/Silencio Blanco

Silencio Blanco

La noche en Puente del Inca más que silenciosa es muda. Los sonidos se van y solo queda el viento, que ya no es un sonido sino un compañero, otro protagonista de lo que nunca pasa. La noche parece cerrar una persiana, dejar una figura en el cielo e irse también, como todos, a cualquier otra parte. Pero, irónicamente, en este paraje lejano de toda urbanidad existe un motivo para que todos se vayan, para que todos escapen, y es que acá vive la soledad. Acá, donde paso mis noches, la soledad tiene un sitio, tiene un campo. Tiene un hotel y una capilla.

Tengo que reconocer que las noches son difíciles. Cada noche, cuando la vida se va a dormir, quedan en la recepción todos los fantasmas gritando, corriendo, llorando, todos los fantasmas de mi vida, mis fracasos, mis miedos… aunque muchas veces llegan los ángeles de mis alegrías, mis lindos recuerdos, momentos que hasta más de una vez me sorprendieron con una risa fuerte en el silencio de la penumbra de la recepción, echado para atrás en mi sillón de cuero.

Mi sillón de cuero… ¡Tantos años en la recepción, sentado en este sillón antiguo de cuero! Si habré visto pasar gente por acá…, más allá de los que llegaron pidiendo una cama, un cuarto y una comida caliente, he visto vidas, historias largas de personas que por un motivo u otro trabajaron acá. Mirando el sillón de cuero me acuerdo de Del Giusti, Alfredo Del Giusti que me hablaba de “nuestro” sillón de cuero. Éramos chicos, los dos empezamos chicos acá. Qué será de su vida… Si supiera que hoy es “mi” sillón, mi viejo sillón de cuero. Bah, no, no creo en las conquistas pacíficas del tiempo. Este sillón sigue siendo nuestro.

El resplandor del pasillo me gusta mucho. Casi siempre, al entrar la noche en la parte honda de la madrugada sin luz apago las lámparas de la recepción y dejo que solo ilumina el resplandor del pasillo, ese manchón amarillo que se derrama por la alfombra y le da a las paredes una tonalidad apenas un poco más ocre que el violeta frío de la oscuridad. Hoy me acordé de Del Giusti, ¿qué será de su vida?

A veces me pregunto cómo será mi vejez. Siempre que pienso en esto tengo como un presentimiento, como una imagen recurrente. Me veo en una casita acá, en Puente del Inca, en una casita que me dan en agradecimiento por tantos años de servicio. Una casita chiquita, linda, cálida, con un cartelito que indique: “Casa del dedicado adicionista Oscar Vitullo” al lado de la puerta, donde por las noches antes de acostarme me siento en este sillón de cuero, mí sillón de cuero… nuestro, nuestro sillón de cuero, Alfredo, y apago las luces y me quedo solo, cobijado por mi fiel esposa la soledad. Ya no sabría vivir mis noches sin mis silencios. Del Giusti… Perdoname, amigo, pero el sillón me quedó a mí…

Afuera, esa misma noche, mientras Vitullo pensaba en la recepción, el viento soplaba como siempre, el frío quemaba como siempre. Nadie podía imaginar que la montaña estaba tan cargada. Todo estaba como siempre, pero algo, un viento que habrá movido una rama dejándola caer sobre las toneladas de nieve que empezaban a violar las leyes de la física hizo que pase algo. Una inmensa cantidad de nieve apisonada por más nieve que cayó encima, por más, y más, y más nieve probablemente no habría resistido la mínima vibración de la rama. Ya no había más sitio para nada y todo un muro de polvo de agua congelada quebró el silencio en un grito inerte y sordo que repicó de montaña en montaña, y en un brevísimo instante el alud inmenso llegó desde el cerro Banderita hasta el umbral del hotel donde Oscar todavía pensaba en su vejez. La avalancha entró furiosa en la recepción y se lo llevó a Oscar pegado en su sillón de cuero por los túneles que conducían a los baños termales dejándolo sepultado bajo siete metros de nieve en el fondo del río Las Cuevas. Después llegó el silencio blanco, el mutismo natural que llega donde ya no hay vida.

Sintió un ahogo fuerte, una presión importante y se levantó y abrió grandes sus ojos en medio de la noche. Estaba sentado en la cama, empapado de sudor, con el corazón latiéndole a toda velocidad. El dormitorio estaba completamente a oscuras. Se volvió a acostar, respiro hondo, y lo único que recordó de aquel sueño la mañana siguiente cuando supo la noticia, fue el sillón que él, Alfredo Del Giusti, compartiera en la recepción con su compañero Oscar Vitullo, el único que murió en el alud de Puente del Inca cuando la montaña decidió terminar con el atrevimiento de los hombres, una vez más.

Fuente de imágenes:
http://www.culturademontania.com.ar 

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