/Manteca: «Denme un día»

Manteca: «Denme un día»

¿Que serían…? Las doce del mediodía… la una menos cuarto cuando dos golpes en la puerta cancel hicieron al cura dejar de revolver las lentejas en el arroz y mirar a través del mosquitero.

—¿Sí? —preguntó el cura; sin que nadie se asomase una voz respondió.
—Necesito hablar con usted, padre.
—Pase.
—No, no paso.
—Le pido que pase porque estoy cocinando.
Pero la voz no respondió. El cura dejó de revolver, abrió la puerta, pero ya no había nadie. 

—Doctor, un señor que dice ser su amigo lo está esperando afuera —dijo la recepcionista.
—Hágalo pasar, Micaela.
—No quiere, me pide que le diga que salga, que lo está esperando afuera.
—No puedo salir… Bueno, dígale que ahora salgo.
El doctor Giménez se sacó el delantal “por cuestiones de higiene”, se puso el saco, atravesó el hall de espera, abrió la puerta pero no había nadie.
—Micaela, ¿y el hombre?
—Tiene que estar por ahí, doctor. Recién estaba. Llevaba una galera… una galera bordó.
—Ah, así que Manteca… ¿Qué hora es, Micaela?
—La una menos cuarto, doctor. 

—Así que a vos también te fue a ver, tordo… —dijo el cura cebando el primer mate en la cocina de la parroquia.
—Sí, padre, así como le conté.
—Yo me pregunto por qué tiene que ser todo con tanto misterio…
—Bueno, no se olvide que es un demonio…
—No soy un demonio —dijo una voz gruesa.
El cura pegó un salto hacia la puerta cancel y la abrió de un empujón, todo en menos de dos segundos, pero afuera no había ni pajaritos alborotados, nada.
—La perra madre, ¡no hay nadie! ¿Usted no lo escuchó, tordo?
—Sí, lo escuché, pero como que la voz venía de adentro…
—¿Adentro…? —dijo el padre al tiempo que sigilosamente se acercaba al ropero de la despensa— ¿Usted cree, tordo, entonces que…?
De un tirón el cura abrió la puerta del ropero y el hombre de capa, moño y galera bodró yacía agachado con restos visibles de migas de maicena en su boca.
—¿No te habrás comido mis alfajorcitos de maicena…?
—Padre, estoy pasando hambre, lo creí más solidario…
—Más solidario… Manteca, salí de ahí y sentate a la mesa con nosotros. Te estamos buscando hace tiempo ya, tenemos que hablar.
—Padre, todos pueden estar enojados menos usted. ¿Qué tenía que andarse entre esas mujeres descocadas…?
—Yo no andaba entre esas mujeres descocadas, sino que con el Tordo armamos ese quilombo para encontrarte.
—¿Usted armó esa orgía, padre?
—Yo no armé una orgía, solo buscamos atraerte… No sé qué pasó después que todo se nos fue de las manos…
—Lo que pasó fue que nunca puede poner a la Andreíta con la Mónica juntas porque se largan a hablar de tipos y levantan temperaturas que ni el acelerador de partículas de  Europa puede alcanzar. Me extraña que usted conociendo sus pecados…
—¿Pecados? ¿La Mónica? Pero si se confiesa que robó una ciruela, o que se enojó con su madre… Mentirosa había salido nomás esa…
—No sabe los pecadillos que se está perdiendo, padre.
—No, si la próxima vez que venga a confesarse le voy a hablar muy seriamente… Me va a contar sus… Bueno, dejemos eso. ¡Manteca, justo ahora que tenemos que sintonizarnos con el partido te ponés a toda la región en contra! Te quieren matar, ¿sabías?
—No me preocupa eso, padre.
—Y entonces ¿por qué estás escondido en mi despensa?
—Esteee… no… Por otra cosa.
—¿Qué cosa?
—No importa. Hablemos del partido, padre.
—¡Decime de qué te escondés, Manteca!
—Bueno, este… La mujer del Negro…
—¿La Norma?
—Sí…
—¿Qué pasa con la Norma?
—Bueno, ella estaba en la plaza el día de… de la… el día ese.
—Sí, ¿y entonces?
—A la Norma no se le pasa tan fácil la calentura, padre.
—¿La Norma? Pero me estás queriendo decir que…
—Es un poco violenta, prefiero que se meta con otro.
—Bueno, mirá, después arreglá con la Norma, pero quiero pensar en el partido. ¿Vos decís que no te importa que te quieran matar?
—A mí nadie me mata, yo solo muero por amor, padre.
—Por amor, ¿eh…? —el cura miró al doctor.
—Manteca, te están buscando casi mil tipos calientes a los que les cortaste una orgía improvisada en una plaza. Viene gente de otros pueblos para cagarte a trompadas…
—Yo me animo hasta con tres mil quinientos cuarenta y seis tipos. Si son más los espero con un palo, con una rama larga… Lo importante ahora, padre, doctor, es pensar en el partido.
El cura lo miró y sus ojos se llenaron de agua. Una lágrima rodó pesada por el pómulo izquierdo.
—Así es, Manteca. Me gusta mucho escucharlo hablar así.
—Vamos a buscar al equipo.
—Pero, Manteca, ¡te quieren matar!
—A mí nadie me mata, yo solo muero por amor. Denme un día para arreglar este malestar popular y empezamos con el equipo.
—Pero ¿cómo va a hacer?
—Un día quiero. 

 A la mañana siguiente, muy temprano, ya estaban los que habían escuchado ruidos durante la noche caminando por la plaza, rodeando el escenario. La misma plaza de “la fiestita”, como la llamaban ahora, olvidando el homenaje a Adalberto Fanuel, el primer comerciante que había llevado hasta el pueblo las clásicas bombachas de campo. Poco a poco la gente comenzó a llegar sorprendida, hombres y mujeres, y a medida que el sol ascendía y el rocío del pasto se volvía agua, la gente más copaba el lugar hasta que alguien advirtió el peligro.

—¡Ey! ¡Ey! ¡La Andreíta y la Mónica andan juntas allá, en la esquina del semáforo!
Rápidamente un grupo de policías separó a tiempo a la pareja que ya estaban agarradas de la mano. Con el murmullo comenzaron algunos cantitos, y después unos coros bien preparados. Alguien trajo una guitarra y, más alejado del escenario, cantaron unos ochenta curiosos temas de Sui Generis, Manolo Galván y Paz Martínez. A eso de las once hubo fallidos intentos por recrear “la ola”, y de nuevo descubrieron a la Andreíta y a la Mónica más cerca de lo aconsejable detrás del roble de los subibajas. Ya nadie preguntaba mucho qué hacía ese escenario ahí porque entre cuentos y mates ya se había puesto entretenida la cosa. Llegó el mediodía y un aroma intenso a hamburguesas y chorizos lo coparon todo. De pronto la multitud había tomado la forma de varias colas largas de gente que llevaba un pan abierto en la mano y un vasito de plástico en la otra. Cuando todo hacía parecer que el martes se había vuelto sábado, el chiflido de un micrófono acoplando silenció la plaza e hizo mirar a todo el pueblo hacia el escenario. Otro acople más y una voz comenzó a hablar. Una voz femenina. 

 

 (Continuará…)

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