/El gran golpe | XIII – El botín

El gran golpe | XIII – El botín


 

 

Entramos a nuestra casa en Dorrego… iba a ser la última noche en aquel místico lugar, quizás la compre y la restaure en honor a tan sagrado lugar. Cerramos el portón y recién ahí nos abrazamos de felicidad, volvimos a ser quienes eramos, tres amigos comunes, corrientes, tipos de barrio, cansados de los fracasos de la vida. Hacía años que no veía llorar al Toro, el Pampa tampoco pudo disimular la emoción, yo lagrimeaba como un niño.

Luego de varios intentos logramos comunicarnos con nuestros hogares, al menos el Toro y yo que eramos los que teníamos familia. Les dijimos que se había averiado el auto del Pampa, pero que en un rato volveríamos. Mi esposa dormía plácidamente, la mujer del albañil estaba un tanto preocupada, le contó lo que había pasado ante el semblante desentendido del Toro. Bajamos todas las bolsas y le echamos un vistazo al dinero… doce bolsas atestadas de tres tipos de billetes, sin numerar, en todos los estados, era una fortuna, poniéndose los lentes y volviendo a su papel de bancario, a simple vista el Pampa nos dijo que debían haber entre ochenta y cien millones de pesos.

Al amanecer cada uno volvió a su casa, ninguno pudo dormir, a primera hora estábamos en nuestros trabajos, desayunando con la noticia entre compañeros que sacaban conclusiones e hipótesis. Tres explosiones habían impactado sobre sucursales del Banco Nación, un coche bomba, un “vant” vehículo aéreo no tripulado y una bomba lapa. La explosiones habían dejado decenas de heridos, seis efectivos de la policía en grave estado, pero estables y pérdidas millonarias para la provincia. Además rápidamente se dieron cuenta del plan, “El Robo del Siglo” del banco Río en Acasusso había quedado chico ante tamaño despliegue. Hablaban de una banda comando compuesta por no menos de veinte personas, de gente del mundo del hampa, de bandidos internacionales, de personajes fraudulentos, de mafia y lo mejor de todo… cerca de 120 millones de pesos. Hasta que vieron las cámaras… y llegaron hasta a pensar que fueron “tres oportunistas”… pero no. No eran ni oportunistas ni “parte de la banda”. Eran la banda. Tres… solos, tres al cubo como resaltaba en la cámara el calco del paragolpes traseros del 147 que nadie notó, previo a demoler la fachada del banco.

“El robo del milenio” lo apodaron los diarios más amarillistas y “el gran golpe” los conservadores, pero unos y otros tenían razón: jamás se había desplegado tal parafernalia hollywoodense para robar tamaña fortuna. En un provincia como Mendoza, donde no pasaba nada… hasta ese día. En las redes sociales comenzaron a hacer eco de nuestra osadía y temeridad, para muchos nos convertimos en una especie de héroes mundanos, esos que generan placer por el simple hecho de cagar al sistema. En una época tecnológica, donde el robo a un banco es cada vez menos negocio, ya que la plata es virtual, habíamos llevado a cabo quizás el último gran golpe bancario de la hisotria argentina… y así fue.

No había rastros, las cámaras captaron solamente la cara del Toro, el careto era espantoso, no se parecía en lo más mínimo al albañil. De los otros dos no había ni indicios, no había manera de rastrear nada, dos enormes trajes antibombas habían escondido todo. Descubrieron la camioneta robada, las dos chicas ni siquiera reconocieron al Toro al mirar el video, tantos kilos de más, bigote y peluca las confundían. También hallaron que el auto era el 147 robado, pero lo poco que quedaba era irreconocible. Del Focus jamás tuvimos noticias, la patente la guardó el Pampa como recuerdo… encuadrada en un marco de oro puro.

Las cámaras callejeras capturaron todo, hasta el ingreso de la Toyota al parque, luego fue imposible seguir el rastro, además los sistemas se cayeron en su totalidad, tanto el telefónico como el eléctrico aquella noche, así que nadie pudo alertarse de lo que estaba sucediendo y si alguien hubiese visto algo sospechoso, no habría podido llamar a la policía, completamente convencida de que los bandidos estaban dentro de los bancos, o por debajo de ellos.

Repartimos el botín en partes iguales, cada uno se llevó cerca de 40 millones de pesos. Bien administrados nos asegurarían la vida hasta nuestros bisnietos. El Pampa fue el encargado de aconsejar sobre el manejo del dinero, en el fondo, seguíamos siendo íntimos amigos.

José Diaz, “el Toro”, se puso una constructora y fue creciendo a niveles inusitados, blanqueando el capital. Mario Araujo, “el Pampa” se puso una financiera, local que comenzó con un sucucho en la galería Tonsa y terminó con un local fabuloso en plena calle San Martín, pero en realidad se dedicó a los viajes por el mundo con su hija. Yo, Esteban Rosales, “el Indio” decidí seguir siendo empleado de la multinacional, sin ambiciones desmedidas ni preocupaciones laborales. Dediqué toda mi creatividad como emprendedor al arte, a escribir en internet, a pintar cuadros y a disfrutar de mi familia en paz. Nada de negocios y números… nunca más.

FIN