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Tasalomanía

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Sábado de madrugada, suena el despertador como todos los días a las 6:00. En su cama sabe que debe levantarse, el fastidio de no haber podido trasnochar, de tener que trabajar el fin de semana, de encontrarse en la soledad de sus sabanas, pequeñas cosas que le generan un hastío interminable.

Se levanta, prepara un pobre café, la languidez de la mañana hace que no le apetezca nada sólido, mira por la ventana mientras toma sorbo a sorbo, viendo que se le hace tarde y así y todo trata de compensar su mal humor.

A las 7:00 llega justo a la parada, atrás de su colectivo, hay otro, no sabe a dónde, inconscientemente toca la billetera en el fondo del bolso de cuero negro formal que cuelga a su derecha. Segundos…

Segundos lo separaban, y giró en dirección al otro colectivo, subió rápido y recién ahí se atrevió a mirar que se dirigía a la terminal. En el camino puso su mente en blanco y evitó pensar que estaba haciendo.

En la terminal, contó cuánto dinero llevaba consigo, se le hizo el mediodía mientras buscaba entre las empresas el destino más lejano, el mar. Le dijeron que sólo le alcanzaba de ida, no importaba…

No importaba, no quería volver, al contrarío quería dejar su monotonía gris atrás. Una poca familia a la que no visitaba, amigos que sólo estaban para las salidas o reuniones, un trabajo monótono que odiaba y un corazón roto sin tiempo, que llevaba sólo como adorno.

Antes que terminara la siesta estaba arriba de su transporte a lo que creía que sería su libertad, se dispuso a dormir, el mundo ya no le pesaba.  Cuando despertó el paisaje había cambiado, lo seco había quedado atrás, podía ver algunos árboles, casas perdidas a lo lejos, la humedad ascendiendo y el cielo formando nubes lentamente.

Sentía la ansiedad de estar por llegar, un día casi completo de viaje era demasiado, llevaba sólo lo puesto y su bolso, así que esperaba saltar apenas la puerta comenzara abrirse. Se reía pensando que era una metáfora ridícula, “una puerta a su nueva vida”, pero sabía que era más que eso. Dar vuelta la página era poco, ni se gastó en terminar el libro, había pateado la estantería y salido corriendo.

Llegó, bajó, corrió, empujó gente, se tropezó y sintió la brisa del mar. Estaba cerca, miró en todas direcciones, tratando de saber a dónde estaba. En su desmesurada urgencia pidió orientación, le señalaron las gaviotas que revoloteaban a lo lejos, unas 10 cuadras tal vez. Huyó…

Sintió que las olas rompían, dio vuelta a la esquina y lo vió, un escalofrió corrió por su espalda hasta la nuca, atravesó su boca, ardió su nariz y se convirtió, no en llanto, pero si en algunas lágrimas. Se sacó los zapatos para sentir la arena en sus pies, se sentía flotar aunque se hundiera a cada zancada, sus dedos tocaron el mar.

En ese preciso instante se sintió desaparecer, cayó de rodillas sobre el agua, como esperando que el agua salada le transformara en un nuevo ser, con la espuma blanca como único testigo de lo que acababa de empezar, ya no era, ahora sería.

– ¿Vas a subir o me voy? – dijo de mala gana una voz.

La cobardía rompió el sueño, subió a su colectivo y vio por la ventanilla partir al otro, quedándose atrás, otra vez.