/Manteca: «El gurú»

Manteca: «El gurú»

El cura caminaba por el pasto todavía húmedo del rocío. Seis y veinte de la mañana. La cancha amplia y vacía se veía de un turquesa apagado sin el sol. El ruido de sus pisadas le ayudaban a pensar, y el frío le gustaba. Le gustaba un poco nomás. Estaba bastante contento con la adquisición del Juglar para el gran partido, pero desde que había llegado al pueblo un poco lo desidealizó y se encontró con un hombre bastante más común del que hubiera preferido. Más común en el sentido de su juego, porque tampoco le gustaba que sea tan raro, como esa cosa que tenía de hablar todo el tiempo con rimas, o la tendencia a meterse con mujeres casadas. ¡Como si hubiese tantas en el pueblo! Por suerte sus preferencias femeninas eran muy bizarras, y más de un marido lo alentaba a que continúe con las travesuras que mantenían contentas a sus espantosas mujeres. Tres de esos maridos le ofrecieron una renta para que se quede en el pueblo pero él dijo desde un comienzo que después del gran partido se iría. Hay algunas mujeres de estas que ya andan de negro, haciendo el luto de una partida de la que el curita a veces duda un poco.

La mañana permanecía celeste pero los minutos pasaban y casi sin darse cuenta un primer rayo de sol le devolvió el color a todas las plantas. La humedad del pasto se volvió agua y el sonido de sus pasos cambió, en un instante todo perdió su magia. La mañana al cura le ayudaba mucho a pensar y había algo que lo tenía en el desvelo… Había escuchado que el pueblo contario estaba armando un equipo descomunal, algo que nunca existió, una máquina desconocida de jugar al fútbol, un equipo del futuro. Y lo creía posible. Ellos solo tenían al Juglar que era imparable. Pero después… el Gordo Sinetri en el arco era como poner un mueble bajo, Curuchet y el Negro en la defensa estaban para poner una gorra en los vestuarios y tirarles monedas. Fifilín era impredecible, y aunque fuera predecible, era malísimo…

¿Qué hacer entonces…?

El sol de la mañana ya estaba levantando la humedad del rocío y el frío se sintió más. Mientras el cura se ponía el suéter un auto se detuvo al borde de la cancha, y bajó el tordo Giménez que caminó hasta donde el cura luchaba con una manga anudada por donde no le pasaba el brazo.
—Siempre me pasa lo mismo —dijo el cura desde adentro del suéter.
—Todo se opera, padre, no se preocupe. ¿Ya se enteró?
—¿De qué? —preguntó el padre liberando la cabeza y un brazo del suéter, al tiempo que luchaba con el otro brazo atrapado.
—El pueblo vecino… tiene un equipo descomunal.
—Sí —dijo el cura luchando con su suéter—, lo escuché.
—Contrataron a Comanche…
—¿Vive?
—Sí, padre. Vive. Y nos odia.
—Bueno, pero el Juglar es mejor…
—Pero el Comanche es una más de las tantas figuras que consiguieron. Con decirle que juega en la defensa…
—¡Comanche en la defensa! —el cura dejó de luchar con su suéter y miró manco y preocupado al doctor.
—Sí, y solo entra en el primer tiempo. Tienen un jugador que se llama Pómez que se cuenta que es gemelo de una pelota de cuero, salieron juntos del mismo útero.
—¿Pómez y la pelota?
—Ahá. Pómez… habla el idioma de las pelotas de fútbol.
—Pe… ¡Pero si las pelotas no hablan!
—Nuestro oído no está preparado para escucharlas. Pero el de Pómez sí.
—No puede ser, no sabía nada de este Pómez.
—Y tienen un arquero que se llama Venturi. No es que sea muy bueno al arco, pero el tipo mide dos metros por tres ochenta de ancho. Las manos parecen palas de molino. Estira las manos y agarra los dos postes del arco. Para hacerle gol hay que dormirlo con cloroformo.
—¡Pucha, qué mal panorama tenemos, tordo! Hace un tiempo que estoy preocupado con esto, tengo el peor de los presentimientos.
—Pero tengo un dato…
—¿Un dato de algún goleador?
Bueno… No, no precisamente. Tengo el dato de un gurú.
—Un gurú…
—Sí, un gurú, padre.
—El dato de un gurú…
—Sí, padre. Ya sé que a usted no le gustan los gurúes, pero ¿usted tiene alguna idea mejor?
El cura le dio la espalda y se acarició el mentón con la única mano libre. “Un gurú…” repetía como si su cerebro se hubiese detenido en una imagen, en un concepto. Se volvió hacia el doctor.
—Ta bién —dijo el cura—. Vamos con el gurú. ¿Cómo se llama? ¿Dónde está?
—No. No funciona así. Tenemos que invocarlo y él se presenta.
—¿Invocarlo? ¿No será otro Fifilín, no…?
—No sé nada de él. ¿Lo hacemos?

Esa misma noche el cura, el doctor Giménez, Curuchet, Juan Gallardo y la petisa, su tenáz amante, estaban alrededor del fuego en el cruce de la ruta y el camino de tierra que va al antiguo bañadero de ovejas. Juan repetía frases inconexas y cada tanto se paraba y oteaba los horizontes. En un momento el cura le susurró:
—Oíme, ¿cómo nos enteramos de que va a venir este… este Elegido de los dioses?
—Padre, no se burle que es pecado —le dijo también en voz baja Curuchet.
—No me burlo, el que creo que se está burlando de nosotros es nuestro amigo Juan.
Juan seguía mirando para todos lados buscando algo que estaba claro no encontraba. Después de una hora y cuarto, y luego de buscar una vez más entre los horizontes, se dio vuelta.
—Petisa, mandale un mensaje al Cristóbal.
—Así que nuestro mesías se llama Cristóbal y se lo invoca por teléfono.
—No se burle, padre, que Cristóbal todo lo ve… —dijo Gallardo.
—Es un gurú —dijo el doctor mirando con severidad al padre.
—Pero, ¿ustedes se dan cuenta de que vinimos acá, prendimos un fuego, esperamos hora y media y como no apareció nadie este pelotudo lo está llamando por teléfono?
—Es que usted es el que no entiende, padre. Todo el mundo sabe que acá, en este cruce…
—¿Qué pasa en este cruce, Juan?
—En este cruce no hay señal de teléfono, padre.
La petisa cortó. “Ahí viene”, dijo.
—Pero, ¡si la Petisa acaba de hablar!
—¡Saquen sus teléfonos! —ordenó místicamente Juan, y todos los sacaron.
—Es cierto —dijo el doctor—, mi teléfono no tiene señal.
—El mío tampoco —dijo Curuchet, y se empezó a escuchar el motor de un auto a lo lejos.
“Creo que es él” dijo Juan, y nadie más habló hasta que después de unos minutos un auto estacionó a diez metros del grupo, apagó el motor dejando las luces prendidas y se escuchó la puerta cerrarse. Alguien acababa de bajar, se adivinaba la silueta.
—¿Cristóbal? —preguntó Juan.
—Sí —contestó una voz grave.
—Apagá las luces que con el fuego se ve bien —continuó Juan.
—Ah, ok —volvió a decir la voz grave, y las luces se disolvieron en la negrura, y el frente del auto ahora se veía perfectamente reflejado por la luz del fuego.
La silueta caminó hasta ponerse al alcance de la luz del fogón y su rostro apareció ante todo los presentes.
—Buenas noches —dijo—. Soy Cristóbal.

 

Al día siguiente la calle principal del pueblo estaba revolucionada. Durante toda la noche y la mañana de ese día se había corrido la voz de que un gurú había llegado, y las veredas se sembraron de mujeres arregladas, escotes pronunciados, camisas cerradas, polleras cortas, largas, hombres de traje, algunos vestidos con sus ropas de trabajo, caballos, carros, en fin, era un mundo de gente. Parecía un festival hasta que se escuchó a alguien llamar la atención con unos aplausos y la calle enmudeció. Los que estaban más lejos escucharon apenas una vocecita hablar y preguntaban “¿qué dicen?”, “Que llega el gurú. Que está llegando. Que se llama Cristóbal…”. La gente que copaba la calle comenzó a abrirse y de manera natural formó un pasillo por donde Cristóbal comenzó a caminar.Gente del pueblo
—¡Tiene luz! ¡Tiene luz! —gritó uno.
—¡Puedo sentir que me habla con el pensamiento! —gritó otro.
—¡Me manosea las tetas a la distancia! —dijo una.
Cristóbal pasaba caminando lentamente mirando a uno y a otro lado del pasillo humano. Solo se escuchaban las exclamaciones de la gente.
—¡Miren sus ojos! ¡Cambian de color!
—¡Me miró y se me fue el dolor de cabeza!
—¡Mi marido ya no tiene más su aliento repugnante!
—¡Su sombra pasó sobre mí y me siento más bueno!
El cura estaba bastante cansado de escuchar los comentarios que gritaban en la calle, pero realmente necesitaban encontrar una solución para el partido y, como bien dijo el doctor… ¿qué otra cosa podemos hacer?

Cristóbal fue hasta un restaurante que hacen una carbonada famosa donde los dueños lo invitaron y le regaron el garguero con un tinto memorable. Después lo llevaron hasta una sala donde le hicieron ver una obra de teatro del grupo local “Lupo Palupo”, donde no pagó entrada, y luego lo llevaron a tomar el té a una casa famosa por hacer unas tortas muy ricas, y donde también lo invitaron y lo mimaron con regalos. Cuando lo estaban llevando a la casa de la Ramona, para un agasajo más íntimo, el cura se puso un poco nervioso.
—Perdón, pero ¿no va a decir nada?
—¿Quién? —preguntó Juan.
—¡Cristóbal!
—Padre, déjelo que decante su mensaje, sino no puede.

A la mañana siguiente, cuando Cristóbal salió de lo de Ramona antes de lo acordado, el cura lo estaba esperando afuera. “Subí”, le dijo. Cristóbal, un poco incómodo, subió.
—¿A dónde vamos? —preguntó inseguro Cristóbal.
—Al grano. Vamos al grano, Cristóbal. ¿Quién sos? ¿Gurú de qué sos vos?
Cristóbal miraba la calle.
—No sos ningún gurú, ¿no?
Cristóbal miró por la ventana. Recién ahí se dio cuenta de que estaban saliendo del pueblo.
—¿A dónde me lleva, padre?
—Al infierno, Cristóbal.
—Oiga, espere, se lo puedo explicar todo.
—Exlicámelo antes de que llegue a tu fosa.
—Yo soy gurú, pero de modas. Soy un adelantado en la ropa que está por venir, los vestidos, los cinturones… Curuchet se viste muy mal…
Al cura se le erizaban los pelos de la nuca, solo pensaba en toda la escena que habían montado con Gallardo.
—A Juan lo voy a matar…
—No, déjeme que le explique. Yo lo engañé a él también. Necesitaba un golpe de autoestima, algo que me levante el ánimo, me habían tratado muy groseramente en un desfile…
—¡Basta, pelotudo! ¡Andá al punto porque te voy a enterrar vivo!
El cura vio por el espejito que el auto de Gallardo venía detrás. Sintió alivio, estando solo temía descontrolarse y matar al farsante a trompadas.
—Juan cree que soy otra persona.
—¿Qué persona?
—El gurú real, el ungido…
—¿Ungido? No seas hereje porque te mato a crucetazos…
—…el sabio de las colinas verdes, el hombre que domina la cabeza del hombre, el tipo que mira más allá de la paciencia, la persona que jamás yerra con el clima, el protohombre…
—¿Quién es ese tipo?
Cristóbal respiró y miró al cura.
—¿Ustedes tienen un partido de fútbol importante, no?
—¿Eso lo adivinaste o te lo contaron?
—Lo adiviné.
—¿Entonces sos gurú?
—Lo adiviné porque Juan Gallardo estaba buscando al gurú de los gurúes, al único que puede resolver una encrucijada bélica en un territorio de ciento veinte por noventa metros… Al señor de las redes. Lo adiviné porque se lo invoca haciendo un fuego a la noche y quemando raíces de nogal y flores de mutisia, que es lo que hacía Juan cuando llegué.
—Y ¿por qué no llegó entonces el tan genial gurú que me contás?
—Porque tarda dos días en responder al llamado.
—Por eso saliste antes de lo de Ramona, para escapar antes de que llegue…
—Le conté la verdad, padre, ahora ayúdeme a salir ileso de esta situación. Yo vine porque la Petisa me mandó un mensaje, sino no venía.

El cura aceleró y tomó distancia del auto de Gallardo. Dobló por un camino de tierra que tenía un tramo de monte donde la polvareda se disipó entre las copas de los árboles y al poco tiempo le perdió el rastro a su seguidor. Después continuó hasta una ruta donde frenó junto a una casilla de parada de ómnibus.
—¡Gracias, padre! Me voy a convertir y voy a ir a misa para siempre, se lo juro.
—No me mientas, rata repugnante.

Cristóbal abrió la puerta, y antes de cerrarla el cura le dijo en voz alta.
—No me dijiste el nombre del gurú este.
—Lo llaman Manteca.

 

(Continuará…)