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Egresados

Con 17 años aquel fue el año en el que me sentí como que me podía comer al mundo, y la culminación de aquel 2009 fue el tan esperado viaje a Bariloche.

Éramos 15 los que íbamos finalmente, sobre un total de 26 y entre la ayuda de mis padres y lo que habíamos juntado haciendo un bingo y vendiendo empanadas, había logrado pagarme el pasaje. Lucas, aquel muchacho que parecía igual a los otros, pero que en secreto me había dado un beso, también iba. No podía evitar mirarlo, me tenía como loca.

El viaje en micro fue una locura, como todo buen viaje de egresados nos la pasamos jodiendo todo el camino, tomando alcohol de contrabando, soñando en lo que estaríamos haciendo en unos años, sientiendo que nada podría volver a ser tan perfecto, tan vivo.

Llegamos a la tarde y nos acomodamos en el hotel, me tocó compartir pieza con dos chicas más y nos dieron la tarde libre para recorrer la ciudad, nos pusieron pulseras para identificarnos y después a la noche, lo que todos esperábamos: boliche.

Me puse la ropa más provocativa que encontré, un vestido corto que había llevado y que dejaba al descubierto mi único tatuaje, un pequeño unicornio en el hombro derecho, y él estaba ahí. También venía con nosotros, quizá aquel beso se repitiese, quizá no. Baile sola gran parte del tiempo, y me fui a las 5 am al hotel.

Los días siguientes nos dieron camperas y ropa de abrigo, hicimos excursiones, tirolesa y demás actividades planeadas para la semana. En una feria de artesanías cercana me compré una remera, y algunos adornos para mi familia. Bariloche es frío, incluso en verano, pero yo la pasaba bien, estaba en mi mejor momento.

Una noche en uno de los boliches un cordobés me sacó a bailar, en una especie de galería en un primer piso que tenía By Pass. Desde ahí se podía ver la pista grande, me acerco a la baranda y de pronto el cordobés se me acerca y me empieza a besar el cuello. Yo me dejo llevar, ese siempre ha sido mi punto débil, y sin más preámbulos lo beso. Cuando abro los ojos, y miro la pista central, ahí estaba Lucas, mirándome como quien ve algo que no puede agarrar, algo que desea hacer suyo y no puede. Seguimos bailando, y de pronto se hace cada vez más tarde, y cuando la gente se empieza a ir, el cordobés me escribe su celular en un papel y me lo da. Tiene el regreso el mismo día que yo, dentro de tres días.

El viaje sigue de lo más bien, me empiezo a mandar mensajes con Rubén, el cordobés, pero siento que algo en Lucas está raro, me trata medio frío, distante. Después de ir a una fábrica de chocolates la última noche nos toca ir a bailar, hay que aprovechar. Me pongo una musculosa, un pantalón ajustado y voy. La noche está plena.

Con la entrada nos regalaban un trago, me siento en la barra y pido un daikiri de durazno. Me tocan el hombro, miro a mi costado y es Rubén. Me invita a bailar, le digo que no quiero…

– No tengo ganas ahora.

– Dale veni, vamos

– No quiero. Sencillamente es eso. – insisto.

– No podes no querer nada vestida así cómo estás, bien provocativa – Me dice, y me agarra la mano. – Yo no me visto para vos, ¡soltame! – Me empieza a tironear y nadie a mi alrededor se percata o intenta intervenir.

La situación se torna más tensa y desesperante, quiero salirme pero no puedo. Necesito irme.

De pronto aparece Lucas de la nada, me mira y le dice a Rubén – te dijo que no quería – , y le pega una piña en la cara que lo tira. Me agarra la mano y antes de que pueda reaccionar nos vamos a la puerta del boliche, donde cada media hora sale una traffic para llevarnos al hotel. Nos sentamos atrás, le agarro sus manos y le digo, lo mejor que puedo – gracias.

– No me lo agradezcas, era obvio que no la estabas pasando bien. – Me dice. – ¿Y ahora qué hacemos?

– Todos siguen en el boliche, nos quedamos solos – le respondo. – Nos vamos a divertir, a esta hora reponen la mesa de dulces para la joda – Cosa que es cierto, en un pequeño salón del hotel ponen música y dulces en una mesa para los que vuelven con hambre después de bailar. A esta hora estaría llena. Llegamos y solo está la recepcionista. Nos vamos al salón, que está lleno de sillones en los costados, agarro de la mesa dos paquetes de oreo mini y me tiro a comerlas. El se sienta al lado mío, y antes de que pueda abrir uno de los paquetes me mira, se me acerca y me besa con toda la suavidad y dulzura del mundo, como si lo hubiese estado planeando durante mucho tiempo. Nos dejamos llevar, ambos nos deseamos.

De pronto me mira, se sonríe. Saca de su bolsillo una pulsera de tela de uno de los boliches y me la ata en la muñeca. Me da otro beso y me dice – ahora no es el momento. Cuando tenga que ser, será. Sé bien a lo que se refiere. Y nos acostamos abrazados en el sillón. Intercalamos los besos con las oreo y una charla única como nunca había tenido antes en mi vida. Es perfecto. Nada más. Nos quedamos charlando hasta que la última traffic con gente saliendo de los boliches, a las 6 de la mañana, llega. Ahí nos despedimos con un beso y nos vamos a dormir. Al otro día partimos a Mendoza. Hay que seguir.

El viaje de vuelta fue más calmado, ya agotados, nos la pasamos durmiendo. Pero esta vez había un cambio. Él iba al lado mío, abrazándome. Nada más importaba. Y la pulsera que él puso en mi muñeca quedo ahí por mucho tiempo. Simbolizando que, por un momento, fuimos eternos.

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