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Cuentos del Testigo: Las vainas de mi generación

Los días se hacen largos y las horas se cuentan con gotero. El día laboral comienza temprano, se apaga al mediodía. La siesta regala una reflexión distinta si el sol es fuerte o si una nube invita a un sueño de lluvia que nunca ha de venir. Y me pregunto tantas cosas.

Luego la tarde se dirige sola, por inercia. Los días son iguales y el negocio no reviste solemnidades. Reubicación de productos, uno tras otro, para que se vea más lindo. Veo a Nara venir desde la otra esquina, sonrío por las dudas de que me vea cuando salgo a quemar un tabaco. Dialogamos sobre eventualidades mínimas de un día cualquiera, de lunes a viernes, siempre igual.

La monotonía se rompe por momentos y Dorrego no es un lugar de bondades divinas. Dejo entrar a Nara y siento el empujón que me tira al piso. El golpe en la cabeza me dejó atontado, pero la situación era evidente.

Dos hombres sin capucha, con sus rostros de miedo colocaron ante mí la oportunidad de destrabar mi adrenalina. Sentí el frío caño en la sien y dejé la mente en silencio. Emitieron un juego de palabras que no supe comprender pero no podía moverme, la advertencia del plomo era evidente. Nara nerviosa trató de llevar a cabo las indicaciones pertinentes.

Solo un detalle estadístico para las fuerzas, un miedo irreversible para los que lo viven. Claro, porque usted no se lo pregunta detrás de los monigotes ni de las altas paredes de ladrillo que recubren su barrio.  El gatillo pedía a gritos hundirse para disparar, pero tal vez era parte del plan no morir. Se retiraron con los billetes y me dejaron la aureola tibia de mi sudor jugando con la marca de un revolver. Mañana pido presupuesto y atiendo tras las rejas.

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