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La primera pregunta

– ¿Seguís agitada?

–…

– ¿Agua?

– Dale.

Maxi caminó hasta la cocina casi sin apoyar sus pies sobre el piso, que acusaba la llegada del primer frente frío a Mendoza. Desde la cama, Viviana podía ver la secuencia de sus piernas de comienzo a fin.

En el pasillo una gotera era tragada por una olla.

Sobre los restos que quedaban de la cama, empezaron a relajarse, a recuperar el ritmo cardíaco. Hablando sin hablar, viviendo del rito del después afónico. Como si la habitación fuera una fotografía, se congelaron durante un lapso indefinido. Probablemente un instante eterno, el santiamén asfixiante que derrama el vaso con la última gota incontenible; ese que únicamente encuentra consuelo en el tobogán de la primera pregunta:

– ¿Qué se hace cuando no se puede ir en contra de algo que te gusta demasiado pero puede hacerte mal, en igual medida?

– ¿No podés retroceder o no querés?

– No querés.

– Tomás una decisión, me parece, y la sostenés. Si no es peor.

– ¿Peor?

– Sí, peor. Cuando decidís dejar algo que disfrutás porque te hace mal y reincidís, se transforma en un vicio.

– Hay vicios que se pueden manejar.

– Entonces no pienses en cómo ir en contra de… sino en cómo canalizarlo.

– ¿Eso haces vos?

– ¿Estamos hablando de…

– Si. De nosotros.

– Bien –agregó Maxi e hizo como que tomaba el último sorbo de agua que ya no estaba–. En cierto modo lo canalizo pero nunca dejo de repasar si lo que pasa es exactamente lo que creo que pasa –se inclinó sobre el respaldar–. De preguntarme qué carajo hacemos, qué carajo somos –comentó percibiendo el desconcierto de la muchacha.

– Seguí.

– Siempre he concluido en lo mismo, por lo que entiendo que canalizo “esto” que nos pasa, sabiendo incluso que puede terminar mal.

– No me gusta esa palabra.

– ¿Cuál?

– “Canalizo” –dijo acentuando cada sílaba.

Maxi ensayó una bocanada para arrancar la siguiente frase y ella lo interrumpió, para su fortuna.

– No quisiera eso. De solo pensar lo que lamentaría cada uno de los momentos que hemos vivido… – dijo alejando, con la inercia de ese pensamiento, su cuerpo hacia la parte más fría de la cama.

– Si lo decidís estoy con vos.

A esa altura Maxi le hablaba a la espalda morena de Viviana; mientras el silencio vaporizaba el ambiente de la habitación, él quiso serpentear su mano hacia la cintura de ella pero temió el rechazo y la contuvo. Pensó en la última frase que le había dicho. Si sería capaz de dejar de llamarla, de evitar pasar por su trabajo para encontrarse furtivamente en el ascensor, de convivir sin la adrenalina que lo clandestino les había dado en los últimos meses desde que pecaron por primera vez.

– Quizás si estuviéramos enamorados todo sería más simple…

– ¿Por qué lo decís?

Viviana giró apenas y mirando al techo continuó.

– …Cuando estás enamorada cualquier riesgo se justifica. Porque si llega lo peor, si todo sale a la luz, el castigo puede ser el amor. Y esa sola posibilidad, aunque remota, nos haría continuar.

– Nunca lo vi desde ese lugar.

– Porque nunca estuviste enamorado de mí, Maxi. No me preguntes si yo lo estuve… –se adelantó como intuyendo su siguiente paso.

– OK.

– …

–¿ Y ahora? Digo, no hablamos más…

– Ahora es el final. Después del final se cierra el libro.

– ¿Y si no podemos? ¿Si necesitamos vernos?

– Si eso pasara hablaríamos de otra historia; pero nunca más de esta.

Sobre la mesa de luz, el celular de Maxi delató un mensaje en la pantalla.

– ¿Es ella? –Le preguntó mientras él abría su whatsapp.

– Tengo que irme.

Maximiliano se vistió con presura y desde el marco de la puerta la miró, aún en la cama.

– Chau –le dijo–, cuidate.

– ¿No nos besamos?

– No, en esta historia no. En la siguiente –dijo y sin sacarle los ojos de encima, la saludo con su mano tiesa y abierta.

Las baldosas del pasillo, interminable, que lo llevaba hasta la calle, retumbaban en el mutismo del dormitorio. Las últimas preguntas antes de decir adiós nunca son las más importantes, ni las necesarias. Sus respuestas son, quizás, esos pasos que sin retorno nos alejan. Esas gotas interminables que llenan el recipiente del pasillo; porque si la primera pregunta llega, dijimos adiós.

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