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En la esquina de mi barrio

El Barrio Sanidad siempre respetó la siguiente estratificación social: Los de abajo jugaban bien la pelota y peleaban mejor. Nacieron con el polideportivo y la escuela “Dr. Diego Paroissien” enfrente. Son huarpes de paladar fino y padrinos de los del medio, que siempre fueron multitud. Muchos de ellos perdieron su lugar cuando el cyber del Ángel cerró. Otros permanecen fieles, más allá de profesiones, edades, o desequilibrios mentales, en el Kiosco del Marce.

Arriba, entre el tanque de agua y la medianera concheta del Maristas, estábamos nosotros. Un coctel con lecturas varias. Poetas para los locos, relacionistas públicos para las chicas y drogadictos para el resto de los vecinos. Llegamos tarde a la repartición asfáltica, sin cancha, kiosco, plaza, ni cyber. Pero con una esquina, que por lejos fue la más incómoda y la más hermosa. Su pendiente era de 90 grados, compartía dos paradas de micro en seis metros y la calle era de tierra.

El salón de eventos siempre fue consecuente con su menú y su número artístico. Criollas que no afinaban, porro con gusto a pollo y pan con mayonesa. Pero no nos importaba, nuestro confort estaba en otro lado. En discutir sin ningún fundamento y con mucha seguridad letras de La Renga y Los Redondos. En diluir Talca naranja con Termidor en botellas de plástico cortadas. En sentir la placentera libertad de la adolescencia en su estado marginal.

Ese cordón de asfalto que me vio crecer liga como pocas cosas en el mundo lo abstracto y lo concreto. Los primeros amores y las vomitadas. Las canciones y las criollas manipuladas como armas blancas. El llanto desconsolado y la cara mononeuronal del colorado.

Esa era nuestra institución, sin sombra y con birra caliente. Sin AFIP, ni impuestos a las ganancias. Sin ácido úrico, ni burocracia. Repleta de tucas y ansiedades de últimos bondis. De apetitivos Marcela y móviles policiales. De sueños y promesas.

Me cuesta decirlo, pero ya pasó una década desde nuestra gestión puberal. Sin embargo el lugar continúa con su fachada, si bien borraron el grafiti de la viola y pintaron un esténcil de Pizza Nostra, sigue ahí. En la esquina de enfrente parece ser que algunos nativos tecnológicos, apagaron sus aplicaciones y entendieron la ranchable moraleja. Tienen la edad que nosotros teníamos y su pared cubierta de dibujos. Eso me conmueve. Tal vez por narcisista, por nostálgico, o incluso por cerrado. Pero ver pibitos tocando y gritando sin que nada les importe, me hace sentir adolescentemente bien.

A veces, generalmente entre las 6 y las 9 de la mañana, sin saber cómo, ni porqué volvemos con el gordo a caer en nuestra unión vecinal. Buscamos la guitarra que aún se conserva en la casa de mis viejos y esperamos ansiosos que algún vecino nos venga a correr. Para pedirle perdón, e ir por el cajón peruano.

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