/Hay «delitos» y «delitos»

Hay «delitos» y «delitos»

El cometer un delito está mal SIEMPRE; y de ahí que las leyes son para todos por igual. Puede tener ciertos atenuantes o agravantes pero nunca implican si la persona tenía hambre o deudas o acababa de comer.

Pero la sociedad también emite sus juicios. Y no muestra la misma piedad con un ladrón de gallinas que con uno de guante blanco. Aunque el último en cada “picardía” se lleve mucho más que el primero, el peso de la condena social es mucho mayor con éste.

Pongamos de ejemplo a Ernesto: nació en la villa, para ir al colegio tenía que recibir un guardapolvo donado, una mochila de segunda mano, las zapatillas que le legaban los hermanos mayores, se cagaba a piñas con el que le quería chorear la lapicera porque era la única que tenía, faltaba la mitad de los días porque no tenía para fotocopias, o para el bondi. Vio a su padre hundir su frustración de ex obrero metalúrgico en alcohol, porque ni indemnización recibió. Vio a su madre partirse el lomo en la casa de un burgués que le retaceaba el sueldo diciéndole siempre que esa semana no tenía, que quizá la próxima, que no le debía 3 semanas sino 2, que no le podía aumentar porque la cosa “estaba jodida” mientras ellos se iban a Miami o Europa 2 veces al año, que no la dejaban llevarse la comida que sobraba y se la hacían tirar a la basura (para que ella no agarrara la maña de cocinar de más). Vio mucha gente que se reía de sus zapatillas rotas, de su guardapolvo 2 talles más grandes. Vio a algunas maestras retarlo porque se dormía en clase, sin entender que no había pegado el ojo en toda la noche por el frío. Y vio a Roberto, su tío, que empezó como él, muerto de hambre, sin plata, con 4 hermanitos a cargo. Y vio cómo con su trabajo comenzó a alimentarlos, pudo mandarlos al colegio, se compró un autito a los 18, comenzó a vestir bien, a salir de joda, luego a viajar, casarse, comprar su casa. Y veía con alegría cuando su tío venía y le traía un regalito o ayudaba a su madre a salir de deudas. Lógicamente cuando su tío le pidió que llevara un paquete al barrio vecino, dijo que sí. Con el dinero que obtuvo, pudo comprar pizza y Coca Cola, y merienda en el colegio por una semana. Se sintió un rey, orgulloso. Luego su tío le enseñó a abrir autos, en una tarde hacía más dinero que su madre en un mes. Cuando quiso acordar, pertenecía a una mafia que no sólo robaba autos (“todos tienen seguro, Ernesto, a la gente le dan un auto igual pero más nuevo” lo tranquilizaba su tío) sino que también a veces debía ir a apretar a algún mal pagador o tirotearse con la competencia. Su tío le advirtió: “guardá siempre una platita, Ernesto, unas 200 lucas, por si caés en cana”. Pero la suerte quiso que antes de juntarla cayera herido en un enfrentamiento, y con 20 años fue encarcelado y condenado a 6 años. Cuando salió, dispuesto a nunca más entrar en una cárcel, buscó trabajo sin éxito, demasiada gente buscaba trabajo igual que él, pero con secundario completo y sin prontuario. Comenzó a compartir con su padre el vino, la tristeza y la frustración. La gente lo mira como basura, lo trata como basura, inclusive los jueces que reciben las 200 lucas de su tío cada vez que lo meten en cana, inclusive el jefe de su madre que la echó cuando ella empezó a quejarse de dolores de espalda sin hacerle ni un aporte, inclusive los que compraron los autos choreados por él. Su tío lo vuelve a llamar, para ofrecerle una mano.

Por otro lado tenemos a Tincho: se crió en el Dalvian, los padres trabajaban todo el día, cada uno en una casa de comidas diferente. No hubo boludez que no se le ocurriera que sus padres no le compraran, a ver si se dejaba de joder, y era la diversión familiar contar las peripecias que habían hecho para comprarle en el exterior o donde fuera las excentricidades al niño de ideas locas, él siempre intentaba superarse para obtener alguna reacción de sus padres y fue subiendo desde el último Nintendo hasta un traje de paracaidismo de cierta marca, que de todos modos nunca utilizó. A los 15 abandonó el colegio aunque le pagaban uno muy caro y permisivo. De sus hermanos mayores aprendió a beber de joven, por su altura entraba en boliches fácilmente, al estar al pedo todo el día y con guita en la mano que le daban sus abuelos para compensar la falta de presencia física rápidamente encontró diversión en la marihuana y la cocaína. Cuando quiso acordar tenía 22 años y un futuro encima e incierto. Su padre, para evitar vergüenzas, consiguió de un modo poco ortodoxo el diploma del secundario: a través de un analítico gemelo, con complicidad de las autoridades, no sin cobrar todas las cuotas correspondientes más la donación de 4 computadoras para el salón de informática. La madre mientras tanto, hacía con él al lado pero por internet, la facultad de abogacía, pero por su inercia habitual no pudo terminar antes de que su madre se diera por vencida. Intentaron llevarlo a trabajar con ellos pero si lo dejaban a cargo no resolvía nada, y si lo ponían como un empleado más recibían múltiples quejas por sus continuas faltas y poco compromiso. Lo que le gustaba mucho a Tincho era juntarse con sus amigos y discutir los problemas del país y del mundo, eso lo hacía sentir adulto y serio, cómo no alcanzaba la comida que el mundo producía para abastecerse a sí mismo, cómo los planes sociales menoscababan el presupuesto nacional, cómo los extranjeros venían a ocupar los lugares de trabajo o a robar. Un día en un cumpleaños de su padre, alguien lo escuchó y lo vio como el estandarte de la generación siguiente. Su padre rápidamente le habló de sus excelentes calificaciones en la secundaria y su carrera de abogacía en proceso. Le ofrecieron un puesto en la Municipalidad, de funcionario, en la oficina de Legales, donde muy pronto, gracias a sus favores a empresarios para autorizar trámites (que por su misma ignorancia no alcanzaba a ver el tamaño de las irresponsabilidades que cometía) en tiempo récord llegó a Subsecretario de Obras Públicas. Delegó la parte técnica en sus nuevos subordinados para ocultar su falta de preparación y se dedicó a cagarse olímpicamente en los informes, las advertencias y las quejas de los mismos, y a seguir de buenas migas con los empresarios que se aseguran de que, esté el intendente que esté, quede en su puesto. La gente lo trata con respeto, de Señor Subsecretario, aunque  gracias a su falta de escrúpulos el dinero de sus impuestos esté siendo dilapidado en favores mezquinos y en jugosos retornos.

Tincho para la sociedad es un crack, aunque el dinero robado por él sean varios miles de millones. El primero, Ernesto, es el que la sociedad mira con desprecio, aunque su daño haya sido en valor económico, mucho menor. ¿Cómo puede ser que no se haya resignado a una vida de miseria, a ser cartonero, armar un grupo de cumbia, o hacer changas para ver si con suerte come, no hablemos de tener estufa, agua caliente, ropa nueva o vacaciones? ¿Qué clase de sabandija es que le parece más importante tener dinero para “vivir bien”  que el dilema moral de hacer algo inapropiado? ¿Por qué no tiene empatía (la que él nunca recibió) por la pobre gente a la que le roba el auto? ¿Por qué le parece más importante festejar un cumpleaños o comprarse ropa que ser buena persona?

¿Importa el delito que se comete o importa QUIÉN comete el delito? Porque si las mismas personas que se escandalizan, patalean, quieren poner bombas en las villas, reniegan de la asignación por hijo; fueran un poco coherentes, muchos legisladores, empresarios, subsecretarios, jueces, etc, no tendrían ni un amigo. Los mirarían de costado con desprecio, y aunque la justicia nunca les llegara, la condena social sería castigo suficiente. Sus negociados (encima se les pone un eufemismo al robo de los ricos), sus ROBOS, mejor dicho, no estarían en boca de todos los que los conocen como hazañas estupendas. No sería ningún orgullo juntarse a comer en lugares carísimos con el dinero de los contribuyentes, de sus empleados en negro, de la AFIP.

Pero no. Nada de eso sucede. Por eso los mafiosos ricos de este país se mantienen incólumes, rodeados de pelotudos que hacen la vista gorda a sus delitos, pero que mantienen bajo la lupa y chillan con indignación ante los de aquellos que se tuvieron que fumar toda la mierda, la marginación, la falta de oportunidades, las puertas cerradas de la sociedad. No sé si es una pose cómoda, un lavado de cerebro multimediático, una necesidad aspiracional, o qué intrincado mecanismo de la psiquis, lo que provoca que una buena parte de la población deposite todo el peso de la moral social en los que menos recursos tienen.

Piensen por un segundo si ustedes estuvieran en esa. Por delante 50 años de trabajos forzados sin otro horizonte que llenar la panza y vivir de privaciones. Sí sí, aún con sus crianzas y sus valores. Que a donde vayas te hagan volver otro día, porque no te “pueden” atender. Que la gente se cruce de calle cuando te vea o apriete su cartera cuando te tenga cerca. Que los que te den una changa piensan que para vos 10 pesos por cada hora de trabajo te sobran. Que en invierno te cagues de frío. Que no tengas dónde bañarte o dónde lavar la ropa, y buscar trabajo así.

No es justificar el delito. Es intentar hacerles entender que la pobreza y la marginación es como vivir en una olla a presión, recibir palo todos los días y que a nadie le importe un carajo, y que mucha “gente bien con valores y principios” desee tu muerte. No hay que perdonarles los delitos, no. Hay que intentar que no haya gente en esa, y si la hay, tenderle una mano. Que por otro lado es más barato que bancar a tanto gil corrupto de funcionario. Y si no hacemos nada por esas personas, después no sorprendernos tanto si a ellos nuestra vida les importa un sorete. Sólo están devolviendo gentilezas.

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