/La leyenda de Tucuma, el vagabundo eterno de la peatonal

La leyenda de Tucuma, el vagabundo eterno de la peatonal

Cada vez que me toca ir al centro intento pasar cerca de la peatonal, ya que suelo encontrarme a un pintoresco personaje callejero, Tucuma, más conocido como “el vagabundo eterno”. Es imposible no divisarlo a varios metros, con su andar relajado y su color gris de pies a cabeza, su rostro cuadrado, su tez morena y curtida, sus ojos profundos y oscuros. Es como ver una pantalla monocromática, contrastando con los colores de la ciudad. Todo es gris, blanco o negro en el Tucuma, la barba, el pelo, los harapos que tiene por ropa, hasta la piel. Ni te cuento si te lo cruzas y camina entre transeúntes jóvenes y coloridos, el efecto interpolar es despampanante, como sentar una bola ocho en un jardín de flores primaverales.

Lo conozco hace varios años. Siempre que lo veo le doy alguna moneda o billete, verlo tan viejo y callejero me llama la atención, pero nuestra amistad comenzó un día que se me sentó al lado en uno de los bancos de la peatonal. Yo estaba esperando a un viejo amigo, cuando de pronto se me arrimó.

– Vos siempre me das monedas – dijo con su mirada perdida en la mía.

– Si… ¿como andas? – pregunta estúpida si las hay… preguntarle “como anda” a un tipo que tiene agujeros en los zapatos cuyo último baño fue el último aguacero de verano.

– Bien… ¿vos sabes quién soy? ¿como te llamas? – se apuró en preguntar.

– Martín… ¿vos?

– Martín… Yo soy Tucuma

– ¿Tucuma? ¿De Tucumano?

– No… Tucuma es un nombre origen Huarpe.

– Mucho gusto, Tucuma – le dije al tiempo que le estiraba la mano y recibía un saludo gélido y seco.

– ¿Cuantos años tenes Martín? – preguntó sin quitarme la vista de encima.

– Treinta y tres, ¿vos?

– Cuatrocientos setenta y ocho – dijo, se paró y siguió su camino mientras yo sonreía aún.

Saque cuentas rápido. Tucuma debería haber nacido en mil quinientos treinta y nueve… que simpático personaje. Llegó mi viejo amigo Avelino Prieto, que se carga todos los años encima, pero reales. Fue el director de Diario Los Andes durante muchos años, entre miles de otros trabajos como periodista que tuvo. Además fue astrólogo y el primero en armar la carta natal de las personas en Mendoza.

– Vos sabes que ese viejo que se acaba de ir mendiga desde que yo era joven y trabajaba en el diario – me dijo apenas me saludó.

– ¿Eso fue hace cuanto?

– Calcula que no menos de treinta años.

– Me acaba de decir que tiene más de cuatrocientos años.

– Claramente está loco, pero debe tener más de ochenta seguro.

Tucuma estaba arruinado, pero no parecía de ochenta, sino de mucho menos. Era como un tipo de sesenta años cagado a palos, cosa lógica si observamos su estilo de vida. ¿Pero más de ochenta? Imposible.

Me quedé tildado pensando en Tucuma mientras Avelino me contaba de los astros y la influencia del Sol sobre las actividades del hombre actual.

Terminamos la charla y volví caminando hacia el auto. En el trayecto me crucé con uno de los cafés más antiguos de la peatonal, entré y pregunté por el dueño. No estaba, pero estaba Manuel, el encargado y más experimentado empleado, o sea… el dueño.

– Disculpame que te joda, te hago una pregunta… ¿tenes idea cuántos años tiene ese mendigo que anda todo el día por acá?

– ¿El Tucuma?

– Si, ese…

– Jajajajjaa… mira él dice que tiene como quinientos, pero le falta toda una pared completa de ladrillos – bromeó el flaco.

– ¿Y cuántos te parece que tendrá? Porque acabo de hablar con un amigo que dice que lo ve hace cuarenta años por acá.

– Mira, la verdad no se, pero yo comencé a trabajar acá a fines de los ochenta y este ya andaba pidiendo guita por la calle. Lo sacábamos cagando pero nos daba pena, porque en esa época ya estaba viejo.

Las palabras de Manuel más lo que me acababa de decir el Avelino me llenaron de incertidumbre. Tenía que investigar la edad de Tucuma.

Al cabo de unos días volví a la Peatonal. Ahí estaba, revisando canastos de basura de manera impune. Le compré un alfajor en un kiosco y me le arrimé.

– Tomá Tucuma – le dije con el alfajor en la mano.

– No como chocolate, Martín – dijo y me dejo orsay.

– ¡Como no comes chocolate papá! Bueno, ya te compro otra cosa… che… te quería hacer una pregunta.

– Dos.

– ¿Cuando y donde naciste?

Nací el catorce de marzo de mil quinientos treinta y nueve en Guilli Gualta, parte de lo que ahora ustedes llaman pedemonte, en Las Heras.

– ¿Y cómo haces para seguir vivo?

– Ya te respondí las dos preguntas… la próxima vez comprame un sanguche – dio media vuelta y se fue.

Me puse a investigar. Gulli Gualta, “cerro del oeste”, fue un antiguo asentamiento aborigen situado en Uspallata, al pié de la precordillera de los Andes. Esto no estaba en ningún sitio de internet ni diario online o papel. Algo encontré luego de bucear horas y horas en la biblioteca San Martín y terminé informándome más profundamente al charlar con Clara Abal, directora del museo de ciencias Naturales y Antropológicas Juan Cornelio Moyano (quién desconocía por completo a Tucuma y sus fábulas). Ella me comentó sobre este asentamiento y me mostró algunas artesanías y herramientas que estos aborígenes habían fabricado. El pueblito estaba perdido en lo profundo del territorio Huarpe y no había pasado nada que lo hiciese relevante históricamente hablando. Incluso a Clara le llamó mucho la atención que hubiese venido con información tan precisa, siendo yo ajeno a este campo profesional. Sin dudas Tucuma sabía mucho más de lo que me imaginaba.

Días después me lo volví a cruzar, tuve la precaución de llevar siempre un sanguche en el bolso. Alimento en mano me arrimé al harapiento personaje.

– Mira lo que te traje.

– Una… – me dijo sin mirarme agarrando el sanguche.

– ¿Una que? – le dije

– Una sola pregunta te voy a dejar hacerme… y nada más.

No podía titubear, había pensado ganarme la confianza del mendigo hasta poder llegar a conocer su verdadera historia, no porque creyese que realmente tenía esa edad, ni mucho menos, sino porque me llamaba la atención cómo llegaba a establecer esa verdad. Debía ser una fábula digna de escuchar. Pero Tucuma no era ningún boludo, me había sacado la ficha mucho antes que yo a él y ahora me tenía en jaque, entre la espada y la pared. Era lo más parecido a esa pregunta de final de la cuál depende la materia completa…

– ¿Cómo haces para seguir vivo?

– Todos mis hermanos de Gulli Gualta siguen vivos, dispersos por el país y el mundo. Llaucuma esta en Europa, Cautacalá en Río Negro, Huaquinchay en México, Maulicao en San Rafael y creo que Pasambay anda por Asia…o África. Algo con “A” era. Era la característica de nuestra tribu. La Pachamama nos dio la opción de la inmortalidad con la condición de ser nómades y predicar nuestro sufrimiento al mundo entero.

– ¿Y porque sos un vagabundo?

– Te dije que te iba a responder una sola pregunta… me voy. Otro día la seguimos.

Y poco a poco he ido descubriendo a este fabuloso personaje citadino, que creo que se llama Ernesto Azaguate, y sabe de historia más que el mismísimo Félix Luna. Lo que no sabe se lo inventa y esa es la parte más divertida de escuchar…

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