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Bocas

«No puedo dejar de mirarle la boca» pensaba Pía mientras metía un bocado pequeño de la cena que estaba servida.

Iñaki, hablaba de muchas cosas, supérfluas en su mayoría. Hablaba mientras ofrecía otra cerveza a su invitada, que no podía quitarle los ojos de encima.

No era la primera vez que se veían, pero sí era una nueva oportunidad de indagar sobre el otro. Se conocían no hace mucho tiempo, casualidades o causalidades de la vida, quién sabe.

La charla continuó en el sillón, vino de por medio, surgieron los más variados temas de conversación y tenían algo en común: el hecho de buscarle la profundidad del significado de las cosas. Una filosofada cualquiera, interesante que podría haber durado hora, sin embargo el hecho de que el sexo estuviera implícito en el encuentro, le estaba agregando un halo de ansiedad a la situación.

Lo sabían, se percibían deseándose y mientras más pasaba el tiempo, más formas de comenzar a besarse buscaban en sus cabezas.

Iñaki, con una inquietud que lo caracteriza, caminaba, se sentaba, volvía a pararse. Esta vez fue Pía la que se paró para salir a fumar, un vicio ( de los tantos que tiene) que sabe que no va a abandonar y sólo bastó el cruce en el ventanal para que el mínimo roce desatara una oleada de besos brutales, incandescentes, representantes de una líbido arrasadora.

Besos. Lenguas, manos y jadeos. Dos cuerpos y una misma urgencia: sentirse.

Los dos de pie, un sólo giro permite que Iñaki comience a besarle el cuello por detrás mientras sus manos, se metián por debajo de la remera. Una erección indisimulable provocaba que Pía, casi por inercia, arqueara su cadera hacia atrás.

La urgencia.

Apoyada sobre el costado del sillón, ella aguarda con ansias la primer embestida que daría comienzo a un sinfín de gemidos que sólo harían que el deseo fuera en aumento. La primera, la segunda, la tercera, Iñaki entraba y salía de esa cavidad que le proporcionaba una agradable sensación de cálida humedad. Volvieron a besarse, de pie otra vez, apretándose con fuerza como si quisieran ser un sólo cuerpo.

Una odisea, el camino hacia la habitación. Sin mirar por dónde iban, Pía lo detiene. En su cabeza le parece buena idea una felación improvisada. Lo piensa y lo lleva a cabo. Y sí, es una buena idea, ante el primer contacto de su lengua con un miembro erecto y pulsante, Iñaki echa su cabeza hacia atrás. Ella adivina por dónde seguir. Lo toma con sus manos, lo introduce en su boca, lento, casi degustando, dándole la misma sensación de humedad cálida que hace instantes atrás, le proporcionó tanto placer a su acompañante. Lento, de arriba hacia abajo, una y otra vez. Pero… la urgencia. Y el deseo. Pía acelera el ritmo, succiona con fuerza, la saliva escurriéndose por sus comisuras, el límite del ahogo. Iñaki siente cerca la llegada del clímax, toma a Pía por los hombros y poniéndola de espaldas, vuelve a meterse dentro de ella. La cuarta, la quinta, la sexta… su mano presiona la cara de Pía contra la pared… la séptima.

Lo animal, lo salvaje.

Continúa la marcha hacia la habitación, en el camino se van perdiendo los restos de ropa que aún llevaban encima. La urgencia, siempre ella, como guía, como directriz, como la única autoridad.

Pía no tardó en tirarse a la cama, sabía cuánto podían provocar unas piernas abiertas frente a un compañero que no dudó en sumergirse entre medio de ellas. Sólo un respiro cerca de la vulva bastó para que Pía se estremeciera, el reflejo de contraer su pelvis, alejaba por milésimas de segundos una boca sedienta de un oasis que estaba dispuesto a saciarla. La vista no era para despreciable: sus pequeños senos enmarcaban la candente secuencia de un sexo oral que la estaba llevando a una experiencia sensorial placentera. Lamidas profundas hasta que el irrefrenable instinto de poseerla de nuevo, se apoderó de Iñaki. Una lubricación perfecta hizo que se deslizara sin problemas dentro de su amante,llenando todos los espacios. Dentro, fuera, dentro, fuera, jugaba con el deseo de su compañera, las ansias de Pía sólo podían traducirse en «Seguí que me encanta» pronunciado entrecortado en el medio de la agitación que le provocaba ser penetrada por quien había deseado hace mucho tiempo.

Necesitaba tomar el control, pero estar «en cuatro» sobre una cama le dificultaba poder tomarlo. En una rápida maniobra , tiró a Iñaki boca arriba y se sentó sobre él. Y cogió, lo cogió, a esta altura no importa cómo llamar al acto sexual, lo que allí pasaba iba más allá de un nombre. Pía quería darlo todo, quería demostrar que podía dar placer, subía y bajaba con un frenesí que antes no había experimentado.

Y sucedió. Una mano subió por su pecho hasta llegar a su cuello, concentrada en continuar con lo que estaba haciendo, comenzó a sentir una presión que la excitaba. Él lo notó y lo usó a su favor, esta vez embestía a una mujer que se envolvía en gemidos cada vez que la tomaba por el cuello. Rápido, lo salvaje no los había abandonado. Una, dos, tres, veinte, mil y Pía explotó. Un hormigueo de la punta de los dedos hasta el último rincón de su cabeza. Le dió uno de sus mejores orgasmos al tipo que aún seguía son su pene dentro de ella. Y vino otro. Una contracción dentro de su vagina quería retener a Iñaki adentro para siempre. Pero no era egoísta. Sabía que era su turno.

Se arrodilló al lado de él, y con sus labios formó un círculo con el rodeaba la punta de un pene que conservaba la tensión, como si adivinara lo que estaba por pasar. La lengua por un costado y por otro. Por la punta, por los bordes hasta que lo metió casi completo dentro de su boca. Iñaki miraba extasiado y respiraba como podía.

Devoción, esa es la palabra. Pía se lo chupaba con devoción, le gustaba hacérselo y se notaba. Otra vez saliva, la urgencia, las comisuras, el éxtasis, la animalidad, los jadeos, y las pocas palabras que se podían entender:

– ¿Dónde lo querés?,

– Donde quieras.

En un segundo, se descubrieron con el mismo morbo.

Con la boca de Pía aún sobre su miembro, Iñaki se apartó para eyacular sobre su mano y una mirada fue suficiente para indicarle a ella, lo que tenía que hacer: lamer hasta no dejar nada. Pía, sin objetar, acató la orden.

La culminación del acto fue una sonrisa cómplice, los dos estaban intentando asimilar lo que acababa de pasar y, mientras se acostaban exhaustos uno al lado del otro, ella seguía pensando “No puedo dejar de mirarle la boca”.

Escrito por Marian para la sección:

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