/La vida, una herida absurda: «El Cielo»

La vida, una herida absurda: «El Cielo»

Habíamos andado tanto, habíamos pasado momentos que ni por las tapas supusimos vivir alguna vez: que la morgue, disparos, falsos personajes, escapes ocultos, acertijos y pistas  inimaginables, en fin… Estábamos cara a cara, junto con Sir Charles, buscando una luz de esperanza frente al monumento tal cual lo había propuesto el Geroncio. Quizás como su último deseo.

Comenzamos a rodearlo, a buscar algún dato que ayudase, algún recoveco, una última señal.

Charles apretaba algunos extremos del metal, tironeaba a los bailarines con tanta fuerza, que me empezó a dar cosa que lo rompiese. Pero ya estábamos en el baile, además él era el profesional.

El alba empezaba a cantar con sus rayos, nosotros mudos, evitábamos hacer comentarios que denotase el tiempo que estábamos perdiendo. La sensación de no estar haciendo nada constructivo, es el peor de los males cuando se es consciente de ello.

–Venga joven, siéntese aca –me dijo invitándome a un banco placero que estaba a dos metros y medio del monumento–. Hay veces que uno cree no encontrar el camino, y la realidad indica que ese camino nunca se terminó. Uno termina buscando algo inexistente.

Admito que sus comentarios no eran desacertados, pero no entraban en la concepción de los Jóvenes Ávidos. Al sentimiento de decepción este hombre me sumaba el de rabia.

–Han dado lo máximo, Rubén –seguía el investigador–, se han jugado el pescuezo, y han luchado contra viento y marea para estar hoy donde estamos. La resignación es una de las fichas del juego, quizás la más difícil de jugar; pero cuando le llega el momento, si no se la hace partícipe, se corre el peligro de pasar la eternidad jugando una pesadilla.

El gran Sir Charles se paró, caminó los pasos que lo pusieron frente al monumento, beso su mano y la posó sobre el mismo. Giró con los ojos en la angustia del adiós, me estiró la misma mano y nos dimos el último saludo. Las despedidas del nunca más, son la muerte de los momentos vividos.

–Lamento no haber ayudado lo suficiente, los honorarios corren por mi cuenta… Discúlpeme.

Yo estaba congelado, el sol naciente me dejaba bajo los grados más fríos del día; con Charles Pason dejando la plaza, dejando la historia, dejándome bajo tierra. Me sentí una madera mas de ese banco que no podía despegarse, atado, aferrado, quizás como lo estaba a esta historia que se terminaba. Tal vez el Coqui con los malandras, habían dado con el clavo, y pensar que nosotros estuvimos ahí, a pasitos… eran las primera llamas del infierno.

Me obligué a irme. Caminé sin mirar atrás atravesando la plaza, y cuando estaba por llegar al final me perdí en un rayo que desde mi espalda alumbraba las paredes de las casas de enfrente. La imagen era increíble, con la cordillera de fondo, algunas nubes en tonos grises y blancos preparando una lluvia de lágrimas.

No era increíble, en ese contexto ¡era horrible!

Y lloré…, lloré mientras lloraba, dejé caer el desconsuelo de un nene chico, me apoyé en un poste de luz pidiendo fuerzas para ir a cualquier lado, para desaparecer. Crucé la calle y a cada paso observaba a esa pared, al brillo del sol que estaba en el cartel sobre ella, el de un negocio. ¨El sol de las mañanas¨, leí en voz alta.

Me llamó la atención el título, pero mucho más la luz del amanecer que lo captaba en su totalidad, ¿habían intencionalidades o un destino con todas las generosidades juntas? Así que volteé para hacerle frente a esa luz y empecé a confirmar sospechas.

El sol aún no había pasado la altura de las casas como para darnos su imagen, pero se filtraba por una de las calles que topaban en la plaza al costado opuesto, y viajaban directamente hasta acá, hasta el cartel. Sin dudas que la idea del dueño de esta panadería tenía que ver con este suceso. O había tenido mucho culo.

¨¿Esta panadería?¨, me dije en vos alta. ¨Esta panadería es de la mamá del Gero.¨

Me estaba volviendo loco, pretendiendo encontrar en todo alguna coincidencia, haciendo una mala imitación de Charles con los resultados opuestos a los suyos. Asi que me las piqué, empecé a caminar para nunca más volver.

¨¿Dónde vas, Rubén?¨, me preguntaba mientras avanzaba evitando las respuestas. Unas cuadras y frené sosteniendo mi frente contra la pared. Miré hacia atrás y como quien corre para salvar su historia y la de los suyos comencé a correr, si… lo más fuerte que pude, como nunca antes había corrido, hacia la plaza nuevamente.

Llegué hasta la panadería, observé el cartel, y enfilé derecho para el centro de la plaza, hasta el monumento que dejaba pasar entre los bailarines un haz de luz mágico que terminaba en aquel cartel. ¨Acá hay gato encerrado, y si no que me internen¨, ya hablaba solo de corrido.

Me ubiqué en el centro, entre esas letras sobre las baldosas que indicaban los puntos cardinales. Giré hacia todos. Al Este, una plaqueta en homenaje a los bomberos de Rodeo, al Sur un árbol de Alcornoque, el más antiguo de Mendoza. Al Norte los juegos para los niños, y al Oes… ¿Oeste…? ¿Una flecha? Si, justo donde estaba el monumento al tango una flecha en vez de la ¨O¨ de Oeste,  por donde el sol atravesaba y terminaba en el cartel de la panadería.

Me paré sobre ella confundido, pero intrigado, ¿esperando algo supremo, de fantasía?, quizás. Salté varias veces sobre la flecha, y nada. Me veía como un ridículo, seguramente. En eso una serie de surtidores empezaron a encenderse y a regar el césped, me llevé un julepe de aquellos.

Éstos giraban y mojaban a quien se cruzaba en el camino, incluso a mí, que estaba a un costado. No tuve más remedio que adelantarme, casi sobre el monumento. Es más, tuve que apoyarme en un costado, cruzando una pierna. Aún así, el rocío me daba en la espalda.

Mire para ambos lado, ¨Yo me cruzo…¨, dije cual loco malo, y me pasé para el otro lado. Solo apoyé un pie, y el ripio que tenía del lado de adentro cedió. Apoyé el otro, y el suelo se vino abajo como un yenga de los truchos, con menos estabilidad que un borracho en navidad. Me fui en caída libre por un tobogán oscuro, sucio, húmedo y sin final. Grité a Dios, a los santos, ¡no se terminaba más!

Por fin el suelo, y un golpe fuerte que celebré. Me paré, atajandomé de algún bicho que pudiese salir de ahí abajo, pero no estaba tan lúgubre como pensé. Era como una cava antigua, y recordé que en algún momento sobre esa plaza estuvo la primer bodega de los Hermanos De la Cruz, se ve que esta era la cava.

Caminé rezongando por mi cintura, hasta una puerta de hierro que estaba entre abierta, y pasé. Viajé por ese pasillo que tenía a sus lados cuadros de próceres argentinos, y latinoamericanos, sobre el suelo de una alfombra que alguna vez fue roja, hoy marrón. Cada cinco pasos, una antorcha encendida que teñían de sepia el paisaje, hasta que por fin el final.

Tras un pequeño marco tallado, siete sillas alrededor de una mesa redonda, con un nombre en cada una. Sentí paz al leer ¨Geroncio¨ en una de ellas, y mucha intriga al leer los otros, grandes conocidos de la zona. Sobre la pared de enfrente, decenas de libros, pergaminos y documentos. Me dio cosa sentarme en una de esas sillas, estaba como quien quiere comer algo pero no sabe qué. Yo no sabía que buscaba. Quería ver todo a la vez.

Fue ahí cuando reparé en el techo. ¡Dios Mio! Una araña de luces golpeaba el reflejo sobre una pintura que recorría todo el techo, era la galaxia. El cielo, el universo más allá de lo que conocemos. Dicen que El Cielo, es el lugar al que uno acude cuando quiere cumplir sus sueños. El lugar era el soñado en cientos de charlas y aventuras de los Jóvenes Ávidos, y estaba acá, en nuestras narices, riéndose al vernos pasar y jugar sobre él.

No aguanté estar solo, sentí claustrofobia, miedo, pánico y salí corriendo, apoyándome en las paredes del pasillo que me devolvieran a la realidad. Solo pensaba en huir en busca de los chicos… ¨¿los chicos, qué será de ellos?¨ Llegué nuevamente a la reja, solo que ahora estaba cerrada y con llave. Jamás sentí tanto miedo en mi vida. Agarré los barrales de la reja, y no quise girar. Tiritaba en piernas y dientes.

–Ruben… –viajó mi nombre en una voz desde el pasillo, desde la sala redonda–. Rubén, no temas, vení que tenemos que hablar.

El efecto del sol que golpeaba el monumento era mágico, y se adentraba por medio del mismo al lugar donde me encontraba, iluminando infinitas partículas del ambiente, como si lo que estaba viviendo fuese un sueño. Yo conocía esa voz, y la había leído en uno de los respaldares de las sillas.

Me di vuelta, sin hacer contacto visual y caminé, aunque algo más sereno, por el pasillo. Entré al salón circular, y los vi a los lugares nuevamente, solo que ahora estaban ocupados. Seis hombres sentados me observaban con sus rostros, tan felices como el que ve nacer a su primogénito.

–Sentate Rubén –me indicó esa voz, la que conocía, la que condecía con el rostro familiar.

–Esperamos no haberte hecho sufrir tanto, pero las pruebas de la vida son los obstáculos que determinan la personalidad de las personas, la perseverancia, esa que ha hecho que estés frente a nosotros.

El segundo que me habló era el inconfundible Sir Charles, el primero era…

–Es un día especial para nosotros, Rubén –interrumpió un tercero que desconocía–, ese lugar en el que estás sentado, pertenecía a nuestro gran amigo Geroncio. Aquel por el que has jugado tu vida, por el que has apostado para dar con la verdad, su verdad. Cada uno de nosotros tiene en sus escritos de este recinto, quien designaría para ocupar su sitio en caso de que la vida decida llevárselo a otro mundo. Y nos enorgullece decirte, que en el testamento de vida de Geroncio, solo había un nombre: Jóvenes Ávidos.

Si dijera que no podía creer lo que me estaban diciendo, bajo ese fresco estrellado a mano, vestidos de esa manera, me quedaría totalmente corto.

–Alguno de ustedes iba a encontrarnos, iba a descubrir la historia de Geroncio, su pasado y si así lo decidís, querido Rubén, su futuro estará en la conciencia y la razón de tus manos –me decía la voz familiar del…

–Aquí se encuentran los secretos de nuestro Rodeo del Medio, absolutamente todo –agrega un cuarto también desconocido–. Nuestra tarea es contribuir al progreso del pueblo, promover la filantropía, y despertar en la sociedad los anhelos de libertad de los que estamos aquí.

–Si estás en desacuerdo, saldrás de aquí como si nada hubiese ocurrido. Estamos seguros de tu sentido de la palabra, y el secreto reinará en tu interior. Si en cambio decides quedarte, serás el séptimo lugar de Los Caballeros de Rodeo del Medio, serás parte de la decima generación desde su creación –finalizó Charles.

Se me vino la distinción de ¨Sir¨ de Charles, se me vino un coplado de historias leídas sobre caballeros, sobre sociedades secretas, sobre el misticismo de verdades a las que accedían unos pocos. El alma del cuerpo me salía por los poros y me rogaba abrazarme a la historia de mi lugar, del que recorrí cuando chico, del que estrujé hasta la última gota de vivencias por sus calles, por la sangre de sus personajes… Y hoy… ¡hoy me pagaba con esto!

En el centro de mi pueblo, en las entrañas de mi historia, los recuerdos de los Jóvenes Ávidos que hubiesen dado la vida por estar bajo las luces de estas antorchas.

–No existe una manera de decirle no al destino, mucho más si el destino resulta ser aquello por lo que uno luchó, soñó, y respiró –les dije, mirándolos al corazón.

–¿Estás dispuesto a seguir, Rulo? –me preguntó la voz familiar.

–No estoy dispuesto nada más que a eso…

¨Los Caballeros de Rodeo del Medio¨, repetía mi silencio.

Los seis se miraron, hicieron un silencio, y ante la indicación de uno de ellos se pararon al instante. Se formaron de una manera extraña, y rodeándome con espadas en sus manos, las ubicaron sobre mi presencia, como una especie de ¨bóveda de espadas¨, y me relataron un juramento eterno, por el que sería de hoy en adelante: Sir Rúben.

Continuaron reprimiendo emociones, sin abrazos ni bienvenidas, me pasaron una espada y caminamos hasta un mueble del rincón, que se abrió ante la artimaña de uno de ellos. Nos sumergimos en su falso interior, y bajamos cinco escalones. Yo caminaba con un nudo en la garganta, la mano de la voz familiar sobre mi hombro me daba la seguridad que necesitaba.

–La vida es una herida absurda, pero cosas como las que vas a vivir ahora, como las que vas a ver, son el soplo de paz que uno hace sobre la herida que arde mucho. Son la calma para el dolor del vivir.

Finalmente dimos contra una puerta de hierro, a la que Sir Charles abrió, dándome paso a mí, en primer lugar. Caminé con la seguridad de un león en su manada, resistiendo ser encandilado, y entré por el marco, a la luz de las verdades.

También podes leer la saga completa:

  1. La vida es una herida absurda. «Sir Charles»
  2. La vida, una herida absurda: «Traiciones que matan»
  3. La vida, una herida absurda: “El valor de tus huesos”
  4. La vida, una herida absurda: “¡C’est fini!”
  5. La vida, una herida absurda: “Té con canela.“
  6. Eterno atardecer: “Todos buscan, algunos encuentran.”

 


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