/Los vendedores de caos | Parte 2

Los vendedores de caos | Parte 2

   

 “El caos es amigo mío”

Bob Dylan

III

            Gimenez caminaba detrás de un airoso Ordoñez quien silbaba una tonada que a él le resultaba absolutamente desconocida. No podía dejar de pensar que había perdido una caja de caos que tendría que reponer de su bolsillo. En cambio Ordoñez irradiaba felicidad, siempre silbaba “Born to be Wild” cuando estaba bien de espíritu. Por el contrario en Gimenez comenzó a resonar furiosa una cacofonía desconocida que reptaba por su cerebro. Ordoñez saludó a un perro marrón y blanco que estaba en la vereda, éste le devolvió el saludo con un batir de rabo. Al doblar la esquina apareció una plaza con aromos, álamos y algunas flores lilas. Unos juegos infantiles oxidados pacían bajo el único olmo del lugar. Ordoñez se dirigió a un columpio y se sentó en él. Gimenez se ubicó en un banco unos metros más allá. Dejó las valijas en un costado con cuidado.

–          Che Gimenez, vení empujame.

Ordoñez se mecía en el columpio y lo miraba burlonamente. El otro hizo oídos sordos y se encendió un cigarrillo, el número quince de ese día atroz, como lo eran todos desde que trabajaba con Ordoñez. Lo miró de reojo y vio que irradiaba un fulgor como de aurora boreal. Era la felicidad del inicio del amor.

            Che… vení empujame, dale empujame.

Gimenez dio una profunda pitada, la brasa ardió como el reactor n° 4 de Chernóbil. Mientras, Ordoñez recordaba la textura de la piel de Greta y tuvo un conflicto: sabía que era la piel más bella del mundo pero que estaba llena de huellas de patas de mariposas y él odiaba a esos bichos. Le repugnaban los colores volátiles que amenazaban desprenderse del insecto. Los imaginaba narigones y con una verruga en la ceja izquierda.  De ninguna forma podía conciliar la fobia carnívora con la perfección de Greta y no se pudo decidir si la visitaría nuevamente.

Ordoñez miró a Gimenez fumando pensativo, solemne e inalcanzable. Le molestaba que no hablara nunca y que fuese él quien tuviera que encarar todas las ventas mientras el otro permanecía callado en un rincón oscuro. Se fastidió aún más al recordar que tenía que repartir un porcentaje de la plata con alguien que lo único que hacía era acarrear cajas. Del total de la ventas la empresa se dejaba el 50 %, el resto era dividido en partes iguales entre los dos. Y ahí lo decidió, no repartiría más su dinero con Gimenez. A partir de ese momento sólo le pagaría por llevar las valijas. Esa decisión le brindó un marco placentero para recordar y saber perfecta a esa mujer en la distancia.

Che Gimenez, dale empujame.

Entonces Ordoñez tuvo una epifanía sencilla: Sobre Greta se posa una mariposa invisible, pero igual de asquerosa. Y no pudo evitar un escalofrío.

IV

            Todos los comensales de la fonda se habían dado vuelta para mirar a los dos hombres discutir y luego vieron al más joven levantarse de un salto y gritar vehementemente sobre cajas de caos, comisiones y mariposas.

Llegaron al lugar con signos de cansancio en sus rostros. Se dejaron caer en las sillas y pidieron el menú del día: milanesas con puré, ensalada mixta y un vaso de vino tinto, que Gimenez cambió por un vaso con agua ante la mirada despectiva de Ordoñez. Ordoñez comía con la boca abierta, cosa que a Gimenez le irritaba sobremanera. No podía dejar de mirar cómo salían de su boca restos de comida y caían al mantel de cuadros rojos y blancos, con manchas de vino. Gimenez intentó concentrarse en su plato, pero cuando comenzaba a hacerlo Ordoñez le habló y le dijo que nunca más iba a compartir las ganancias de su comisión con él. Una injusticia es- prosiguió –  Gimenez… yo hago todo el trabajo y usted se queda parado sin decir nada y se lleva plata de arriba… No señor, eso no pasa nunca más.- le dijo altanero.

Gimenez no contestó pero apretó el cuchillo en su mano hasta que los nudillos se le pusieron blancos; intentó seguir comiendo pero se dio cuenta de que el otro lo miraba fíjamente esperando una respuesta. El año y medio casi que llevaba trabajando junto a él fue tortuoso y por momentos vertiginoso. Desde el principio tuvo que arrastrar las cajas de caos por todos los barrios de mala muerte que existían en el planeta, por calles de tierra y sol en la nuca con traje negro. Lo escuchaba hablar desde que se juntaban en la empresa a las 07 30 hs hasta que se separaban a las 16 30 hs. Ordoñez hablaba de todo. De sus conquistas, de lo alocada de su juventud, de su predilección por el jarabe Talasa para la tos y de los peces químicos; que vio en vivo a Billie Bond y la Pesada del Rock and Roll. Gimenez no tenía la más mínima idea de quién era, supuso que alguien relacionado con el agente 007.

Entonces un cansancio animal se apoderó de él. Escuchó cómo los sonidos se alejaban y su visión se volvió blanca. Fue un instante bestial con las vísceras en los ojos. Ordoñez lo miró, más que asombrado, asustado. Gimenez estaba desencajado, en un segundo pasó de separar por colores las ensalada mixta a patear la mesa y hacerla volar por lo aires. Gritaba cosas sin sentido parado en la mitad de la fonda ante la mirada de todos los clientes. Con las venas del cuello hinchadas le vociferaba en un único grito: Ordoñez sos un hijo de puta, creído, agrandado, pedazo de mierda ¿qué te creés?  ¿Me querés sacar la plata, me querés sacar la plata?

V

            Caminaban en silencio. Extrañamente, contra toda costumbre, iban a la par y Ordoñez llevaba una de las valijas. Gimenez había perdido toda la compostura, su corbata estaba floja, despeinado,  tenía el saco roto en las axilas de tanto gesticular en la fonda. Ordoñez se había limitado a escucharlo mientras  el otro descargaba su furia. Tuvieron que pagar los destrozos del lugar y prometer que nunca más volverían.

Iban por una alameda entre dos calles. La gente se aprestaba a dormir la siesta. Las cortinas de las departamentos se iban cerrando en una danza sincronizada  con síncopa y mucho swing. Gimenez de pronto sintió un cansancio enorme y se detuvo. Ordoñez siguió caminando un par de pasos más y se dio vuelta para mirar a su compañero. Gimenez soltó la valija que cayó en el piso de tierra de la alameda, la valija se abrió y cayeron todas cajas de su interior. Se encendió un cigarrillo y se quedó mirando las cajas en el piso, entonces pateó una, rompiéndola. El caos de su interior se escapó feliz.

Por primera vez en casi dos años se vieron a los ojos. Entonces Ordoñez abrió su valija y le sacó la tapa lentamente a una caja de caos, éste salió disparado y se metió por la ventana de un tercer piso, luego de un segundo comenzaron a salir por esta aviones de papel que volaban por toda la calle.

Ordoñez sonrió. Gimenez lo imitó.

Entonces una a a una comenzaron a abrir las cajitas de caos. Su contenido invadió casas y revolvió cajones de ropa, cambió las cosas de lugar y vació las heladeras; con las luces de mercurio de la calle creó un sistema solar que sólo duró unos pocos minutos, pero que fue la delicia de todos los presentes. Convenció a los pájaros dormidos de la alameda y los hizo cantar una sinfonía desconocida y que se dejaba escuchar. Fue en busca de las nubes y las  bajó para que bailaran un cuarteto; trajo peces y agua y convirtió la calle en un afluente del Nilo.

Ordoñez y Gimenez no dejaron una caja sin abrir y el caos fue mayúsculo. Sin decirse nada se separaron y nunca más se volvieron a ver, porque no se soportaban.

Ordoñez se volvió sobre sus pasos a buscar a Greta.  Aún con la frialdad con que la trató en el momento en que se requería más dulzura tenia esperanzas. Una cuadra antes de llegar sintió el olor a mariposa, denso, dulce e intoxicante como la nafta. Las cortinas de la casa de Greta estaban cerradas. No pensó en nada, sólo en verla a pesar de la presencia de las alas latentes tras las paredes. Golpeó la puerta con timidez. Cuando esta se abrió la luz lo inundó y nunca dejó de hacerlo. Vivió escondiéndose de las mariposas en la mirada de Greta.

Gimenez caminó por años. Visitó casi todos los países del planeta llevando un tesoro, una pequeña caja de caos sin abrir, una “Fragancia de bomba Tsar”. La pasó por aduanas y fronteras; la paseó por mares y por trópicos; pisaron polos, mezquitas, iglesias y cuevas submarinas. En su lecho de muerte, entre sábanas blancas y perfectas. Rodeado de amigos imaginarios abrió la cajita de caos y tuvo una muerte dulce y divertida, ya que el caos puso de cabeza la habitación, y lo que iba a ser su mortaja la convirtió en la vela de un barco en el cual siguió viajando aún después de muerto.

FIN

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