Cual «El Pensador» de Rodin, el comisario Federico Musa, jefe del destacamento de Tamarindos, un pueblo de un par de miles de habitantes, tenía la mano sobre la barbilla. A diferencia de la escultura, sus dedos índice y medio estaban colocados sobre sus labios. Se felicitó no haberse sacado los lentes ahumados porque sus ojos lo hubieran delatado: estaba tentado de risa. Como no creía en supercherías daba poco crédito al reclamo de los furiosos vecinos sobre las andanzas del «Lobizón» por el pueblo, que acosaba a las mujeres de la zona. Habían salido a darle caza armados, algunos con palos, los más fanáticos con estacas y crucifijos porque el pedido de una bala de plata murió en el intento. No tanto por lo ridículo sino por lo difícil de conseguir.
El hecho no era sencillo de resolver, porque no había denuncia formal con nombre y apellido de las supuestas víctimas, que por pudor no se animan a denunciar al Lobizón y otras porque sinceramente no recordaban que había sucedido en los encuentros con el ¿fantasma? de marras.
De haber pedido ayuda para un identikit, la tarea hubiese sido ciclópea, porque no había uniformidad en los relatos. Para algunos el espectro se vestía todo de negro, otros decían que de blanco, unos aseguraban que tenía los ojos rojos, otros que eran blancos y vacios, que tenía una máscara, que su cara estaba pintada, que usaba sombrero, que tenía capucha….. la única coincidencia es que todos aseguraban haber escuchado una carcajada seguida de un aullido.
El comisario les prometió ponerse a la cabeza en el operativo caza-lobizón, los despidió pidiéndoles que se fueran a su casa, que él se encargaría y que tuvieran cuidado al andar armados que no quería que nadie saliera lastimado.
Había sido un día tranquilo en Tamarindos, lo habitual, ladronzuelos de poca monta, alguna pelea en el bar, alguna denuncia esporádica, por lo que se felicitó haber aceptado el traslado. Justamente su colega de Villa Dina por teléfono le había contado que «esta fue una tarde de perros», un tiroteo con delincuentes que huían en un auto robado, la detención de un marido golpeador y los vecinos que intentaban romper la comisaría para hacer justicia por mano propia y hasta una pelea de travestis en plena calle y el caos por el tránsito entre quienes se detenían a mirar la pelea y los que apurados tocaban bocina e intentaban sumarse a la pelea con los otros automovilistas. Nada de eso pasaba en Tamarindos, igual pensó que le iba a ser difícil conseguir autorización para recargar a otros uniformados porque todo significaba más plata.
Antes de irse sonó el teléfono, sabía que era el Intendente quien llamaba, don Martin Rumbo era un hombre honesto y pragmático, con acento paternal le dijo -Mire mijito, resuélvame este problemita del Lobizón, debe ser un pícaro, un gracioso, pero no quiero que nadie salga herido si andan armados por la calle, debe ser tan humano como usted o yo, porque supe que además de asustar a las muchachas, visita los gallineros y hasta abre las heladeras y se lleva lo que puede, debe estar hambriento ese Lobizón – rieron juntos y después preguntó – Comisario, ¿sabe algo de ese tal Bilbo? mi mujer que estuvo en la peluquería me dijo que las mujeres no hablaban de otra cosa, por las dudas averigüe, acá no vivimos del turismo, no vamos a asustar a nadie para que no venga, pero eso de agrandar la cosa con ideas raras no me gusta nada.
El comisario recordó que su esposa estuvo en la peluquería y llamó para preguntarle que sabía sobre ese tal Bilbo, a decir del comisario. La mujer le comentó que era un exégeta de las escrituras, que decía que el libro apócrifo de Enoc debía formar parte del Antiguo Testamento, hablaba de los ángeles caídos, los que fueron expulsados del cielo junto a Lucifer, que habían llegado a la Tierra, pero perdida la gracia del Señor, prevaleció en ellos la lujuria del placer y tuvieron amores con las hijas de los hombres, eran expertos en el arte de amar porque aún conservaban un halo divino, y que fruto de esas relaciones habían nacido los genios que estaban intelectual y artísticamente por encima de la media normal de los hombres, precisamente por el origen no terrenal de estos. Que fueron expulsados de la Tierra, pero cada tanto volvían a encarnarse en diferentes formas y una de ellas era la de Lobizón, pues la leyenda está en todas las culturas conocidas.
Mujer que tiene relación con un Lobizón guarda el secreto y no lo olvida jamás y la que no lo conoció aunque no lo diga se hace las fantasías más eróticas pensando en un hipotético encuentro. El entusiasmo que puso la mujer en esta última frase, medio que no le gustó nada al comisario y cortó abruptamente con una pregunta mucho más terrenal -¿Qué preparaste para la cena?
Así como en la peluquería, en el taller, en los negocios, en los bares, no se hablaba de otra cosa que del «Lobizón». Hasta Alelí analizaba con su socia en la tienda, la conveniencia o no, de estampar leyendas sobre el Lobizón en remeras y gorras, la duda es que si era éticamente correcto, aunque el éxito estuviera asegurado. La única radio del pueblo hizo su agosto, en la mañana en «Somos tus ojos, tus oídos y tu Voz», los oyentes llamaban opinando, contando y porque no inventando, sobre las correrías del particular personaje. Por la tarde igual en «Game Over, final del juego», donde entrevistaban a curas, pastores, sicólogos, parasicólogos, curanderas, brujas y chantas de toda índole que aprovechaban sus minutos de fama para promocionarse.
Era todo un hecho cultural, si hasta Natalí García, dueña de una voz envidiable presentó su «Blues del Lobizón» de aceptación inmediata, la doctora Bressán (la abogada de los ojos mas lindos de unas cuantas manzanas a la redonda) contó que un cliente le preguntó si podía demandar al Estado por ineficacia por el robo de dos jamones que tenía colgados y habría devorado el Lobizón. Por la noche el más desestructurado programa «Lorelai te bate la justa» se llevó todas las palmas. Respetando el anonimato y distorsionado la voz en la consola para no identificarlas, pudieron hablar las supuestas víctimas. Esto llevó a compararlas con quienes experimentan el Síndrome de Estocolmo, por el tono en que se referían al supuesto acosador sobrehumano, o tal vez engañaron a la conductora y estaban inventando y repitiendo lo que alguna dijo medio en broma o fantaseando.
La policía reforzó sus patrullas, los rondines de los hombres se hicieron por turnos, y no se volvió a escuchar más sobre el Lobizón, no hizo falta estaca ni crucifijo para que desapareciera del pueblo, tal vez solo fue una psicosis, una travesura de alguien que al ver que podía ser descubierto y pasarla realmente mal decidió poner fin a sus correrías. Lo que sí, al menos como mito urbano, al Tamarindos, el Lobizón llego para quedarse.
Este relato parece poco serio, pero al final de cuentas está en el imaginario popular y de eso no me hago cargo… cuentan que en hospital, que muy, pero muy de de tanto en tanto, en noches de luna llena cuando nace un varoncito, siendo el séptimo varón consecutivo en esa jornada, las enfermeras y los empleados de limpieza y oficinistas, en fin todos los que trabajan en el hospital, abren los ventanales y desde el descampado que queda justo enfrente de la maternidad, escuchan una carcajada seguida de un aullido.
Escrito por Oscar «Chino» Zavala para la sección: