/Fue Foul: “Un mundo sin redes”

Fue Foul: “Un mundo sin redes”

Miraba mi departamento y no podía dejar de pensar en que lo iba a perder. Sin trabajo y en una ciudad donde no tenía parientes ni cercanos. No me animaba a llamar a los muchachos del fútbol porque… bueno, simplemente porque me daba vergüenza. Pero no era una vergüenza típica, era una puntada paralizante que cada vez que me lo proponía, caía derrumbado en la cama. Es que no me pasaba como a mis amigos. Mi trabajo era un laburo para hacer unos mangos, para vivir. Era un laburo para vivir nomás. En buena hora aparecía este pensamiento. Mis amigos del club estaban comprometidos con sus laburos, estudiaban sus temas, los discutían, el mío era rutinario, muy aburrido… Estaba empezando a darme cuenta de que algo se me había pasado por alto. Y ese algo, era la vida. 

Agarré el teléfono para llamar a Tapita que tenía gente a su cargo y a lo mejor… pero corté. No. Me senté en la cama y miré la ventana. No. Sabía que iba a caer en lo mismo. Cualquier laburo que agarrase iba a hacer lo único que siempre supe hacer. Acatar y cumplir. Y ya no quería eso. Justamente por esa mecánica de laburo es que ahora que estaba sin trabajo sentía terror. Los muchachos se sienten seguros porque saben que saben. Saben hasta dónde pueden y en qué. En cambio yo no, yo podía hacer cualquier laburo que pudiera hacer cualquier persona. Jamás me preocupé en destacarme en algo, en ser mejor. Volví a mirar mi departamento, solo me quedaba para cuatro meses de alquiler, si fuera posible no comer ni gastar en nada esos cuatro meses. O sea, dos meses. ¿Nunca aspiré a cambiar el Renault 18? ¿Nunca se me ocurrió que yo podía vivir mejor? Tal vez lo que nunca contemplé fue el esfuerzo que implicaba, el riesgo. ¡Claro, eso! Nunca quise contemplar el riesgo. Y, para ser franco, ahora tampoco quería contemplarlo. Pero no tenía muchas opciones. 

Después de dos días de estar encerrado en el departamento tomé una decisión. La más rara de todas, la que más miedo me daba, la que sentía que era un error: asumir el riesgo de vivir de mí. Si no soy un inútil, algo voy a poder hacer. Y no va a ser de corbata en un lugar donde me sienta seguro, porque ahí es donde estaba mi problema. En donde me sienta seguro, me acostumbro y me entierro. Tenía que empezar vendiendo panchos en la calle, o cualquier cosa. Tampoco podía tener gastos. Tenía muy pocos ahorros, así que decidí que el cambio debía ser radical. De ser un tipo convencional, pasaría a ser un buscavidas. Pensar que tantas veces me había burlado de los buscavidas… 

Y entonces logré conectar lo que estaba pensando con el deseo ardiente que persistía en mi subconsciente. 

No quise hacer las cosas bien ni con precaución. Mientras más cagón se es en la vida, más alto debe ser el salto. Sino se tarda una vida para todo. Así que llamé al dueño del departamento y cancelé el contrato, perdiendo los dos meses de depósito, lo que tomé como mi primer inversión en esta nueva vida. Vendí a mis vecinos la tele, la cama y la heladera que era mía. Lo demás era invendible. E innecesario, así que tiré las porquerías, doné a Cáritas parte de mi ropa (los dos trajes especialmente) y absolutamente todos mis libros, que no eran la Biblioteca de Alejandría, pero ocupaban varios estantes. Agarré un bolso con tres mudas de ropa y salí a buscar a Carmela. 

De alguna manera ella me inyectó la crisis en la que me acababa de meter. Ella entera personificaba la libertad. Todavía recordaba con la falta de dramatismo que me dijo que la habían echado del restaurante. Su carcajada abierta en un mundo sin redes me hacía fascinar imaginándola a esta flacucha despeinada y sonriente caminando por un cable entre dos precipicios. No tomé ni un taxi ni un colectivo. Caminé con el bolso en el hombro cuadras y cuadras. Cada tanto paraba a mirar lugares a los que jamás había prestado demasiada atención. Pasé por una plaza muy linda y supe que allí volvería de no encontrar dónde dormir. El mundo se desaceleró de una manera violenta y la gente en la calle ya no estaba tan nerviosa. El sol no me mataba de calor, sino que me sorprendía con brisas muy agradables de cuadra en cuadra. Al fin llegué a los barrios adoquinados. “Falta poco”, pensé, y noté que ese ya era un cambio importante en mí. Más de tres cuadras era lejísimos antes de… antes de hacía un rato. 

El lugar era un edificio-galpón. La fachada que ocupaba media cuadra tenía unas ventanas viejas, con sus fajas bordeando el vano, con ornamentos de claves floreadas en sus dinteles, con balconcitos franceses de rejas oxidadas, persianas marrones de tanta lluvia, pero por encima una bóveda de chapa acanalada la transformaba en un taller enorme y ostentoso. Si no fuera porque su estado era deplorable, sumándole los yuyos crecidos en sus cargas y cornisas, habría sido un lugar muy exclusivo. Era evidente que era una casa tomada. Toqué la puerta. La volví a tocar. La tercera vez la empujé un poco y cedieron las dos hojas altas y angostas de madera gruesa y opaca, y me allanaron la entrada a un pasillo largo con un clásico piso de cerámicos viejos en blanco y negro. Más que un damero parecía un autentico tablero de ajedrez que ladeaba una pared con el ladrillo desnudo. Tardó lo que una corriente de aire en reaccionar, en llegar el golpe de la fragancia que tienen las plantas en los lugares donde reina el cemento baldeado. Un vaho fresco y denso me abrazó y me preparó para entrar a ese universo atemporal, donde las normas dominantes eran las humanas, y los códigos los de la supervivencia. Caminé. 

Pasé una puerta, otra… no me decidía a empujar ninguna hasta que la última entrada estaba abierta. Seis tablas gruesas y eternas, mal unidas por otras, dormían trabadas contra una pared. Llegué y crucé el umbral. Un pasillo más amplio me llevó unos seis metros más y, frente a mis ojos se abrió un galpón enorme y alto, con el centro despejado y en sus costados todo tipo de cosas: sillas, gradas viejas, cajones de madera, roperos deshechos, espejos partidos, cabeceras de cama de hierro, al fondo el techo bajaba un poco y habría diez o quince arañas diferentes colgando de la misma viga, decenas de marcos de cuadro vacíos colgados de otra pared, de lo alto de un cabio de hierro de la bóveda del techo bajaban cadenas con aros para gimnastas, cadenas con hamacas, cadenas solas y sin sentido, había cuerdas larguísimas que bajaban desde lo alto, pasaban cerca del suelo y volvían a subir hasta el otro extremo del galpón, en otro costado había tres plataformas con resortes industriales haciendo de patas de lo que podrían ser mesas ratonas, sillones rotos, enormes cortinados colgando de otra viga… Era más parecido a un circo que a un galpón abandonado. Y nadie… Miré para un lado, para el otro, pero no había nadie. Volví a mirar ese espacio monumental y sentí que el estómago se me retorcía. Empecé a sentir un miedo gigantesco. ¡Qué había hecho…! 

Nunca sentí ningún ruido, y mientras la angustia empezaba a crecer en mi pecho dos manos me empezaron a recorrer la cintura con mucha suavidad, como si supieran lo que estaba sintiendo.

-Viniste…

Giré de golpe, nervioso, pero Carmela tenía su clásica sonrisa enérgica más calma. Sus pómulos estaban un poco más abajo. Su actitud suave me dio más confianza.

-Sí, Carmela. Vine.

-¿Y el bolso?

-No tengo dónde ir, no sé…

Carmela me soltó y por primera vez la vi sin sonreír. Su cara sin sonreír era como un día nublado en la playa. Era algo que no tenía que ser. Sus ojos seguían chiquitos aunque no había sonrisa. Sus labios se hincharon, eran más gruesos, sus pecas se esparcieron como arvejas en el suelo, dio un paso para atrás.

-Pero… ¿qué me querés decir…? ¿Te estás viniendo a vivir?

Y su pregunta… me dejó sin aire. Me di cuenta de que seguía siendo un inútil. Si no me podía quedar ahí no sabría qué hacer, la plaza… ¡Mentira! No me animaba a dormir en la plaza. Otra vez el miedo, el terror. Qué feo es animarse a sentir cuando lo que hay que sentir es mierda.

-Bueno, puedo pagar al menos unos días, lo que pasa es que…

Carmela volvió a estallar su cara en esa sonrisa furiosa, hasta me pareció que su pelo se levantó más, levantó sus brazos, parecía que estaba por tirarme con un hechizo y eliminarme para siempre.

-¡¡¡Síii!!! –gritó y, de un salto gatuno, se me colgó del cuello.

Carmela no pesaba nada. Era etérea. Sus movimientos ligeros jamás golpeaban, siempre tocaban. Sus piernas me abrazaron la cintura y enterró su cabeza entre mi pelo y mi hombro. Yo caminaba un poco con el bolso en un hombro y ella colgada. No me pesaba nada. Me soltó y cayó de la misma manera natural y elemental con que cae un chorro de agua. Agarró mi bolso, que no le pesó nada en sus bracitos, y lo tiró a un lado.

-¡Ayyy… no sabés la emoción que tengo, Marcos…! -me dijo entre dientes mientras avanzaba hacia mí lentamente, como una pantera sigilosa.

-Pero, ¿qué hacés, Carmela? –dije con la inseguridad de ser el que tiene miedo y ella la depositaria de lo que lo quita.

– ¿Cómo que qué hago, Marquitos?

Y sin miedo, sin dudar, sin pensarlo, se me acercó y me empezó a desabrochar los botones de la camisa. Yo no me animaba a reaccionar, ella era hoy por hoy mi lugar en el mundo, lo único que tenía, y al mismo tiempo era totalmente desconocida para mí.

-Vamos a co-ger –me dijo y sonrió.

No me miraba a la cara, miraba los botones de mi camisa, miraba mi pecho desnudo, miraba mi pantalón desabrochado, miraba mi calzoncillo bajando, y se quedó ahí, quieta, mirándome agachada a la altura de mi cintura desnuda mientras yo sentía que una brisa piadosa disipaba el calor furioso que reinaba en mis huevos. Al fin levantó la cabeza.

-Marcos… -dijo sin ninguna emoción.

-¿Qué?

-Me parece que nos vamos a llevar bien.

(Continuará…)

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