/Eterno Atardecer: «La cárcel de mis mentiras»

Eterno Atardecer: «La cárcel de mis mentiras»

La gente se distendía sobre lo que quedaba del fogón que habían armado sus castañuelas. Estefanía repartía fotos y firmas certificadas con esa sonrisa gastada de tantos flashes. Lejos del escenario, terrenal, se la veía cómoda cumpliendo la parte del artista que no muchos saben llevar, cuando las luces se encienden y las arrugas aparecen.

Sobre una servilleta de papel, escribí la frase que más le gustaba de E.A. a la Flaca: ¨Cuando uno encuentra con quien pasar el resto de su vida, no ve la hora de que llegue el resto de su vida.¨ Mientras la filita avanzaba civilizada, yo iba acomodando el hombro para llegar hasta ella, para decirle no se qué, para escucharla hablar, para sentirle la risa, o su tos al menos…, lo que fuera. En cuanto tuve la chance, le pasé el papel.

Algo importante estaba pasando.

Cuántas veces desconoce la gente la medida de su presencia en nuestras vidas; como Estefanía, que sin dudas ignoraba lo que sus letras podían generar y marcar para los que habíamos encontrado en ellas, un remanso para la soledad y un agasajo para la búsqueda de salir adelante.

Ella tomó el papel, lo leyó, y me miró para observarme. Volvió a leer la frase como si le estuviera sonando cada palabra, y sonrió en media boca. 

–¿Y esto? –Me dijo sacudiendo del papel la frase.

–Me gustaría que la dediques abajo, y pongas: ¨Para la Flaca, con cariño¨ ¿Podría ser?

Estefanía hizo un gesto amable y, apoyando el papel en una pierna de redes negras, le puso el gancho con la dedicatoria para la Dana; me lo pasó renovando su mueca una vez más y avanzó el siguiente.

Me sentía silenciosamente exaltado, como si hubiese completado alguna especie de tarea después de tantas idas y vueltas con la historia, como si una etapa se cerrara. ¿Nostalgia? Tal vez.

Se asemejaba a lo que nos sucede cuando finalizamos un libro, pero uno de los que leemos con la euforia puesta durante cada página; tal vez era el final, y los finales no son buenos ni malos en la diaria real, son simplemente finales.

¨En la vida no existen los calificativos para los finales, porque los finales en la vida siempre pueden ser un comienzo¨, dice E.A. Y qué verdad era esa, ¡quelotiró! Cuando la mente deja de jorobar al corazón y lo deja ser, lo deja tropezarse, lo deja decidir, o lo que guste de hacer el sentimiento, nos damos cuenta de que cuando algo termina, algo empieza. Y dejan de faltar los días… Simple. Sin rebusques que intenten revocar los agujeros necesarios, que nos recuerdan de dónde venimos.

Me alejé zigzagueando mesitas y sillas, llegué hasta la puerta y reprimí mirar hacia atrás. Era un buen final para la noche. Un mejor comienzo.

Salí con la compañía de dos ebrios de amor por delante, a los que les faltaban manos para sujetar los deseos deshechos del otro. Se subieron a un tres puertas oscuro, y aceleraron levantando polvo del asfalto viejo. El eco del motor retumbaba en los árboles, que se movían bastante por el viento sonámbulo, que deambulaba por el barrio, buscando encontrarse con la madrugada.

Desde el sur, un taxi se transformó en una buena alternativa. Crucé ligero y lo llamé, en el momento que escuché murmullos desde el frente, desde el canto bar. Era Estefanía que salía sacándose invitaciones y propuestas al salir. Un auto oscuro de alquiler la esperaba y en cuanto subió, hice lo propio en el tacho. ¨Vamos detrás de ese auto¨, le dije al tachero cuando el Toyota arrancó.

El auto iba bastante lento, pero igualmente no se veía en su interior polarizado; hasta que se detuvo en una de las calles principales del pueblo, donde se bajó la mujer. La dama caminó unos pocos pasos y el auto avanzo otros tantos. Ella miró apenas y se encendieron las luces rojas otra vez; la puerta del conductor se abrió y se bajó el chofer; la llamó con un beso albañil y la paralizó. Se miraron, relojeando a sus costados, todo muy sospechoso, y se dieron un beso de novela sin el menor de los tapujos. ¨Acá me bajo…¨, le dije al taxista y le pagué.

Estefanía corrió unos trancos largos por la vereda, que se salpicaba de luz con las pocas de las vidrieras y barsitos abiertos. Se la veía con prisa; pero caminaba pausada. Yo me ajusté el abrigo y la seguí, no sé para qué, pero ese beso tenía una historia oculta, algo así como un secreto.

Parada en la esquina, vestida de rojo pulido, se detuvo a encender un cigarrillo en un quiosco, llamando la atención de los que pasaban por su lado. Un auto osado bocineó su presencia, mientras cruzaba la calle, a lo que su dedo mayor respondió categóricamente.

Fui detrás dos cuadras, cada vez más cerca, pensando un encuentro casual, pensando en tantas cosas de su libro, pensando en lo que me había dado y quitado con sus palabras, pensando en la Dana… Por más que me eyectara de todos los recuerdos con ella, el laberinto tenía en la salida de escape su rostro, siempre.

La mujer entró a un hotel, y pensé que ahí terminaba el recorrido. Dudé que hacer, envuelto en el comportamiento terco que a veces me invade, y finalmente entré al lobby del Hotel Primavera.

Intenté ubicarla, mientras la cola de su vestido la delataba subiendo la escalera.

–Buenas noches, caballero. ¿En qué lo puedo ayudar? –Me preguntó el muchacho de la recepción.

–Ehhh… mirá, ehh… vengo de la…, para…, cómo es…, de la…

–¿Convención?

–Ehh…

–¿Viene de la convención?, porque la gente de la convención se está juntando en el restaurante, Señor.

–¡Sí!, claro, de la convención. Mirá, estoy un poco cansado por la convención tan larga, ¿viste? ¿Me recordarías donde está el restaurante, por favor?

Subí las escaleras al primer piso, y caminé por el pasillo vidriado hasta el final, tal cual me dijo el muchacho. El barullo acusaba alguna especie de festejo, por lo que entré disimulando, pero atenti a Ella. Aunque no tuviera idea qué le iba a decir cuando la viera, seguí obstinado buscando.

El rato pasó y el whisky, doble de coraje, fue encontrando su fondo también. De pronto apreció Estefanía entre dos columnas que dividían el salón, cruzándolo de punta a punta. Lo curioso es que a la altura donde nos veíamos directamente, me observó, me reconoció y sin darme un cinco de bolilla siguió su ruta.

Cada uno de sus gestos me causaban desconfianza, todo lo contrario que sus letras.

No supe si tomarme el buque, quedarme donde estaba, o aparecerle; me levanté lleno de dudas y fui hasta la puerta por la que había salido del lugar. Caminé unos metros, y la observé hablando por teléfono, secándose una gota delineada y oscura, que se escurría sola de un párpado. Cuando colgó, otra vez me descubrió, mirándola, intrigado, a la deriva con la situación; hasta que le corrí la mirada sin saber por qué. No estábamos tan lejos, dio media vuelta y se fue para el lado opuesto de la terraza del hotel, donde una mesa la esperaba vacía.

El mar era la excusa ideal para los que estábamos chupando aquel frío en la terraza, el horizonte difuso mezclado con nubes y agua, bajo un cielo que no era despejado; pero iluminado por el permiso que la época del mes le daba a la luna, eran sentidos de sobra para pescarse un resfrío de tertulia.

Nos miramos por enésima vez, ya estaba ahí…; la saludé con la cabeza, y desde lejos le insinué si podía acercarme. Ella simplemente levantó sus hombros, y comencé a caminar. Estaba sola, sostenida en una baranda, esbozando humo y desdichas con una copa cruda y vacía. Mi plagio para sus pasos estaba por terminar, al fin se callarían los ¨peros¨.

–¿Casualidad? –Me dijo abriendo la charla y apagando la ceniza, de un cigarrillo casero para sonreír.

–Puede ser, o no; pero increíble la sorpresa de la noche… –Le dije cayendo en la cuenta de tenerla en frente–. Nunca pensé que me encontraría con la autora de Eterno Atardecer, y acá estoy.

Estefanía se sorprendió, mientras le acercaban una botella de champagne encerrada en frio y metal. El mozo le preguntó si estaba todo en orden, a lo que asintió con una cachetada al aire, sin dirigirle la mirada.

La sentí soberbia, hielo, quizás emparentada con la botella sobre la mesa, conteniendo el más delicioso de los néctares, pero encerrada. En perpetua.

–No recordaba esa frase que me pasaste… –me dijo mientras desataba el hierrito que atrapa al corcho– Me hiciste pensar, y mucho; sobre todo pensar en que hoy no creo que sea así, y que en ese momento era una verdad absoluta para mí. En fin, ese es mi mambo, y no el tuyo seguramente.

Hablamos durante un rato, le comenté de mis pareceres con respecto al libro, del momento en que me había llegado, de la muerte de mi esposa y todo lo que había sucedido en esa época, donde mi mente había envejecido treinta años en un cuerpo de cincuenta. A Estefanía no la sorprendían para nada las historias de abandono y lejanía con el mundo, supuse que las había escuchado a casi todas. Tenerla tan cerca, me develaba la imagen errada con la que alguna vez imaginé a la persona que escribía E.A.; comencé a observar que tenía varios años más de los que aparentaba bajo el maquillaje del humo y el fandanguillo.

Su encanto para bailar le daba aire joven; pero su rostro acusaba muchas noches de trabajo sobre las tablas.

–Tampoco ha sido un día fácil para mí, y el hecho de vivir de noche me entrega, hace tiempo, a la sensación de que se trata de una noche mala de nunca acabar –dijo buscando un espacio para decir–. Recuerdo una frase de Eterno que dice ¨…procurar que las noches nos salven la vida, es el absurdo de los que vagan pidiendo oxígeno en el espacio, porque a las noches no hay que exigirles, sino darle para que se vuelvan interesantes¨; entonces tu noche era mala hasta que te fuiste de la casa, de repente te ves mirando un espectáculo, te gusta, y crees que se puso buena la noche, pero te equivocás. Si la noche se puso interesante, fue porque le diste tu apuesta, por más mínima que sea, pero ahí estabas, haciendo por vos lo que ningún libro ni teoría pueden hacer: vivir.

–No alcanzo a entender a dónde querés llegar con eso –le dije.

–A lo que voy, es que en la vida hay que animarse, como te animaste cuando te acercaste a pedirme el autógrafo para tu chica, como te animaste a seguirme cuando me viste besarme con mi chofer… Sí…, te vi adentro del taxi tratando de cubrirte tras el asiento, y me gustó que te estuvieras animando. Tal vez porque esté necesitando de eso, animarme, dejar de esperar que el destino me haga el guiñe que nunca va a llegar sino doy medio paso adelante con lo que siento, sino dejo de lamentar lo que pasaría si apostara al tipo que más me ha cuidado y respetado en todos mis años de carrera… No precisamente mi marido –remarcó con una sonrisa al final–. Apostar tiene el riesgo de perder, pero para mí, cada vez es más barato perder la posición que me da estar con uno de los chabones mejores posicionados en el mundo del espectáculo. Cada vez es más grande lo que gano con mi apuesta, ¡y a pesar de todo eso!, no lo hago. Me maldigo por no hacerlo… Me maldigo por terminar siendo la cárcel de mis mentiras.

Estuve por preguntarle por qué no lo hacía, estaba claro que aquel beso sobre la vereda tenía sustento de piel, aunque ya suficiente tenía con sus preguntas sin resolver. Así que, raro en mí, callé.

–La gente la pasa mal cuando la pasa bien, también –me dijo y se espumó de extra brut la boca–. Lo que no quiere decir que estén mal. Quizás me estoy dando cuenta que durante mucho tiempo la estuve pasando bien, cuando en realidad estaba mal. Y eso es lo peor que puede vivir una persona, porque le da pie a la mentira. ¨No es malo mentirse a uno mismo, lo malo es creérselo¨, dice el libro que tanto te gusta. ¡¿Te das cuenta que me estuve creyendo mis propias mentiras?!

Al instante se me vino la Flaca, y todas sus dudas sobre nosotros.

¿Cuál era el punto donde yo pasaba de entender y respetar sus decisiones, a ser un cómplice de las mentiras que se estaba creyendo ella misma?

Dice E.A. que ¨…si para muestra basta un botón, a los diez botones es un buen momento para desconfiar.¨  La Flaca me había dado muestras de sobras sobre sus dudas, y del poder que tenía para convencerse, sobre lo que, aún verde, cortaba del árbol donde crecían sus ideas.

La cuenta de esos botones no tenía memoria, y en el fondo, pero cada vez más a flote, me moría de ganas de desconfiar de su idea, de que no debíamos intentar estar juntos.

Fuente de la imagen: www.piccsy.com

También podes leer:
Eterno atardecer: «Cuerpo Gitano»

El año pasado escribíamos:
Desde el hartazgo