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Tardesita sinestésica

¡Qué tranquilidad violeta por el sendero de la tarde!
J.R. Jiménez

Sé de una figura retórica que consiste en darle a una sensación un sentido que no le corresponde, como la tardecita misma que cierra los ojos del sueño y el tedio que tiene.

Un tigre huele a la luz, la saborea a la distancia; está recostado en la medianera de mi patio, sobre los malvones plantados en latas de aceite. Entre los malvones hay uno, subrepticio, uno de vidrio azul, transparente, tallado por un dios desconocido.

El atardecer de agua va mojando las cosas, las sumerge bajo un tsunami de fulgor dorado, una ola de Kanagawa.

La brisa de tus palabras mueve las cortinas de la habitación; me susurrás cosas, letras de colores, me llama la atención que la X sea de un amarillo esperanzador.

Me toco la punta de la nariz y siento que el dedo meñique de mi pie izquierdo traduce la presión en un sonido que se va gritando y se esconde debajo de mi escritorio.

El sol ha tomado un LSD, sólo un cuartito, de girasol;  y su percepción sobre la realidad cambia diametralmente y el universo se convierte en un gato.

Un aroma verde llena el ambiente, fragancias de una selva dorada y latente que guardo en el centro de los recuerdos de mi estómago.

Una cucaracha llora de pena; el dolor, esa anomalía que se encuentra en la existencia de una conexión a nivel neuronal, es de un color azul, profundo como el espacio exterior, profundo como el mar en cuyo lecho pulsan amebas tornasoladas.

Saboreo los números, vienen a mi mente sin orden, sin reposo. El uno, claramente, es una empanada fría; el dos y el siete están bajo el gusto de mate con menta; el tres es una galletita de agua; el cinco y el cuatro son como tragarse una pompa de jabón; el ocho es kepi hecho durante una tarde en las isla de Miconos; el nueve es un choripán y el cero es agüita fresca.

En la maraña del aburrimiento tengo la remembranza de un beso con sonidos de tempestad, con la saliva inocente, con las lenguas como lianas, con los labios como pulpos, con tu presencia como la sanación, como el milagro mismo.

La Luna está en el cielo carnívoro, intenta pasar desapercibida, pero es imposible; resalta como un camalote en el Mar Ártico.

La tardecita pone la otra mejilla, toma un mate verde, recién cebado, un mate pantano, un mate laguna negra con su monstruo propio, que acecha entre las vacilaciones del oleaje azul, con Saturno en el horizonte como un tambor taiko, las negras y corcheas retumban en el Cosmos.

Una rana salta de nube en nube, un cumulonimbus traicionero e insaciable la fagocita de un bocado.

El  traqueteo del Metrotranvía se arrastra desde la lejanía, dejando tras de si una huella de pasos perdidos en la arena del tiempo.

Está llegando la noche con sus olores tristes, llorosos. Noche de silencios blancos, de estrellas roncando, de estrellas gruñendo, de estrellas con insomnio.

Está llegando la noche al puerto de mis párpados, a la dársena de mis fobias. Me están esperando la almohada tibia, las sábanas eternas y el fantasma aburrido de siempre debajo de la cama.

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