/Lecturas para colectivo: “La realidad de los recuerdos ” – Cap. 7

Lecturas para colectivo: “La realidad de los recuerdos ” – Cap. 7

Negada a esperar todo el fin de semana, hasta que llegase el lunes y encontrarla a María subiendo al colectivo, me levanté ese sábado dispuesta a conocer el final. Luego del almuerzo y con la cara más dura que encontré en el ropero, me fui derechito hasta la puerta de su casa y llamé con las palmas, desde la verja blanca que rodeaba la entrada, algo más que un par de veces.

– ¡Daisy! ¿Qué hace usted por acá? –Me habló desde atrás de la cortina que me mostraba solo su silueta– Sucedió algo malo…

–No Doña María, para nada, no se asuste, estaba cerca de su casa y… –era una artista plástica mintiendo, pero con ella no podía– perdón María, no quiero engañarla, desde ayer que no saco de mi cabeza la imagen de la mujer en sus brazos, tendida, muerta… Quizás, en lo que se ha transformado para mí el tiempo, hasta que llegan en sus palabras los relatos.

María Cecilia, sostenida a la puerta todavía, sacudió con la punta del delantal con flores rojas y naranjas que tenía puesto, una lágrima traviesa que se le escapó, de las trincheras de un lagrimal rebalsado. Metió un papel en el bolsillo, y se acercó, corrió el pasador de la puertita pequeña, y después de saludarnos con el beso de un abrazo, la acompañé por un living reluciente, lleno de almohadones tejidos en puntos Doble Arroz y Jersey, únicos.

Un espejo que me regalaba al avanzar su sonrisa en crecimiento y tras el salón, un jardín interno con las magnolias que jamás vi en mi vida.

Diez minutos pasaron, y estábamos mateando en unos sillones blancos de jardín, de esos que se mueven, tipo hamaca. Sobre el cristal de la mesa redonda del juego de sillones, María me paso, junto con el segundo mate, una caja de botas vieja.

–Estos son algunos recuerdos, los físicos, los que me ayudan a saber cuál es la realidad de los recuerdos, si lo que recuerdo es un recuerdo, o el recuerdo de un recuerdo.

Su voz era el retrato que había olvidado su foto, su imagen.

Chupé primero un sorbo eterno, caliente como la pu…, pero que me sirvió para pasar el trago de lo que se vendría, y abrí con el cuidado de quien desactiva una bomba esa caja añeja.

Repasamos las fotos. Sus años de juventud, de facultativa, otras que la tenían como una madre, como una abuela. Las de él, que ocupaban gran parte del espacio, develaban en cada una que pasaba, a ese Juan que tantas veces me había dibujado Doña María.

Pero algo no me cerraba. Y ella… ella lo sabía, o más bien lo esperaba.

Dudé los segundos que terminaron de delatarme, los que ella calmó pasándome otro amargo, exquisito. Mientras tomaba, nos cruzamos otra vez en la vereda de las miradas cómplice.

–Hay algunos cabos que se le presentan suelto, Daisy –me dijo en pausa, y sacó un manojo de cartas del fondo de la caja, incluso aquella que llevaba la mamá de Juan, Emilce, cuando le salvó la vida llegando a Mendoza.

Me contó rápidamente de sus años posteriores al suceso del tren, todo acelerado, desconcertándome. Tantas veces había sido la detallista de los detalles, y ahora corría como un caballo salvaje por los montes del pasado.

La carta, la había ayudado a encontrar a la familia de Juan en Mendoza, aunque la situación de la muerte, con el tiempo levantó cargos en su contra, dividió sospechas, y terminó por arrojarla lejos. La rosa de su alma se quemó por completo.

De Juan, ni noticias. Hasta que apareció.

Un mendigo entró una tarde al café donde trabajaba de mesera, y le dejó un sobre grande. “Esto se lo manda un tal Juan”, le había dicho sin más.

A Juan, lo había atrapado su padrastro no mucho después de la despedida en la estación. Torturado  durante meses, estuvo preso en un sótano bregando por saber de María. Hasta que una noche de invierno, encontró su escape a la libertad gracias a la madre de María.

“No pares hasta encontrarla, no pares hasta verla feliz…”, le había dicho al despedirlo.

Fue perseguido siempre. La jura de muerte eterna del padrastro de la joven, lo hizo huir a los polos más opuestos de María. Aunque ella nunca lo entendió, jamás renunció. Presionó por encontrarlo, en cada una de las miles de águilas que fueron las cartas que se mandaron, hasta incluso, volvió oculta a Córdoba, a la Villa, pero fue en vano.

Al regreso, decidida en Mendoza, resignó su pasado envuelta en furia, y dejó de leer una madrugada de febrero sus palabras para siempre. Con el tiempo conoció a un buen hombre, que la amó con locura hasta el último de sus días, le regaló los hijos, su casa, la realidad, la que alguna vez soñó con Juan, la que Juan dejó pasar.

El mes pasado, el cartero le pasaría el reencuentro de los tiempos lejanos, en unas nuevas letras, luego de cuarenta años.

Hoy tenía a los suyos de pie, con las lejanías de los hijos que hacen su familia, que se distancian hasta las apariciones semanales, domingueras, cuando las obligaciones se hacen a un lado para darle un brindis a lo más importante, los afectos.

Cuando menos lo esperaba, Doña María me tomó de una mano con fuerza, y con la otra sacó aquel papel que guardó disimuladamente al recibirme, y lo leyó de memoria:

“Ni la muerte de mis sueños, ha enterrado a la vida que pudimos pasar juntos. Tal vez porque esa vida no existió, tal vez porque mas allá de la distancia nuestras vidas fueron una… Que el último suspiro nos ahogue en las miradas que supimos regalarnos, que la vida tenga el sentido completo del amor eterno, que las almas gemelas vuelvan a tener esperanzas…

…Bajo un Fresno, sobre la plaza donde vas a dar de comer a las palomas, todos los jueves por la mañana, un señor mayor esperará, enredado entre las gotas de una fuente, entre las gotas que son cada una de nuestras lágrimas derramadas, la frescura de su amor eterno.”

Desde mi posición no podía, ¡ni respirar! Solo observada el canto de ilusiones que volaba entre sus ojos al leer.

–        ¿Qué hago, Daisy…?

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