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La maldición de Barrancas | Final

Purgatorio

Podría enumerar decenas de ocasiones en las que la tragedia enluto al pueblo de Barrancas, de distintas maneras y en variante magnitud, pero era siempre durante los primeros meses de año. En ocasiones los hechos se concatenaban hasta constituir una tragedia que tocaba a todos los habitantes del lugar, así como el cáncer ataca con más fuerza a los organismos jóvenes y aprovecha sus defensas para esparcirse por todo el sistema, cuando el pueblo intentaba unirse y ayudar a los afectados, la voluntad era doblegada con mas muerte y dolor.  Así la gente de a poco empezó a ser indiferente al dolor ajeno y propio, pero también al amor y el calor humano.

Tras 20 años de ausencia fui hasta mi pueblo natal, su aspecto había empeorado y parecía abandonado. La plaza estaba derruida por el oxido, los yuyos desbordaban de los terrenos baldíos que poco a poco le habían ganado espacio a las viviendas, el único negocio que parecía florecer era la Sala Bustamante, la carroza era un vehículo con solo un par de años de uso y siempre lustroso; el frente impecable y una pizarra donde se anunciaba el velorio de dos personas.

No pude contener mi curiosidad, por lo que detuve mi auto y me acerqué a dar mis condolencias. Había decenas de personas de todas las edades consternadas, Miguel y Jonathan Ruiz eran velados a cajón cerrado y con sus fotos sobre ellos, el muchacho debe haber tenido unos  15 y el hombre unos 40.

No se me hubiese cruzado por la cabeza indagar sobre la causa de las muertes, pero tampoco hizo falta, mientras fumaba un pucho en la entrada alcancé a escuchar una conversación entre dientes, al parecer se vieron encerrados por el fuego mientras intentaban limpiar un campo baldío, no dijeron el nombre pero solo se me cruzó por la cabeza el predio de la antigua bodega Pereyra. Di mis condolencias a la viuda y me retiré.

La bodega Pereyra está ubicada sobre una calle que da la impresión de haber sido una avenida en algún momento, pero el tiempo la relegó como un recoveco oscuro y olvidado del pueblo. Es fácil darse cuenta que estas llegando al lugar, aun sin haber estado allí nunca, alrededor de ella todas las casas están abandonadas, las hojas tapizan las acequias, vereda y calle por igual, el fermento se siente desde cientos de metros, sin duda el lugar sabe darte la bienvenida. Nadie en su sano juicio se acercaría a ella sin un motivo y aquel que lo hace no puede simplemente dejarla, te atrapa, no te suelta, te hace volver.

Estacioné el auto a dos cuadras de la bodega y caminé el trecho que me faltaba. Aun podía percibirse en el aire el olor a yuyo quemado, al parecer nadie se tomó el trabajo de apagarlo.

Pase por entre medio de un matorral y me sumergí por las ruinas de la bodega, la profunda sala de maquinas estaba tal como la recordaba, el tiempo parecía no hacer mella en ella.

Me costó hallar el lugar del incendio, un cuadrilátero definido por dos hijuelas y  los caminos internos de la antigua finca, no demasiado grande y a decir verdad en tampoco parecía suficiente como para que dos personas sanas encontraran su final en ese espacio.

Estaba por prenderme un pucho cuando un niño de unos diez años junto con su perro cruzaron por delante mío, iban directamente a la sala de maquinas, ambos me parecieron extrañamente conocidos.

– ¡Pibe! ¡pibe! – le grité… pero no reaccionaba, ignoraba mi presencia. Intenté advertirle lo peligroso del lugar, pero era imposible. Se escabulló rápidamente de mi vista.

Lo seguí de atrás hasta que apareció en una sala de maquinas a mi lado, lo vi por el enrejado de las ventanas. No sabía cómo había entrado a ese lugar, ya que la puerta, un enorme portal de hierro oxidado, estaba completamente cerrada. El niño había atado al perro a un armatoste de hierro y mientras lo acariciaba tomo un palo del piso, se incorporo y lo golpeo en el lomo con todas sus fuerzas, grité sin lograr detenerlo. El perro aulló desesperado, el niño lo golpeó en la cabeza, el perro lo miraba con ojos tristes sin entender el castigo, corrí desesperado para intentar hacerlo parar, pero otro golpe en el medio de la frente lo arrojó al piso, se sucedieron una decena de garrotazos sin que el pequeño asesino mostrara piedad o remordimiento. Yo miraba desesperado la escena entre las rejas oxidadas.

El niño pateó al animal hasta el fondo del pozo, limpió la sangre con un poco de arena y se fue como si nada.

Sin saber exactamente lo que había sucedido me retiré del lugar, caminé un par de metros hasta encontrarme con el mismo niño, esta vez acompañado por el padre.

– ¡Nico, Nico!

– Papa ¿no estará en la bodega?

– ¿Por qué estaría en la bodega?

– Porque le gustaba ir allí.

– ¿Si? ¿cómo sabes?

– Porque lo he traído.

– Te dije que este lugar estaba prohibido Nicolás.

– Ya se viejo, lo que pasa es que el me trajo solo. Escucha,  ¿no sentís el aullido?

– Yo no, ¿de dónde viene?

– De adentro, en la bodega.

– A ver, espérame acá, ni se te ocurra entrar.

El hombre se trepó por una de las paredes.

– Nico anda a buscar ya mismo a tu tío, o algún vecino, ¡pero ya!

– ¿Qué paso papá?

– Vos anda, no des vueltas.

El niño sonrió y se volvió sobre sus pasos, como si nada ocurriese. Me metí entre los yuyos, el hombre intentaba trepar por las paredes del socavón de la sala de maquinas, cada vez que lo hacía decenas de moscas se le metían en la boca, sus pies se hundían en una masa amorfa de carne putrefacta.

Intenté tomarlo de la mano para ayudarlo a salir, pero fue imposible, vi como luchaba durante algunos minutos hasta que me resigné. Ya sabía como terminaba esto.

– Nico no te vayas, no me dejes de nuevo por favor. ¡Nicolás no me mates como a un perro! ¡Soy tu papá hijo de puta!

Me subí al auto casi sin aire, mis manos estaban cubiertas de sangre, mis pies manchados con esa pasta pestilente. No me suelta, Barrancas nunca me va a soltar. Y hay una sola manera en la que puedo acabar con toda esta mierda. Tomé por ruta 60, desabroché mi cinturón y pisé a fondo, esperé a que un vehículo viniera por el carril contrario, cerré los ojos y dejé que todo acabara.

Desperté tres meses después, mi mujer estaba al lado mío sujetándome la mano. No podía mover ni un solo musculo, con el paso del tiempo pude  comprender mi cuadro, no sentía las piernas porque ya no las tenía, atravesé la ventanilla de los dos vehículos, mi cráneo se rompió como si fuera un cascaron, la mandíbula estaba destruida y nadie planeaba repararla por la fragilidad de la estructura ósea. Tras un par de meses mi mujer dejo de ir, calculo que debe haber tenido familia, solían visitarme eso sí, mi viejo y la señora que viajaba en el otro auto para recordarme al oído que ya llevaban una semana sin cambiarme el pañal y que nadie vivo entraría en un lugar con esa peste…

FIN