Tom Magnum era un importante empresario de bienes raíces de Manhattan, Nueva York. Su patrimonio estaba muy valorizado, tenía mucho, de todo; Rolex, Maserati, yate, departamentos, una vida de mierda… y ésto último era lo que su abultada billetera nunca pudo alterar, pero había llegado el momento de cambiar esa situación.
Hacia tres meses que había conocido por Tinder a una mujer. Hanna, odontóloga, judía, más joven que él y muy moderna para su gusto, pero aún así había algo en ella que lo atraía, una cohesión, un imán muy poderoso. Se habían visto en persona sólo dos veces, pero la relación era sana, limpia y tenía un futuro prometedor, de esos con un final pomposo digno de un cuento de hadas.
Él la quería sorprender, pero sabia que no era esa clase de hombres que tienen la virtud de encender una chispa en la atención de una mujer, era muy robótico, predecible y hasta aburrido. No obstante, en dos días Tom Magnum se encontraría con Hanna y él tenía una sorpresa guardada, algo que estuvo planificando minuciosamente para lograr que la relación se termine consolidando.
El día llegó y después de una cena a la luz de las velas en su majestuosa mansión y con el mayordomo ya lavando platos, Tom la invitó al costado de la ardiente chimenea a tomar unos tragos especialmente seleccionados, todos con alcohol y algunos a base de maracuyá (la fruta de la pasión). Ahí fue cuando le propuso un juego a Hanna: el desafío era que con un dardo tendría que dispararle a un globo terráqueo en leve movimiento que Tom tenía arriba de una mesita. Ambos estaban copeteados y eso ayudó a que Hanna aceptara de muy buen gusto el desafío. Tom Magnum se sintió muy satisfecho y feliz, había logrado sorprender a Hanna por primera vez. El lugar exacto donde impactara el dardo, sería el destino de unas vacaciones de ensueño que Tom y Hanna no olvidarían en su vida.
Con los ojos bien abiertos y tratando de afinar su puntería, Hanna focalizó tres puntos antes de disparar: París, Abu Dhabi y Egipto, son los tres destinos que siempre tuvo en sus sueños, los más románticos para su apetitoso, peculiar y refinado gusto. La mano de Hanna estaba tiesa como Pitufo con dos viagras, sudaba a chorritos, la concentración a mil y profunda apnea, el disparo del dardo que salió con fuerza y a toda velocidad se clavó en el lomo del gato persa que estaba durmiendo en el sillón, el tiro debió repetirse y en esta segunda ocasión dió de lleno en el globo terráqueo. Los dos saltaron de alegría, el Tom con un baile tipo mona Giménez y ella uno estilo egipcio. Se besaron fogosamente. Muy excitados ambos se dirigieron a ver en qué lugar hizo blanco el dardo, sorpresa: General Alvear, Mendoza, República Argentina (¿¡!?)
La sonrisa había desaparecido y el sudor producto del alcohol ingerido se enfrió rápidamente en la piel, pero el juego era así, el dardo no mentía y había que respetarlo. Hanna quiso entrar a Google a investigar sobre General Alvear, nunca había escuchado ése nombre, pero Tom de muy buena manera y con la justificación de que lo desconocido sería más embrujador y fascinante lo impidió.
Tom compró los pasajes solamente, tenía dinero de sobra y para que la aventura fuera completa, la estadía en Alvear sería para nada planeada, sino improvisada, se moverían con el viento. Hanna,después de hacer una mínima investigación leyendo una revista Anteojito de geografía que tenía guardada, se enteró que en Alvear solo había un hotel y no tenía WiFi, el español de ella era insuficiente, muy limitado, por eso no se animó a llamar por teléfono para hacer las reservas, la primera gran alarma de preocupación se había encendido.
En la zona de embarque y a punto de viajar, Hanna se enteró que en Alvear no hay aeropuerto, y que tendrían que usar un medio terrestre local para llegar a destino, segunda alarma activada. Eso preocupó más aún a Tom, porque entre su equipaje llevaba todo el set completo de palos de golf, tenía en mente practicar su hobby favorito en alguno de los múltiples campos de golf de General Alvear.
Había un pacto entre ambos: que nada se planeara, pero en sus mentes tenían sus propios objetivos.
Ella llevaba en sus maletas su mejor vestuario, sus más delicados zapatos y las tarjetas de crédito listas para visitar centros comerciales. También quería conocer las peatonales y visitar algunas galerías de arte.
Él en cambio le tiró más para el turismo aventura, deseaba hacer kitesurfing, escaladas de cerros, alquilar algún Land Rover para hacer offroad o simplemente observar el atardecer en alguna laguna infestada de rosados flamencos tomando champán con Hanna a su lado. Salieron… ¡¡Alvear los esperaba!!
Llegaron al aeropuerto de la ciudad de Mendoza un lunes al mediodía, viento zonda y 38 ° de calor. Las axilas de Tom eran cascadas de sudor, ni hablar de Hanna, con la ropa interior empapada toda traslúcida. Con tanto equipaje no hubo taxi que los ayudara en un recorrido tan extenso, tuvieron que alquilar un taxi flet pintado rojo furia y blanco con el escudo de un tal “Huracán Las Heras” plasmado en el capote, pusieron todas las maletas y bolsos en la caja de atrás y partieron hacia General Alvear.
A las 3 de la mañana llegaron a destino, el único hotel abriría a las 8, estaba cerrado porque no tenía ningún huésped y ellos no eran esperados pues no tenían reservas. De mal humor, cansados, hambrientos y sucios, la pareja de extranjeros por fin pudo entrar a una habitación a las 9.
Tratando de empezar las vacaciones con el pie derecho y queriendo dejar todo atrás, ordenaron el desayuno en la habitación: café con crema, huevos revueltos, hash browns, waffles, syrup, mermelada de frutillas, jugo de naranja natural y edulcorante.
Recibieron en cambio cuatro tortitas con chicharrones, dos tazas de mate cocido ya endulzado, manteca y dulce de leche. Tom bajó rápido a la recepción de mal humor a hablar con la señorita a cargo, se sentía humillado, la empleada le ofreció mil disculpas y le aclaró que no fue mala voluntad, sólo que no habían en el hotel los alimentos que ellos solicitaron, solamente tenían huevos y la leche llegaría después de las 10, cuando pasara el sulki del lechero.
En su afán de remendar la mala experiencia, la recepción del hotel le dio cupones para el alquiler sin cargo de dos bicicletas. El Tom y la Hanna aceptaron las disculpas y los cupones, se calzaron ropa deportiva y salieron rumbo a la laguna cercana en las bicicletas, un trayecto de tres horas aproximadamente entre ida y vuelta.
Una tormenta de lluvia y piedras sorprendió a los turistas casi llegando al hotel de regreso, Tom, como todo un caballero, le sirvió de escudo a Hanna con su cuerpo, absorbiendo piedras del tamaño de pelotitas de golf. Con la espalda llena de moretones y la cabeza llena de chichones, Tom entró al hotel como un vendaval, descargando toda su furia y frustración con la señorita de recepción, a medida que Tom más gritaba, más lloraba la pobre mujer. Hanna intervino atinadamente y ambos subieron a su cuarto.
Ya por la nochecita, con los ánimos apacibles y por recomendación de Hanna, ambos bajaron de la habitación para que Tom pidiera disculpas en recepción, una vez allí, y sintiéndose un villano, también le hizo saber a la señorita que se sentía avergonzado por haberla hecho llorar, a lo cual ella respondió que no fueron sus gritos lo que provocaron su llanto, sino la frustración de no poder ayudarlos como ellos se merecían, de no poder contar con las comodidades que ellos estaban acostumbrados, incluso hasta ella fue la que les pidió perdón.
Tom y Hanna quedaron sorprendidos, nunca habían recibido una dosis de humanidad, un gesto de grandeza y una lección de vida tan importante de parte de otra persona en sus acaudaladas y agitadas vidas, se sintieron despreciables y perversos, insignificantes en una ciudad minúscula que ellos estaban empezando a odiar a lo grande.
Desde ese día todo cambió: ellos pasaron a llamarse “el” Tom y “la” Hanna, el yerbiado con sopaipillas era el desayuno diario que no podía faltar, los paseos en bicicleta eran diarios pero no sin antes mirar pa’arriba, por si alguna nube con piedras se aproximaba, en el pueblo ya eran conocidos y no había ningún lugareño que no cruzara palabras con ellos ya que hasta el castellano se les había pegado.
Después de 6 meses el Tom y la Hanna regresaron a Nueva York, pero ya como marido y mujer, porque hasta se habían casado en General Alvear, en la parroquia San José, frente a la plaza, con carneo y fiesta popular y lo mejor de lo mejor, traslado personalizado en el sulki del lechero hecho limosina.