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El mejor insulto que escuché en mi vida

No debe haber nada mejor para un grupo de amigos de barrio que alguna familia de la cuadra traiga un niño al mundo. Más si este niño tiene solo hermanas mujeres y más grandes que él. Esto lleva a que esa brigada de atorrantes adopte a ese niño y lo haga uno más.

Eso es lo que le pasó a los vecinos de mi novia cuando nació el Juancito.

El pendejo estaba todo el día en la calle con los vecinos y malandras de la cuadra (todos amigos míos también). Y como todo grupo de vagos (y más estos que son bastante jodiditos) no se hablaba más que de minas, fútbol y autos desde el amanecer hasta la hora en que las mamás les gritaban que se fueran a dormir.

El guachín estaba todo el día con sus “hermanos mayores” y obviamente aprendió muchísimas cosas de ellos. Casi todas malas… Para tristeza de los papás pero para alegría de la vagancia.

Sorprendentemente hablaba muy bien de chico, se expresaba con certeza y seguridad y ni hablar del manejo de la fóbal y de la bici que había adquirido.

Era “el desafío” ver quien le enseñaba primero la cosa más difícil de hacer o decir, así que ahí pasaban los días y las semanas vertiginosamente. Te ibas un día viéndolo gatear y al otro día el Flaco le habían enseñado a hacer payanitas.

Estabas un finde sin prestarle atención y al lunes siguiente el gordo Mauri le había enseñado a pedalear sin rueditas.

Le traías un pianito de regalo para hacer ruido y el Pantera lo estaba haciendo rockear con una guitarra de verdad.

No lo escuchabas durante unas horas y aparecía con chistes verdes y palabras nuevas (malas, obvio) que le había enseñado el Richard. Miles de malas palabras que carecían de sentido para él, pero percibía que eran malas u ofensivas porque cada vez que las decía fuera del ámbito grupal, cobraba un mamporro fenomenal.

Era una cosa de locos, y obviamente una cabeza tan chiquitita no terminaba de procesar tan rápido y ahondar en los conceptos de cada barbaridad que le enseñaban los grandulones.

Yo noviaba con la hermana y siempre me gustaron los niños. Lo gracioso del asunto es que el Juancito no solamente había aprendido “cosas de grandes” sino que había heredado “cosas de grandes” también, como los celos y las rabietas del papá. Debo aclarar este punto antes de continuar.

El papá de mi novia es un tipo bastante particular, el cual con su casi metro noventa y sus más de 100 kilos (que ahora lo tienen a dieta, repreocupado el pobre) tiene más peleas que Bin Laden contra Estados Unidos. A eso le debemos sumar los obvios celos que por su nena (su primera nena) tiene al ver que semerendo malandra como Bomur se la trata de quitar. Y si a este cóctel, le sumamos que es bastante calentón, da como resultado yernos cagones y actitudes pasivas y sometidas por todos lo que osen acercarse la las suyas.

En fin, estos celos y estas rabietas las heredó el Juancito de chiquito. Debo reconocer que siempre me gustó hacerlo rabiar, sobre todo cuando era un cosito de sesenta centímetros que no mataba ni una cucaracha.

Entonces ahí estaba el grandulón pelotudo, robándole un beso a la hermana del Juan para hacerlo poner como pito. Ahí estaba el peludón tarado abrazándola en frente del culillo que cagaba a patadas a las sillas de la bronca que le daba. Ahí estaba el palomón de Bomur diciéndole barbaridades (sin que el papá escuchara obvio) de la hermana al tiempo que una venita, bastante grande e hinchada para la edad del guachito, le explotaba en la garganta.

Si a esto le sumamos que causaba las risas de todos (en especial la de mi novia) verlo tan chiquito, celoso y envenado al Juan, daba como resultado que el infame enano denso y saca ficha de Bomur se deleitase casi a diario con la jodita.

Un día lo había molestado todo el tiempo. Mi cuñado estaba atento a las gastadas que le mandaba porque los extremos de violencia a los que llegaba el Juancito eran tragicómicos. Ahora que lo pienso bien creo que le molestaba más que lo jodiéramos y nos riéramos de él a los celos que tenía por la rica de la hermana en sí. Ahí estaba el guachito en calzoncillitos agarrado del marco de la puerta de la pieza, como sin ganas de irse, chinchudo e idiota porque yo lo gastaba y el otro (peludón boludo, también) se reía, pero a la vez masoquista y peleador, como que no se quería perder las gastadas que cruelmente le propiciabamos.

Ya era hora de irme y cuando me estaba por despedir de mi novia la abracé fuerte, la levanté del piso y mientras lo miraba de reojo (y ella se cagaba de risa porque sabía mis intenciones) la trataba de besar y le decía “chauuuuu mi amor, chauuuu mamita, mi cositaaaaaaa, mi amuuuuor, chauuu, amoooooor”. Mi cuñado tentado en el piso, esbozando la risa más burlesca y mala leche que se puede imaginar.

El tema es que el Juan se le saltó la ficha mal, se volvió loco, entró a su pieza y salió con una espada de los Power Rangers a partírmela por la cabeza. Obviamente yo salí corriendo. Él atrás mío era imposible que me alcanzara cuando le sacaba más de la mitad del cuerpito. Entonces ahí estaba el pija, con la llave del auto en la mano y amagándole y gambeteando a un nene de tres años. “Osooooo, oooosoooo”, le decía al tiempo que gritaba con un orco de la vena que le daba.

Le saqué unos metros para poder subirme rápido al auto y que no me reventase la espada en la chapa, arranque y bajé el vidrio mientras me iba tocando bocina y riéndome.

El Juancito reventó la espadita de ira contra el pavimento, haciendo volar los pedazos de plástico por todos lados al tiempo que me gritaba “¡hijo de puta volve!”, “¡volvé travesti que te voy a cagar a piñas!” “¡culiadooooo maldito!”

Y ahí fue cuando sin saber lo que significaba se le escapó, entre gritos, llantos, suspiros y una tremenda vena, el mejor insulto que escuché en mi vida…

“volvé hijo de puta” “¡¡¡te voy a chupar la pija!!!”

En mi vida me reí tanto, casi me estampo contra un Fiat que estaba parado en la otra cuadra.

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