/El gran golpe | I – La impronta

El gran golpe | I – La impronta

Lo primero que decidimos fue ponernos pseudónimos, no utilizar el teléfono para hablar sobre este tema, por miedo a las escuchas y mantener el secreto absoluto entre los tres. Fue así que “con Toro y Pampa, armé la impronta”, yo me iba a llamar “Indio”. Aunque éramos amigos hace años, nos fue fácil no llamarnos más por nuestros nombres. Durante toda la operación los deberíamos utilizar.

Alquilamos una casa en Dorrego, la cuál iba a ser de base, nuestro búnker, la oficina donde planeásemos todo. No podíamos hacerlo en nuestras casas o lugares de trabajo. Era un inmueble viejo, venido a menos, de paredes amarillas y rejas blancas, situado en un barrio antiguo, junto a vecinos ancianos que solo salían a la calle con la luz del sol. Compramos cortinas, una mesa, tres sillas, trajimos una heladera vieja del Toro, un tele mío y llevamos una computadora para tener internet. Teníamos mucho que estudiar y aprender, una vida completa dedicada a la rutina, los trabajos formales y la esclavitud social nos mantenía totalmente ajenos al mundo del hampa, empresa en la que habíamos decidido incursionar. Nunca supimos bien porqué, si por necesidad, por incertidumbre, por diversión o por darle un sentido a nuestras vidas ordinarias, una historia, una anécdota… y sin dudas un cambio de rumbo.

El Pampa era cajero de un banco hacía treinta y dos años. Entró a los veinte y nunca se fue. Conocía a la perfección los horarios, los momentos en el que los bancos debía tener más efectivo, los sistemas de seguridad y el movimiento en general. El Toro era albañil, cientos de casas construidas por él a lo largo de sus cuarenta y seis años y ni un puto ladrillo para la suya. La vida del empleado de la construcción es dura y esforzada, siempre en las sombras del sistema financiero. El salario semanal le impedía organizar su economía y no sabía hacer otra cosa. Tenía la fuerza de tres personas, pleno conocimiento de las herramientas de construcción y era incansable. Yo era un emprendedor frustrado, luego de varios años intentando pegarla solo, terminé de empleado en sistemas en una multinacional de medio pelo la cuál me explotaba por un sueldo modesto y una obra social paupérrima. Gracias a mi manera ordenada y estructurada de encarar la vida había logrado un pasar de clase media aceptable, pero siempre aspiré a ser rico, cuestión que hace años veía lejana de lograr… por derecha. A los tres nos unía algo: el deseo. Pampa deseaba salir de su rutina agobiante, Toro de su pobreza lastimosa y yo, a mis cincuenta pasados, apostar fuerte por última vez y tratar de pegarla una vez en la vida.

El Toro y yo teníamos esposa e hijos viviendo en casa, yo ya era abuelo. El Pampa era divorciado y su única hija vivía con su madre en Barcelona. Jamás les contamos a nuestras familias que todos los días de 17 a 21 nos juntábamos a planificar el golpe perfecto. Comenzamos viendo películas de robos, analizándolas en detalle, armando amplios debates luego de cada cinta, no nos limitábamos solo a bancos, sino que consumíamos hurtos de todo tipo. Luego nos abocamos a la literatura, leyendo las historias más detalladas de las películas vistas y muchas otras más. El libro que más nos gustó fue “Sin armas ni rencores”, donde contaba el robo al Banco Río de Acassuso, por su cercanía y su absurdo desenlace. Por otro lado nos reconfortaba la historia de Mario Fendrich, quien un viernes de septiembre de 1994, en época de la convertibilidad, tomó el dinero de la bóveda de la entidad bancaria donde trabajaba y escapó. Estuvo prófugo por tres meses y medio y luego fue encarcelado durante casi cinco años. Nunca se supo qué hizo con el botín. Hoy se desempeña como kioskero… y sin dudas no tiene problemas de dinero.

Ninguna deuda, ninguna causa, completamente limpios ante la justicia, ninguna denuncia… ni siquiera habíamos estado en el “veraz”. Solo nos gustaba el whisky, pero sabíamos que la oportunidad iba a ser una, el día uno solo y en ese momento íbamos a tener que estar más lúcidos y frescos que nunca. Al punto tal que los tres nos pusimos a entrenar en la avenida, corriendo tres veces por semana, bajo una rutina que comenzó con una adaptación muscular y terminó con pasadas de a toda velocidad. A mi me venía bien porque yo le decía a mi familia que estaba en un gimnasio.

Queríamos salir de esta rutina, de esta constancia, de la pena de saber que el ocaso de nuestra vida sería mundano y sin sobresaltos. Estábamos decididos y seguros, si algo salía mal, entonces terminaríamos presos unos años, pero la idea fija nos carcomía la cabeza.

Continuará…