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El Rey León es un plagio

“No olvidar, lo que ves ya se ha visto ya…”
Profecías, de Vox Dei, 1971

Década del ochenta, o para ser más precisos, 1989: Disney estrena La Sirenita, su primer gran éxito en años, dando por finalizado lo que muchos expertos llamaron su era “oscura”. El periodo de transición después de la muerte de Walt Disney no fue muy bondadoso con la compañía, la cual parecía no saber bien que hacer de sí misma. Hubo dinero, cierto, pero nada cercano al éxito que supo experimentar en su época dorada.

Por sobre todo, Disney perdió su prestigio ante la crítica; nadie niega que la compañía del ratón lucra vendiendo calzoncillos de Goofy en un castillo de durlock, pero todo eso era una excusa para conseguir dinero y así financiar películas. De todas las cosas que le podemos decir al tío Walter, el sí que quería hacer arte.

Con la historia de amor de Ariel, la compañía volvía a ser un sello de calidad en el mundo del entretenimiento infantil y familiar. Un mercado altamente competitivo durante el boom de las Reaganomics y los VHS. La junta directiva no tardó en aprovecharlo en su favor, preparando varios proyectos en forma simultánea, dividiendo a sus animadores en varios equipos. La confianza y el dinero sobraban, como también los éxitos. Siguieron la Bella y la Bestia, y después Aladín, cada uno un fenómeno cultural en el año de su estreno. Pero para Disney esto no bastaba: querían hacer una película “seria”, una que los llenara de prestigio entre la crítica y hasta si se podía, ganar algún que otro óscar. Esa película sería (para ellos en esos años), Pocahontas. Para  mantener tranquilo a los accionistas, se designó al equipo B en una película de animales parlanchines, una apuesta segura que nunca fallaba.

Así nacía el Rey León, la película de animación tradicional (es decir, dibujitos y no 3D) más taquillera de la historia, y la número cuarenta y cuatro de toda la historia. Eso sin contar todo el océano de merchandasing y la adaptación a Broadway, una de las pocas en permanecer en taquilla y viajar por todo el mundo. Tanto fue y es el éxito, que Disney no dudó en volver a adaptar la misma película pero en formato más “realista”; la misma historia, las mismas escenas, cuadro por cuadro, canción por canción, y la gente la amó (y lloró con Mufasa). Algo difícil de conseguir si recordamos todo el odio generado por la adaptación de Aladín y el anuncio de la nueva Sirenita.

Al día de  hoy es considera por la propia compañía, críticos y otros artistas como el pináculo de su época de renacimiento en los noventa. Hermosa animación y una banda sonora de lujo, con el entonces todavía creativo Hans Zimmer en las cuerdas, y reservando para los números musicales a Elton John yTim Rice, que todavía recolectaba cheques por sus musicales Jesucristo Superstar y Evita.

Una historia eterna sobre la vida y la muerte, el amor, traición y redención. Y por sobre todo, la primera en no basarse en otro material como libros o cuentos populares. Algo que el departamento de marketing supo explotar con bombos y platillos.

La idea es sencilla; nuestro protagonista, Simba, legítimo heredero del reino cuya jurisdicción se expande hacia todo lo que toca la luz, sobrevive a un golpe de estado organizado por su tío, Scar, el cual asesina a su hermano y padre de Simba para así ocupar el trono. Al alcanzar la madurez, Simba es perseguido por el recuerdo de su padre, quien insiste a su hijo que recuerde su verdadero destino, el de ser Rey. Convencido por estas visiones, emprende un viaje para vengar a su padre.

Resumida así, el guion se asemeja bastante al de Hamlet. Una traición entre hermanos por el poder, fantasmas parlanchines y hasta en una escena hay una charla con la calavera. Hay similitudes, pero Simba en ningún momento finge estar loco, y por sobre todas las cosas, triunfa y tiene su final feliz; todo lo contrario de la obra de Shakespeare, cuyo desenlace tiene más muertos que la guerra civil de Liberia.

Su historia es sobre la responsabilidad, del deber de los héroes de convertirse en líderes de su gente, sobreponiéndose por el camino a las dificultades y tentaciones. Algo que se explora más en profundidad en otra obra de Shakespeare, Enrique IV, pero que también encontramos en muchos textos bíblicos como Moisés, José, en las leyendas del Rey Arturo o clásicos modernos como Ben-Hur. Hasta tiene algo de tragedia griega, si consideramos que los leones luchan por el poder para aparearse con las hembras, lo que en una manda muy reducida de traduce en mucho incesto de por medio.

Pero, esos no son los plagiosporlos que los atraje a la nota. Todas las historias son las mismas y a su vez, únicas; esta paradoja es la premisa básica de las teorías literarias, donde el arte no es la simple organización de elementos artísticos, sino un constante dialogo consigo misma sobre su condición de obra, reconociéndose deudora de una larga tradición a la que sin embargo, el autor decide explorar más a fondo o realizar críticas. En criollo, inspiración y homenaje. Plagiar es mentir sobre lo ajeno, que en el mundo de las ideas, es robarlas encapuchado y a los tiros. Un robo grave y descarado, tanto en estilo como en temas.

Hablemos de Janguru Taitei.

Mejor conocido en Occidente como Kimba, el león blanco, fue un manga (comic japonés) dibujado y escrito por Osamu Tezuka, famoso también por ser el creador de Astro-Boy. La historia trata sobre un león llamado Kimba (aunque en Japón se lo llamó Leo) que pierde a sus padres a manos de unos cazadores, viendo obligado a escapar de la civilización y volver a su reino para reclamarlo como el legítimo heredero.

El primer volumen del manga fue publicado en 1950, y su éxito fue tal que no tardó en ser adaptado a la televisión varias veces en la década del 60 y setenta, siendo considerado el primer anime a color en estrenar en la pantalla chica. Todo un fenómeno en Japón, al cual acompañan el típico séquito de películas y merchandasing. Incluso Kimba fue nombrado la mascota oficial de un equipo de Béisbol, nada menor si consideramos que es el deporte más popular entre los nipones.

Fuera de las fronteras del arroz crudo, Kimba es desconocido por el público mayoritario, aunque fue transmitido una que otra vez en EEUU y Europa. No soy el primero en señalar las coincidencias entre ambas obras; al estrenarse la peli, hubo todo un revuelo nacional en Japón, que incluyo la colecta de firmas de cientos de artistas japoneses pidiéndole a los del ratón que (por lo menos) reconocieran la influencia de Tezuka. Hablamos del padre de la animación japonesa, del primero en definir su estilo artístico y narrativo, haciéndolo tanto novedoso como financieramente accesible para trasladar a la televisión. El primero también en explorar temáticas adultas en sus últimas obras, algo impensado en un medio barato como lo eran las tiras cómicas. No por algo, lo llaman  el “Walt Disney” de su país, por el cual Tezuka siempre confesó admiración y hasta se inspiró en Bambi para comenzar su carrera como animador.

Mientras, del otro lado del charco, los ejecutivos se lavaron las manos y negaron cualquier tipo de influencia o referencia; para ellos, se trataba de una propiedad oscura de la cual no tenían ningún tipo de idea. En todo caso, una desafortunada coincidencia que el director de la cinta, Rob Minkoff, resumió al explicar que cuando ambientas tu historia en África, no es inusual ver personajes basados en la fauna autóctona como lo son las hienas o leones. Existe su cuota de diferencias: los humanos nunca aparecen en el Rey león, pero para Kimba son sus antagonistas recurrentes.

Pero las coincidencias son demasiadas: hay padres muertos, un babuino asumiendo el rol de mentor, un león marrón con una cicatriz en el ojo como villano al mando de sus secuaces hienas. Hasta se encontró el metraje de prueba donde se ve claramente a Simba originalmente pintado de blanco. Después tenemos las declaraciones de Matthew Broderick, quien dio voz a Simba, confesó pensar al inicio de las grabaciones que se trataba de una versión americana de Kimba, al recordar ver la serie durante la infancia. Incluso a Roy Disney, hermano de Walt y un alto ejecutivo dentro de la empresa, se le escapó el nombre de Simba como Kimba en plena conferencia durante la producción de la película. Y si eso no los convence, tenemos a Roger Allers, el co-director de la cinta, quien trabajo en Japón durante los ochenta en la película de Little Nemo.

Hasta recuerdo que en el Magic Kids, programa de cable de los 90s, había un programa donde tenían toda una sección a leer historias o cómics escritos y enviados por los televidentes. Entre ellos, el más famoso era un fanfiction de Kimba, al cual los fans y hasta la propia conductora tenían de favorito. Y ese programa habrá salido unos cinco o seis años después del rey león.

La familia Tezuka desistió de entablar acciones legales, aduciendo que si Osamu siguiera vivo (murió en 1989, el mismo año en que empezó la producción de la cinta) se sentiría honrado de que Disney se inspirara en su trabajo. Un sueño que el animador japoneses siempre tuvo, cuando en 1950 se cayeron las negociaciones para que él se encargara de adaptar Bambi a formato historieta.  Seguro también consideraron al equipo de abogados de Disney, unos tiburones legales que atacan ante el primer rastro de posible infracción de copyright. También son infames por tratar de registrar todo a nombre de la compañía, llegando a reclamar los derechos exclusivos sobre todo lo relacionado con el Día de los muertos después del estreno de Coco. Al día de hoy, Disney es el conglomerado de medios más grande del mundo, y tiene bajo su poder las franquicias más taquilleras de la historia: StarWars, Marvel, Pixar y ahora también, a la 20th Century Fox. Muy lejos de Walter y más cerca de Wall Street.

Y por si queda algún escéptico, acá dejo una recopilación de imágenes difíciles de negar:

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