/El mal gusto de los que tienen buen gusto

El mal gusto de los que tienen buen gusto

Puede ocurrir en cualquier sitio. Para nuestra comodidad, es mejor que ocurra durante un asado. Estás tranquilo y en lo tuyo: música, amigos y, cuando hacen una pausa, podes escuchar el chispeo de las brasas. Por esas casualidades alguien vio la nueva peli del momento de las que tanto se habla, con tal y tal actor, y basada en una propiedad intelectual relativamente conocida. Entre varios piden que se contenga y no tire spoilers. Él accede, y se limita a decir que es la mejor peli en lo que va del año. A vos te emociona, pensando que será tu turno la semana que viene. En cambio, uno de tus amigos lo encuentra exagerado. Sorprendidos lo interrogan entre todos, y el solo responde que ese tipo de pelis son un bolazo. El equivalente a la comida chatarra del entretenimiento –te dice mirando a los ojos- materia revuelta y fabricada exclusivamente para ganar  plata y hacer plata. Repite y repite tanto la palabra “plata” que pareciera hablar de un atraco.

Sin darte cuenta caíste en la más vieja discusión que hay entre los que amantes de la cultura en general: arte con mayúsculas (Arte) o la mal llamada cultura “popular”. Esa aparente incapacidad de reunir al vulgo y a la nobleza, de quedar bien con diablo y con dios. Algo que con las nuevas olas artísticas parecería haber quedado atrás, permitiéndonos como especie avanzar hacia nuevos y desafiantes niveles de percepción.

Pero así como hay personas que leen poco las hay que leen mal, y no se fijan en las fechas de vencimiento. Un montón de gente -algunas con buenas intenciones- pero todas igual de comprometidas con su misión en esta tierra, ese mismo un mundo en el que vive y se tolera a gente con mal gusto. Gente como Roberto, tu amigo de la peli, ese compañero/ciudadano promedio al que el otro interlocutor tolera a veces por costumbre y otras porque le cae simpático. Roberto, como todos, gusta de muchas cosas; demasiadas, pero para la gente “sin mal gusto” es imperdonable que emita su sentencia sin haber ver la más reciente obra del artista tal,casi siempre un francés que simula ser de izquierdas.

Al principio tu otro amigo lo condesciende,casi susurrando entre argumentos “pobrecito…es que es un artista difícil”. Tu amigo “sin mal gusto” aprovecha para mostrar a todos el discurso de estética que alguien le repitió antes. En el mejor de los casos, se contenta con jugar al profesor de literatura o comunicación social y todo queda ahí.

Intentan cambiar de tema, pero el “profesor” continua con su clase. La costumbre es una descortesía que se paga en cuotas, y Roberto se harta. Comienza a defenderse; no es la primera vez que lo trata así. Y tu amigo, el delas buenas intenciones, se pone tenso. No tarda en mostrar los dientes, convencido de que un francés perdido en Francia vale más que toda la humanidad. El monólogo se rompe y decanta en discusión. Comienza por atacar a los disidentes, que a sus fines son todos los presentes. Las discusiones sin reglas solo sirven para enjuiciar a la gente, y el pobre Roberto de esa multitud culpable de asistir al cine por los colores, al teatro por los culos de las vedettes y a las librerías por los cursos de autoayuda.

Cosas poco importante para gente seria (o poco seria para gente importante). Vos no sabes nada- repite enojado a Roberto.

Para tu suerte, los sermones son el peor de los géneros de entretenimiento; es decir, el más aburrido. Hasta sus defensores las prefieren como esas canciones que van apagándose poco a poco hasta desaparecer en la siguiente.

Ahí queda todo, y te reconforta saberte a salvo  de tales comportamientos. Pero a los días descubrís que esto no se aplica a las redes sociales, donde el anonimato borra a “Roberto”como requisito mínimo de humanidad entre los  interlocutores. Un dialogo a todas horas y sin otro límite que el propio tiempo entre respuestas. Tarde o temprano, alguien decide escribir algo que no te gusta sobre lo que te gusta. Y es ahí cuando te hartas, no controlas tus impulsos y lo escribís. Aún con la mejor de las intenciones, lo haces sin el menor remordimiento:

Vos no sabes nada…pelotudo

Tranquilo, que todo se perdona y todos somos culpables. Hará unos años estalló una controversia en internet sobre los críticos y sus opiniones, que gracias a la tecnología se podían agrupar y contabilizar en un porcentaje “preciso”. El problema surgió cuando al compararlo con la opinión vertida por los fans, estos diferían bastante. Los defensores de la franquicia  no tardaron en formular acusaciones sobre un complot ideado para tirar abajo las películas (sus películas favoritas) y beneficiar a la competencia. Otros, un poco más prácticos, revolvieron en el cajón de viejas ideas y trajeron de nuevo el cuento de que lo popular es invisible a los críticos. Una cosa que no se sostiene y que beneficia a ambos bandos por igual. Me explico:

Jurassic Park fue una de las películas más taquilleras de la historia, basado en un libro del best-sellersde Michael Crichton. Ah, y dirigida por Steven Spielberg, el creador de los Blockbuster (taquillazos) modernos. Ni olvidar de las toneladas de merchandasing que se vendieron (posible responsable de que todos hayamos tenido dinosaurios como juguetitos en la infancia). Y aún con todo ese sándwich de billetes, fue adorada por la crítica especializada, la que considero a la obra como una exploración de nuestra relación con la naturaleza, de la arrogancia del progreso científico y la tragedia que nace de esta cuando nos ponemos a jugar ser dioses.

Con un parque lleno de dinosaurios el Spielberg nos dio una charla entera de Greenpeace, y encima de todo, nos encantó. Porque como especie, necesitamos trabajar con grandes cantidades de personas y en forma flexible. Todo esto es posible  gracias a una pequeña cosita llamada ficción, la responsable de las historias que nos mantienen juntos; de explicar el mundo y cómo funciona, de advertirnos de sus peligros y tesoros, o hasta de convencernos de la necesidad de pagar nuestros impuestos.

Si es entretenido, más lejos llega el mensaje. Las aventuras, los detectives y hasta el sexo son la excusa para hablar sobre lo que nos gusta: nosotros, ya la vez todos los problemas que eso conlleva.

Algo parecido hace la gente que no tiene “mal gusto”: cuando hablan de esa alta cultura, de esos metro noventa de puro espectáculo sublime, creen hacerlo en nombre de todos, aunque se contentan con que los otros los perciban así. Lo mismo con sus opuestos, orgullosos de ser la sal de este mundo; bah, de su mundo hipocondríaco, altamente sensible a las cursilerías y siempre al borde de despertar una diabetes tipo dos.

Todos tenemos un poquito de ese pecado original: lindo pecado, exquisito pecado, que aprieta los dientes, hierve la sangre, y muy parecido al de sabor manzana que venden los domingos. Me declaro culpable de varios clichés, entre los que figuran los peores y más comunes: odio a Adam Sandler, el reggaetón me deprime, y como Comizzo, veo a los de Boca a la carita y me dan pena (“pobrecitos”, me digo para adentro).

Entre nosotros pululan los Robertos, esa tentación de volar por encima de un charco.No se confundan: amo a los Roberts de este mundo, con los que muchas veces compartí su buen mal gusto. Más de una vez jugué a ser el Roberto de otras personas, y es más divertido de imaginan. Algún paper de una prestigiosa universidad declaró que el consumo irónico de material de mala calidad es señal de inteligencia. No se pierde nada intentándolo.

También es gracias a ellos (y a la economía de escala) que las productoras se animan a financiar un selecto número de obras al que “aclamado por la crítica” resulta un cumplido y no un obituario.

Tampoco es que la gente sin “mal gusto” sea tan mala; suelen ser gente muy tranquila en su hábitat natural, y si se le sabe tratar, hasta pueden compartir con ellos una charla competente sobre arte.

Si hay algo que recordar es que siempre que hablamos del arte, también lo hacemos sobre nosotros; sobre el tipo de grupo que integramos o aspiramos a conformar; nuestra clase social y educación,  sobre el tipo de personas que somos o queremos hacer creer; y por sobre todo, como concebimos a nuestro prójimo, ese extraño con el que coincidimos en las salas de cine o librerías.

La vida es corta y el arte largo; en el mundo de Netflix y las economías de la atención, lo mejor que podemos regalar a lo que nos disgusta es la indiferencia. Por eso y por muchas otras que cada uno sabrá, hay que dejar ser feliz a los Robertos.

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