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Asuntos pendientes

Lo medité y me preparé toda la semana. Mentalmente, era un desafío. Podían pasar muchas cosas en el medio, tantas otras podían aparecer… o se podían perder.

— No me voy a arrepentir— le contesté convencida, y sabía que así sería. Aunque yo quisiera, en el fondo, lo contrario.

Que si, que no. Esa mañana tenía que ir al ginecólogo, por un PAP. Tenía el turno hace dos semanas, así que la noche anterior me bañé y me depilé con cuidado, pasando la máquina por todos los rincones. «Si no tengo sexo, igual tengo ginecólogo», pensé.

No habíamos hablado en varios días y la expectativa era enorme (para mi, claramente).

Dos noches antes de ese martes, me despertó un sueño dulce. Mi cabeza, en la inconsciencia, agarró todo el material que durante días había ido fabricando entre pensamientos fragmentados y me regaló una obra maestra.

Más tarde esa misma noche, se me ocurrió mencionar que simplemente había soñado, pero no tuve el valor de contar. Me lo guardé.

En el sueño estábamos en una fiesta, un lugar de dos pisos, escalera tipo caracol ancha en ambos  extremos de la pista principal. Luces azules, magenta, verdes flúor. Caminé junto a una columna que sostenía la escalera, y ahí estaba, me alegraba de verlo y lo saludé con un abrazo, como siempre. Me besó, lo besé. El resto es confuso, pero lo que puedo recordar es el sexo. Mil sábanas, una mano levantando mi pierna, la otra agarrándome el pelo, yo viendo todo desde arriba, yo viendo todo desde afuera.

En fin, llego al consultorio, y la doctora nunca apareció, reprograman mi turno para el miércoles siguiente. Le escribo a mi mejor amiga, entre una cosa y la otra, le cuento, «mandate» me aconseja.

Nuevo mensaje… Busco su nombre

«Hoy es miércoles»

Enviado. Dos tildes grises.

«Por lo menos hasta las 00 de hoy, tu afirmación es correcta. Venite después de las 21»

«Yo llevo algo rico para comer, además de mi»

«jajajaja, ( emoji de carita), después te mando la ubicación exacta.»

¡Ay! la felicidad. Después de años, al fin se alinearon los planetas. Cosquillas,  y ansiedad. Antes de ir a trabajar, me puse cremita con rico olor por todos lados, me volví a depilar las zonas que se sentían ásperas al tacto, me puse perfume, me cepillé el pelo, metí una muda de ropa a mi bolso, cepillo de dientes, maquillaje y desodorante.

La tarde empezaba a morir y no había mensaje. Resignada a que ya no llegue, me iba desarmando los rulos, cuando ¡pum! mensaje entrante: ubicación. (Así, a secas).

¡Me puse tan nerviosa! hacía tanto que no sentía la adrenalina de mis días adolescentes, esa marea de hormigueos en la panza que se vienen cuando se siente cerca una primera vez. Un primer beso, un primer encuentro, una primera salida. Momentos llenos de adrenalina, todo está por escribirse, todo es desconocido, todo puede pasar… y  con una pizca de suerte, capaz pasa.

Apenas seguía caliente el mensaje, cuando levanto el teléfono fijo de la oficina, en internet busco un lugar donde hagan comidas rápidas y encargo. Pedí un calzone especial para cuatro, de esos con carne, jamón, quesito y verduras. La idea era pasar a buscarlo cuando saliera de camino al centro.

El lugar quedaba alejado de mi trabajo, pero el trámite sólo demoraría 15 minutos más.

Puntual como nunca, minutos antes de las 21, cerré la oficina, contesté los últimos mensajes con consultas de los clientes, agarré mi bolso y entré al baño.

Durante toda la tarde, mi confidente y consejero, (a veces, le digo mejor amigo, aunque la relación es por demás rara, describirla me llevaría mucho), me whatsappeó con recomendaciones, bitácoras y comentarios que ayudarían a que la noche fuera “LA noche”. Además, urdió un “plan b”, por si acaso mi temor se volvía premonición y me quedaba plantada a último momento. Chat paralelo: la amiga que me había incitado a ir a la guerra sin pensar, también hacía lo suyo y tenía más consejos y recomendaciones.

Si me cambiaba o no la remera, fue un tema de discusión. Tenía puesto un remerón negro,  mangas cortas, metido dentro del pantalón y la idea era permutar por una camiseta de microtul, (si, transparencias), con apliques de flores rojas y mangas largas. En realidad ése era un body, una herramienta de doble uso: con el jean azul, cinturón  y zapatillas, era una simple remera negra. Sin el jean y demás, en el momento correcto… se convertía en lencería.

En el baño, entonces, mudé la remera por el body y opté por no volver a ponerme el corpiño. Los apliques cubrían gran parte de mis pezones, además de darme comodidad, también era sensualidad. Sin ningún cuidado metí la remera del día y el corpiño todos enredados en la mochila. Me volví a poner perfume, maquillaje, el pelo era un desastre así que peinarlo un poquito era bastante conveniente, desodorante para intentar controlar el sudor desbordante desde que recibí el mensaje. Por último, lavar los dientes, revisión general y listo.

Arriba del auto, me dispuse a seguir el plan; Paso 1: comida, Paso 2: centro.

Encaminada para retirar la comida y en tiempo récord. Me temblaban un poquito las manos y la transpiración ya me estaba sacando de quicio. Ni siquiera cuando rendía finales en la facultad, me sentía así de nerviosa. Estacionamiento frente al local, dejo el auto y entro.

—Hola, vengo por un calzone.

La mujer detrás del mostrador me sonríe y revisa las comandas. Me pregunta el nombre varias veces. El maestro pizzero, un hombre joven, robusto y cubierto de harina deja de salar la masa y se acerca. Algo murmuran un par de segundos.

— No tengo nada a tu nombre— Afirma sin titubeos.

— No puede ser, llamé como hace una hora.

— ¿Segura que llamaste acá?

— ¿A qué otro podía haber llamado?

— Es que somos cuatro sucursales, por eso te digo. ¿Tenés el número a mano?

— No, a ver, lo busqué en Google — Abro el navegador en mi teléfono y repito el proceso de búsqueda que anteriormente había hecho desde la computadora en la oficina.

No hizo falta mucho, para que cayera en la cuenta de que en efecto, me había equivocado. ¡Que estúpida me sentí!, papelón

Atiné a reírme de mí misma, pedir disculpas, agarrar como veinte imanes, dos folletos y rajar.

Ahora sí, con la certeza de que la comida estaba esperando, (porque la muchacha me hizo el favor de llamar a las 3 sucursales y averiguar con cuál de todas me comuniqué) volví a encaminarme en el plan original.

«¡Ay! no pedí papas fritas» Detenida frente al semáforo, aproveché la pausa de la luz roja y llamé. (No intentes esto en casa, el celular al volante mata, él no sabe manejar).

La secuencia se repite llegando al segundo local, estaciono, entro, me anuncio. La caja con mi nombre estaba ahí ¡Eureka!… sin papas. Ni siquiera las habían metido a la freidora, había que esperar.

Conversando con los chicos que atendían el lugar, les comento mi hazaña y me regalan una porción más de fritas como premio a la fidelidad que mantuve al haber rechazado el ofrecimiento de la mujer del  local anterior, de hacer un calzone en el momento. Es que en realidad lo que conservó mi compromiso fue que el pedido, no era algo común. Seguro iban a perder el trabajo si no pasaba a buscarlo. Porque esa caja con mi nombre era el trabajo de ellos, su mercadería, su dinero y su tiempo. Si nadie más lo quería  terminaba en la basura. Pensar en eso me dio tristeza. Pensar en la gente que se caga en el trabajo ajeno me dio tristeza.

Con la doble porción de papitas y el calzone super mega extra enorme, ya en mis manos activo el GPS y me encamino. Eterno se me hizo el trayecto, el olor a comida que salía de las cajitas  torturaba el hambre que se  despertó de forma violenta.

Ya en el centro, la gallega me avisa que “mi lugar de destino eshtá a la derechia” Mensajito: «Estoy abajo».

«¿Dónde que no te veo?»

«Frente al lugar que tiene el cartel luminoso, me estoy por bajar del auto.»

«¡Ah! estás una cuadra antes.»

Divino el sistema de navegación, me había direccionado para el chori. Nunca sabremos porqué razón, motivo o circunstancia pero dedujimos que fue porque tiene un margen de error en cuanto a metros. Se lo perdonamos.

Antes de bajarme del auto, se acerca el tarjetero. Le consulto hasta qué hora se va a quedar y reflexiono respecto de mover o no el vehículo una cuadra más. Ganó la parte de mi que quería dejarlo estacionado justo ahí, debajo de la luz y frente a un restaurant que tenía mesas en la calle. Como cada vez que me bajo del auto, revisé todas las puertas cuando puse la alarma, agarré las benditas cajas de comida y a caminar.

«Estoy en la diagonal opuesta» Me había comentado. No lo veía, entonces seguí.

Voy cruzando la calle y casi como en una secuencia de película, la gente se dispersa y aparece. Venía caminando a mi encuentro. Me había olvidado lo lindo que es, lo vi más lindo que nunca.

La felicidad que me dio verlo, fue una cosa tan hermosa. La sensación me hizo acordar a los reencuentros con amigos o parientes que no vemos hace mil años y de repente todo está ahí, el cariño, la confianza, los recuerdos.

Cruzamos la calle hasta la puerta del edificio, (no era una cuadra, eran un par de metros, exageró), abrió y entre risas y comentarios casuales al pasar, pide el ascensor.  Subimos y en la puerta del departamento al tiempo que mete la llave en la cerradura, me da la bienvenida a su hogar, cuasi disculpándose por la escasa cantidad de muebles.

El departamento era (es) amplio y cálido, no sólo porque la calefacción estaba encendida y hacían mil grados, más bien por la sobriedad y la paz reinante… esa que viene de la soledad intencional, deseada, buscada. Pasamos directo a la cocina; y gracias a Dios, porque ya me mataba la inanición; me ofreció algo de tomar: elegí el vino blanco, celebró mi elección. Me descalcé, me lavé las manos y nos acomodamos en el pequeño sillón frente a la tele encendida pero  silenciada, cada uno con su plato.

Tomamos el vino, fumamos flores, conversamos de la vida, de la música, charlamos en laberintos interminables que nos dejaban en cualquier lugar intentando descifrar cómo fue que terminamos hablando de tal o cual, obligados a volver sobre nuestras palabras sin lograr descubrirlo. La brisa que entraba por el balcón era perfecta.

Después de comer nos quedamos ahí. De vez en cuando entre alguna que otra risa me tocaba la pierna y dejaba la mano un rato, yo acariciaba su brazo devolviendo el gesto. No sé cuánto tiempo estuvimos ahí, creo que fue más de lo que podría calcular.

En una de esas, me larga sin anestesia:

— ¿Querés que chapemos ahora?

Me saqué las manos de los ojos, volviendo la cabeza, me tomé el tiempo para mirarlo. Obviamente quería, quise desde que hablamos de ese libro genial que te llenó la boca de palabras hermosas resaltadas en colores diferentes que hicieron que me dieran ganas de morderlas justo cuando se te posaban en los labios.

Aproveché para dar vuelta la pregunta y confirmar si él estaba seguro de querer, porque otras veces nunca pasó. Me contestó que sí, pero no quería que me arrepienta. Nunca estuve tan poco arrepentida por algo. Me podía arrepentir de la carrera que elegí, me podía arrepentir de estancarme tanto tiempo en el mismo trabajo, de no haber cargado común en la estación de servicio y haberme hecho la millonaria cargando Euro, hasta me arrepentía de haber pedido un calzone para cuatro, y no para dos. Pero de haber llegado ahí, de estar justo ahí sentada juro que no me arrepentí, ni en ése ni en ningún otro momento.

Me besó, le respondí con hambre. Lento y suave, nos dimos el tiempo para saborearnos. Me sorprendió descubrir que la mezcla  de tabaco  y de chocolate que tenía en la boca me invadió, me encantó. Nos acomodamos varias veces en el sillón, con la respiración agitada nos mordimos los labios, nos besamos las ganas, nos encontramos ahí, calientes y ansiosos, nos deseamos y nos gustamos. Nos acomodamos de nuevo. En un movimiento rápido, me puse justo encima y él se recostó a lo largo del sillón. Por debajo de la remera, su palma contra mi pecho, en mis adentros el pedido desesperado de que apretara más fuerte.

Le tomó dos segundos agararme la cola con ambas manos y levantarse del sillón conmigo encima, caminar hasta la cama y tirarnos ahí, («si, ya está» murmuró). Me excitó más. Hicimos una previa breve, (perdón por el spoiler) y le pedí que me sacara el pantalón. Guió mis brazos juntos por encima de mi cabeza y él bajó despacio hasta el cinturón. Mientras yo me saqué lo de arriba. Creo que se sorprendió porque dijo algo como «¡Ah! bue». No me importó. Era mi momento. Sólo estaba él y sólo para mí. Me inunde de egoísmo y me dejé arrastrar. No tuve dudas, no tuve penas, la luz era justa, el clima perfecto, su olor delicioso y yo ahí, para disfrutarlo.

Le pregunté si tenía forros, la obviedad le causó gracia. Se levantó y fue por uno, después de buscar en los cajones del armario frente a la cama se volvió y se paró justo en el haz de luz que entraba por la puerta abierta, abrió y sopló el preservativo, levantó la mirada. Mis pies estaban apoyados en el colchón y las rodillas apuntando al cielo bloquearon la vista de la cintura para abajo. Fue dulce, fue lento, cuidadoso. Por momentos emitimos algún gemido, por momentos sólo la respiración cortando el aire. Ni la música, ni el mundo.

Podía sentirlo todo, no me privé de ninguna sensación.  Contraje una pierna para darme impulso y mantener un movimiento sistemático a mi antojo, con una mano me sostuve el pelo lejos de la cara,  la otra encima de su mano sobre mis muslos. Me besó el cuello, se llenó la boca con mis pechos. Gemí de nuevo junto a su oído, me mordí los labios. Cambiamos de posición y me estiré, se posó sobre mí. Pude sentir todo, cada centímetro de su piel adentro mío, el placer inmediato y la explosión desbordante. Agarré su espalda con fuerza, cerré los ojos. Me permití gemir y gritar a mansalva. Quedó exhausto, inmóvil, boca abajo. Cerré los ojos y lo abracé.

— ¿Te hago mucho peso?

Respondí con un sonido que intentó ser un no. Quería que se quedara ahí un rato más. La música volvió a mis oídos, todo se asemejó a la perfección.

Después de un ratito se levantó, salió de la habitación. Volvió intentando armar un cigarro, con encendedor y cenicero incluidos. Me confesó que no le gustaba fumar en la cama pero tenía excepciones. Terminó de fumar y se acostó, quedamos los dos boca abajo cada uno abrazando una almohada. Se levantó de nuevo y abrió la ventana, ya asfixiado de calor después de dudar un rato. Tenía miedo de que se viera desde afuera.

— Está oscuro, es imposible. Recién dijiste que si los vecinos miran para adentro que se jodan, es tu casa

— No, lo digo por vos.

— Me encanta el exhibicionismo.

— ¿Te gustan los lugares públicos?

— Si. Todavía no tengo un ascensor en la lista.

— Te gusta saber que te pueden ver.

— En realidad es la cuestión del secreto cantado a viva voz. En un auto, en la calle por ejemplo, saber que en cualquier momento aparece una viejita.

— Y decía: “Ay, yo también quiero participar”

— Mientras esté buena

— No sé si hay muchas viejas que estén buenas.

— ¿Graciela Alfano?

— No.

— Bueno igual me gustaría tocarle las tetas, sentir la silicona momificada. Quiero saber qué se sienten al tacto las siliconas.

Era fácil divagar, lo hicimos  un rato más. El aire frío nos pegaba de lleno y la luz había cambiado. Desde la cama podía ver la cara oculta de algunos edificios, parte de la cochera con los autos guardados, de vez en cuando una ventana solitaria se ponía amarilla y de atrás de una cortina se divisaba la sombra de alguien siguiendo una rutina.

Se acostó del otro lado.

— Date vuelta, me voy a quedar acá por el aire.

Giré y acomode la almohada de nuevo. Lo abracé.

— Ah, estás muy caliente. Por lo general yo tengo la temperatura más alta que el resto de la gente.

— Vos estás frío.  ¿Te da mucho calor si te dejo el brazo ahí?

— Emmm, no. O sea, soportable. Si se pone peor te digo.

Ya no respondí. Cerré los ojos y nos quedamos en silencio. La respiración se hizo pausada, se fue quedando dormido. Gimió un par de veces y hasta dijo algo totalmente inteligible. No quise despertarlo. Se movió y me pasó la mano por detrás de la espalda hasta la cintura. Escuchando la música lo miré dormir, y también miré por la ventana como la ciudad se apagaba despacio.

No me contuve y lo acaricié en  la cabeza,  por el cuello, lo más suave que pude. En el balcón yacía inmóvil apoyada en el barandal, una escalera de metal pequeña que me hipnotizaba cada tanto.

“I want to rock with you (all night)
Dance you into day (sunlight)
I want to rock with you (all night)
Rock the night away”

Michael Jackson y sus mocasines acharolados cantando para mí desde la otra habitación.

Sumergidos en ese lapsus post sexo perdí la noción del tiempo hasta que decidí que era momento, todavía tenía que manejar un buen tramo de vuelta a casa.

Me moví y se despertó.

— ¿Dormiste algo?

— No, me quedé como somnolienta pero despierta.

— ¿Ni un ratito? Yo me re dormí.

— Si, lo sé.

— La música no es como para éste momento.

— Recién sonaron un par buenos.

Medio entre bostezos se levantó, bajó el volumen y volvió rápido.

— Los vecinos ¿no te hacen drama por el ruido?

— No, tengo un vecino que pone música a todo volumen pero yo no le digo nada y él no me dice nada.

— No se escucha mucho ¿o sí?

— Se escucha todo. Los escucho coger todo el tiempo.

— ¡Noooo!

— Si, en realidad la escucho a ella. A él no tanto.

— Muy desopilante.

Pausa

— ¿Estás listo para otro o me voy?

— Y, estoy muy cansado ahora, pero te lo quedo debiendo para la próxima.

— Bueno, dale. Igual ya tiene intereses

— No, ¿cómo?

— Fácil. Yo soy el FMI y vos la Argentina.

— (risas) Se lo exprimía.

— El interés aumenta segundo a segundo.

Dejando los brazos por encima de mi cabeza, me estiré para desperezarme. Me abrazó, (un medio abrazo en realidad) Pasando la mano por el cuello, me masajeó el hombro. Me regalé un momento otra vez, dándome la oportunidad de disfrutarlo. Pero el fantasma del viaje que tenía por delante  a esa hora de la madrugada seguía ahí, no podía postergarlo más.

— Tengo una fiaca bárbara pero tengo que manejar. Me voy.

De repente, un beso gigante  de lo más dulce, vino volando desde el otro lado y se posó en mi cara.  Terminó así de cerrar el episodio.

— ¿No te da fiaca pensar siempre en el viaje que tenes a tu casa?

— Ya me acostumbré, pero si.

— ¿Seguís teniendo el mismo auto?

— Ajá, si.

— ¡Qué máquina!

Me senté en la cama, tratando de identificar dónde estaba mi ropa. El culotte negro de encaje había quedado a mi lado, de un saltito me levanté y me lo puse. Giré sobre mis pasos para mirar de nuevo a la cama y él se había volteado a verme.

Intercambiando la ropa que recogíamos enredada del piso, sacada a las apuradas, encimada y arremangada, nos fuimos vistiendo. Lo último que me puse fue la remera mientras caminaba al comedor. Me puse las zapatillas y levanté mi cartera del lugar donde la tiré cuando llegué.

Lo positivo de dormir en pareja, ( o de tener sexo en pareja, no recuerdo con exactitud), es que después te das vuelta y te dormís.

— Yo hace mil años que no duermo con nadie, soy muy celoso de mi cama.

— Es pro y contra al mismo tiempo. Pero son las 3 am y hace frío.

— ¿Te queres quedar a dormir?

Realmente no quería, ya me preocupaba la hora, la soledad de mi auto en la calle insegura y la vuelta. Fui sincera.

— No vidita, mañana te levantas temprano y yo también. Mejor dormir bien lo que nos queda de noche.

— Si, es verdad. Tenés razón.

— ¡Ay! mi campera!— Se me estaba quedando mimetizada sobre unas cajas.

— Hace frío, ponetela.

Salimos del departamento al pasillo oscuro

— ¿Te debo algo por la comida?

— No, no. La próxima pagas vos y listo.

— ¡Ah! es buena. Muy rico, mañana me llevo eso para almorzar en el trabajo. Sobró un montón.

Entramos al ascensor, me miré en el espejo que cubría las paredes y me limpie una manchita del delineador bajo uno de mis ojos.  Me veía hermosa, siempre me gustó como me veo después del sexo, casi como radiante.

Apoyé la espalda contra el lado izquierdo, se acercó y me atrajo hacia él en un abrazo fuerte, me dio un beso chiquito en la cabeza. Yo lo rodeé con ambas manos por la cintura. Así llegamos  abajo hasta que el ascensor volvió a abrirse.

— Bueno, fue muy lindo todo.

— Si, la pasamos bien.

Llave, abre la puerta de calle.

— Te acompaño.

— No, no hace falta estoy cruzando. Subí y acostate.

— Bueno.

Beso y abrazo, empiezo a alejarme cuando escucho a mis espaldas:

— Al menos nos sacamos el pendiente de la lista.

Me vuelvo y lo miro mientras sigo caminando.

— Yo agregué como cinco más— Sonrío y sigo.

Escrito por Romi para la sección: