada. En efecto ella debía exportar artistas que no darían nada a cambio. Y él sí, él ofrecía el mundo. “Su” mundo. En la propuesta había algo muy seductor. Robles ofrecía algo que solo tenía valor para ella. Era como si hubiese traído flores, o bombones. Cami se dio cuenta que desde hacía un rato lo estaba mirando fijo a los ojos. Y él mantenía la mirada sin problema. Bajó la cabeza y se movió para romper la hipnosis.

-Bueno, Robles, este…, me gustaría ver su trabajo antes de aceptar su propuesta. Yo la semana que viene…

-Señorita Llorente, la semana que viene vuelve el señor Martínez, su novio…

Cami se sorprendió, sintió como una abrupta tensión y una gran incomodidad.

-A ver, Robles… este, Miguel, a ver si me dejás de tratar de usted que no me lo banco más. ¿Cómo sabés que viene Fran?

-Bueno… No importa. La semana que viene, perfecto.

-No, no, quiero saber cómo sabés…

-¿Por qué no vamos a hora a ver mis esculturas así, si acepta, contesto esa pregunta y podemos empezar con la parte más sencilla de todo este arreglo, que son sus problemas?

-¡No me hables más de usted! –Camila estaba desbordada, la tensión le brotó de golpe, la tensión de sus problemas y la que le estaba poniendo Robles.

-Sí, perdoname, Cami.

-Dale, vamos. Vamos ya. 

El viaje en el auto de Robles aflojó el clima y llegaron riéndose de un tic nervioso que tenía Javier Lozano, el jefe de Cami, y que Robles también conocía. La casa de Robles, donde tenía su atelier, era muy cálida. Mucha madera, muebles rústicos, alfombras y aguayos en el piso o sobre los sillones, una chimenea usada, canastos con leña, canastitas con adornos, fotos, velas… El atelier estaba más desprovisto y desordenado, pero otra vez la madera ganaba la calidez visual. Las esculturas crecían sobre pilares como… como especies de… ¿cactus…? A Cami le parecieron horribles, pedazos grises sin ninguna armonía en sus formas, sin equilibrio, sin contrapeso visual, sin contundencia, o con exceso de presencia volumétrica pero sin un contexto que lo contenga… Eran bloques absurdos, totalmente absurdos. Ahí fue cuando Cami se dio cuenta de que creía en Robles, porque sintió la necesidad de que hubiese alguna escultura que justificase la inversión. De lo contrario era imposible exportar semejante basura.

-¿Qué te parece, Cami?

-Bueno… este… -Robles la miraba con atención-, mirá, Miguel, no es que sean malas, pero la empresa tiene un perfil artístico y yo no puedo tomar de cualquier rama del arte. Yo entiendo que… este… que vos estás buscando… a ver, nosotros privilegiamos la armonía… la armonía de…

-Pero todavía no me preguntaste qué son mis esculturas, Cami.

Cami lo miró asombrada. ¡Qué podía cambiar el significado si eran inmundas!

-¿Qué son, Miguel.

-Son los espíritus, las almas condensadas de la dirigencia mundial –Cami abrió los ojos-, sus formas responden a sus pecados, sus faltas, sus tentaciones… No sé si notó que no tienen armonía alguna…

-¡Sí! –dijo con entusiásmo Camila.

-Bueno, así es el espíritu que nos dirige, que forma las leyes, que marca el rumbo de la humanidad. Así de deforme, así de asimétrico, de falto de… de falto de, este… de contexto.

-¡Es genial! –dijo aliviada Cami-. Es una idea muy original, y además son muy buenas. ¿Esta el espíritu de quién es?

-Bueno, esa es el espíritu de Daniel Ortega, presidente de Nicaragua.

-¿Y este?

-Voltaire. 

La tarde se fue apagando y las luces amarillas de las lámparas los dibujaron sobre el paño de vidrio de la puerta doble del living riéndose fuerte, sentados en grandes almohadones coloridos alrededor de una tosca mesa ratona con dos velas aromáticas encendidas y un cigarrillo en el cenicero a medio fumar. Ya habían pasado por varios temas diferentes y Cami ahora le contaba del lugar que tenía visto en Roma para hacer la exposición, un local que daba a la calle, no muy grande pero amplio, sin columnas, con la vidriera grande, en una callecita cerca de Piazza Navona. 

La fuente de Bernini, la fuente de Los Cuatro Ríos situada en el medio de Piazza Navona le pareció primero impresionante, y después muy curiosa. Fran no sabía que la escultura de aquella fuente esculpida por Bernini, entre los cuatro ríos principales de la tierra, destacaba al Río de la Plata entre ellos. El Nilo, el Ganges, el Danubio y el Río de la Plata. Se preguntó qué sabría Bernini sobre los ríos de la tierra, aunque el Río de la Plata es indiscutiblemente importante, es el más ancho del mundo. No es que le pareciera mal que esté allí… en realidad al contrario, le daba tanto orgullo que se sentía incómodo, le parecía exagerado. La plaza empezaba a poblarse de los aromas de las trattorias y restaurantes, y Fran decidió que la noche lo sorprenda en otra parte y siguió caminando. Ya se había decidido. No dejaría morir la relación con Cami. Habían vivido varias cosas juntos, y aunque se había vuelto muy superficial, él la quería a Cami. La quería. Su único conflicto era qué hacer con Verónica. Era su secretaria, su nueva secretaria, y era bueno en lo suyo. Pero ya había pasado algo, aunque breve, pero decisivo en la comunicación sensorial, aquel lenguaje que se usa para manosearse los corazones, y al que no todo el mundo está invitado, pero que ella ya conocía. Se preguntó cómo sería la situación actual más adelante, en una buena relación con Cami, y estando él y Verónica en Roma. Imposible. Y trató de pensar en otra cosa, en la reunión de mañana por la venta de las petroleras. Tenía que llamar a Verónica para saber a qué hora era la reunión de mañana. 

Chango atendió el teléfono.

-Eduardo, estoy ocupado con tu encargo.

-Chango, no te preocupes, era para avisarte que la reunión ya terminó, que solo estuvimos Margaux y yo, como quería. Y para darte las gracias.

-Y ¿qué tal salió la reunión?

-Bueno… ¿bien? Le vendí las empresas. Me pagó lo que le pedí, pero yo sé que en realidad me está reventando.

-Pero no tenías alternativa, Eduardo. Podría haberte pagado menos y tenías que aceptar igual.

.Sí, sí… es que, bueno, un poco me duele.

-Sí, me imagino. Difícil, separar la cercanía afectiva de los dos con la distancia eterna de los negocios.

Eduardo no respondió, se quedó unos segundos en silencio.

-Te dejo, Chango. Gracias. 

Chango cortó y la volvió a mirar a Vero. Tenía en su cara algo especial, no sabía resolverlo, pero entre sus cejas angulosas, sus ojos serenos, sus labios…, no, sus ojos no eran serenos, eran certeros, seguros de sí mismos…, no podía descifrar qué era lo que le atraía tanto de esa mujer. La miró un rato más apoyada en la baranda de la calle vestida tan elegante, vestida para la reunión que le acababa de frustrar. Y sonrió, y se volvió a acercar a ella.

-¿Una de tus amantes?

-Llamada de trabajo –dijo sonriendo por la gran confianza que habían alcanzado. 

Mientras Chango le hablaba, al tiempo que seguían bordeando al Tíber Verónica no conseguía no dejarse tentar por sacarle algo al idiota de Chango. Ya se había dado cuenta de que, aunque al principio se dijo a sí misma que no, ya lo estaba coqueteando, y lo tenía hablando boludeces, pagándole comidas, y contando de sus tantas propiedades por todo Italia. Estaba a punto de que la invite unos días a alguna de sus casas italianas y de pronto tuvo un antojo, un antojo fuerte, irresistible. Un antojo que apenas apareció lo sintió tan a gusto que supo que no iba a renunciar a ello. Se le antojó que el Chango le regalara una casa, una de sus tantas casas. Le pareció tan divertido el desafío, tan posible, y tan atractivo que ya dejó de luchar contra su tentación y empezó a pensar cuál de las casas que había mencionado elegiría. Sabía que la casa de Milán no se la daría jamás. Antes le compraría una, pero ella no quería que le compre una casa, quería que le regale una de las suyas. Era un desafío, era evaluarse a ella misma si estaba mesurando correctamente el tamaño de pelotudo al que estaba regando de sus gestos más seductores, aquellos modos que ella consideraba que solo algunos nomás eran dignos de disfrutar. Algunos o algunas, según el “premio”. Y lo miró, lo miró hablar, lo miró mover las manos, lo miró mirarla a ella, lo miró señalar, lo miró arreglarse el saco… La casa de Pescara, esa iba a hacer que le regale. La casa que el nabo de los nabos atesoraba en Pescara. Se la pasó hablando de las playas del Adriático, de la tranquilidad de aquella casa…

-Chango…

Verónica empezó a sentir que la sangre se ponía en movimiento, que la excitación corría por todo su cuerpo, al fin podía relación la cara de ese pelotudo con el deseo y la excitación.

-Sí, decime, Vero.

Vero estaba sorprendida de haber resuelto tan pronto algo tan bueno. Sintió sus manos humedecerse, le picaban los pies, empezaba el desafío.

-Me encantaría conocer tu casa de Pescara. ¿esa es la casa que tenés cerca del Adriático, no?

-¡Sí! Sí, esa. ¿Querés que vayamos? ¡Vayamos ahora!

Vero sonrió poco, sonrió como para que parezca alegría y reprimió una carcajada monumental.

-Ay, no sé… ¿ahora…?

-Oíme, yo hablo con Brewster y el permiso lo tenés. Podemos estar un mes.

Vero empezó a sentir que la excitación llegaba a su entrepierna. Se sentía poderosa, efectiva y poderosa. Miró el agua y dijo en tono bajo:

-Dejame pensarlo. Nunca fui así, de la nada, a la casa de un desconocido. Pero no sé, me caes tan bien… Además sé quién sos, sé dónde trabajás, no sos completamente desconocido…, y sos tan lindo… ¡Ay, no sé, dejame pensarlo, Chango! 

Chango se infló tanto, se cargó tanto de ese comentario que reventó como una turbina en una carcajada explosiva y desmesurada. Vero se dio cuenta de que por más que sea atractivo, no iba a ser fácil. Ya habiendo largado su carta, ella se enredó en el brazo del Chango y empezaron a caminar por el puente Umberto I.

-¿Y esta noche? ¿Querés que hagamos algo, Vero?

Y Vero miró el río. Y pensó en Pescara, en el Adriático que tanto le gustó siempre. Y pensó en la casa, y pensó en los millones de euros que valdría…

-Pero solo a comer, me tengo que acostar temprano para la reunión de mañana.

-Se suspendió la reunión de mañana –dijo sonriente y encantado Chango.

-¿Qué? ¿Se suspendió la venta de las petroleras?

-No, se suspendió la reunión, me llamó Eduardo Cortés recién que habían hecho la firma entre las dos part…

-¿El que te llamó fue Eduardo Cortés para decirte eso y no me dijiste nada?

-Bueno –siguió risueño Chango-, es que sos tan linda que me olvido de todo, Vero…

Y cerró la oración con una risita tonta. Vero se quedó dura. Lo miraba incrédula. Habían fallado en la misión más estúpida que les pudieron haber encomendado, y la culpable era ella. Seguía con los ojos clavados en Chango. Comprendió que había subestimado al imbécil, era más imbécil aún, pensaba que ella era una de esas mujeres que respondería “ay, qué bueno, entonces salgamos esta noche”. Lo seguía mirando fijo, le miraba la bocaza abierta los dientes en fila, los ojos apretados, la risa de tanta espuma cerebral… Lo voy a pelar, a este pelotudo lo voy a pelar. Lo voy a dejar sin nada.

-¿Entonces, Vero? ¿Qué decís?

Vero relajó su cara.

-¡Ay, qué bueno! ¡Entonces salgamos esta noche…!

-¡Sabía que no te resistirías, Verito…! 

Mientras Chango y Vero caminan hacia los tribunales romanos, por el puente vecino, por el puente del castel Sant´Angelo Fran cruza el mismo Tíber hacia la misma orilla. Ya estaba decidido, volvería con Cami, arreglaría las cosas. A medida que más se convencía de esta decisión más sentía que volvía a recuperar el amor de antaño, ese que los hizo reírse tanto los primeros años, el que los hizo amarse apasionadamente, viajar, divertirse… Sonrió un poco emocionado, sacó su celular y marcó. El teléfono de Cami sonaba. Fran se detuvo en el puente variando su mirada del Tíber al Castello y del Castello al Tíber. El teléfono sonaba. 

Vibraba y sonaba, a cada timbrazo el teléfono de Cami producía sobre la mesa ratona el efecto tambor y sonaba más fuerte e intenso, sin embargo ni ella ni Miguel parecieron notarlo. Desde el celular uno podía ver la puerta doble de vidrio partido de la cocina, y allí las figuras amarillentas de Camila y Miguel preparando lo que según él era su especialidad: sus famosos canelones de carne a la cerveza. 

(Continuará…)

Fuente de las imágenes:
http://emperatrizarte.blogspot.com.ar
http://www.partecipiamo.it/
http://www.artslant.com

Hace click acá para bajarte mi libro pelotudo!!!!

También podes leer:
Caleidoscopio: “No llore más, ya llegué”

El año pasado escribíamos:
La gramática de la rebelión