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Oficina en penumbras

Terminaba el jueves, sobre el final de la tarde. Alguna melodía de bandoneón sonaba en la computadora. Juntaba los papeles que irían al cesto. Notas arrugadas, recortes de prensa y los borradores del informe que debo entregar mañana en su oficina. Salí un momento al balcón a ver las luces y sentir el calor del verano en pleno centro. Pensaba en la ropa interior que me pondría mañana cuando entró atropelladamente, como el presagio de lo que pasaría.

Le vi la misma sonrisa y los ojos inquietos con los que luego se iría. Con las manos en los bolsillos del pantalón recorrió el lugar mientras yo me recliné sobre la baranda para entregarme a un caos que reconozco en él cada vez que me mira. Caminó hacia el balcón acortando la distancia y bajando decibeles en el murmullode palabras a las que no presté atención.

No siempre fue mi jefe.  Antes y después de ese tiempo, supo desatar en mí el éxtasis en la perversión de una amistad llena de matices. Nunca estábamos suficientemente solos para redimir el instinto y consumar el deseo evidente que nos traspasaba. Sin embargo, cada vez que me llamaba a su oficina, no hablábamos mucho. Era un juego de manos, de papeles, de miradas, caricias furtivas y secretos al oído.

Tanta tensión tenía que definirse cuerpo a cuerpo, y cada vez llegábamos más lejos en los movimientos. Yo estimulaba el  morbo de robarme el tiempo de un hombre que no me pertenecía. Cada vez que le preguntaba por qué no, él se excusaba en la inconveniencia de la situación y cortaba la indagación con caricias en mi trasero. No hacía falta nada más, yo comprendía. Como comprendía también que el silencio era la respuesta a un  “no” que jamás se animaría a pronunciarme.

En esa noche de enero, quedaba poca gente en el edificio y el crepúsculo templado mereció el desgarro del encuentro insospechado y sin testigos, que abriría el cerrojo que habíamos evitado sin disimulo, cuando el pulso nos hacía levitar inhalando convulsiones febriles. Estábamos enfermos de las ganas a las que nos llevábamos con aquella represión consentida, se dilataban las pupilas con los latidos acelerados cada vez que se abría y cerraba una puerta que nos dejaba frente a frente.

Con las luces callejeras entrando por las ventanas, me dejé seducir por sus manos vírgenes de mis flujos más íntimos que ya me habían humedecido. No habíamos ido tan lejos en la caricia peligrosa. Intentó arrepentirse. Se apartó de mi cuerpo y se aflojó la corbata. Jugó a irse para no tentarse de la encarnación de la herejía que soy para él. No lo dejé ir. ¿Debiera haberlo hecho? Sólo lo abracé jugando con mi pierna en su entrepierna, seduciendo la vorágine de imágenes que mareaban sus pensamientos en el vértigo del aliento que soplé sobre él. Ahí mismo soltó riendas de su entrega.

Apagó las luces y con la penumbra entrando por el balcón, me susurró deseos al oído. El bandoneón se había quedado mudo. Como las octavas, había llegado al final de una partitura y descansaba en la pierna a la espera de un dedo que activara nuevamente el vaivén de su insinuante movimiento. Sentí su respiración en la comisura de los labios, el roce de los suyos en la piel de mi mentón y el deseo que me pulsaba muy abajo de los límites que empezaban a confundirse, para invitarme a morder la tentación.

Había una música callejera que alcanzaba a escuchar entre jadeos.  La respiración agitada de espasmos oprimidos, nos llevaba al borde del precipicio al que me empujaba con su cuerpo sobre el borde del escritorio. Su lengua recorrió mis hombros. Movió sus siete vértebras para que mis labios recorrieran su cuello mientras mi mano le acariciaba la nuca y rozaba su deseo detrás de la oreja.

Apretó mi cuerpo para que sintiera el peso del suyo en mí y su excitación completa, dejando que su ofuscación fuera hacia el recuerdo de las noches ebrias de imágenes en las que a través del chat desnudamos los cuerpos que nunca habíamos tocado.

Estaba en el umbral de todas las fantasías que él había sabido alimentar con palabras cruzadas y frases erráticas que navegaban en mi mente durante días y me apuñalaban en las noches, recibiendo a cambio algunas melodías de mi voz. Letra y música zigzagueaban los semitonos buscando la armonía que nos llevara a la misma línea del pentagrama en la que vibra el placer. Negras y blancas endulzaban los dedos que bien saben tensar las cuerdas en el lugar exacto, descargando en el instrumento de turno la orgía de sensaciones atrasadas.

Parecía fácil montar el juego de querernos clandestinos, cuando se corría el telón de la historia prometida. La mirada se reprimía en el libreto conveniente de parecer indiferentes, aunque de frente era evidente lo que callaban nuestros labios frente a la gente.

Llevó mis nalgas hasta donde yergue su locura. Bajó mis pantalones para observar el encaje y acariciar la piel que deseaba poseer mientras yo desprendía mi camisa exponiendo el sostén a la caricia de sus dedos en el bordado de la seda. Sonó el teléfono. Se mordió los labios y yo sonreí. Sabíamos que ese era el detonante, el éxtasis completo, el espacio para el estímulo escapándose por los poros y su deseo sin pudor alguno haciéndome el amor mientras hablaba con ella.

Se cubrió los ojos, pudiendo ver de todos modos el trayecto de mi lujuria desprendiendo el cinturón y el desenfreno de mi lengua bajo sus bragas descubriendo su erección. Enredó sus dedos en mis cabellos para empujar mi obertura hacia él. Inhalé el deseo y, de rodillas ante su humanidad desnuda, sabía que ya no habría vuelta atrás.

Recorrimos cada espacio en el roce pervertido de las manos sueltas de pudor. Nos revolcamos por cada rincón desatando la furia extrema, el sexo fuerte, el orgasmo seco. Yo placía exacerbar su ira. Con el eco de la primera nalgada me hizo saber su disfrute y su manera de castigarme por permitirle ese goce. Luego otra, y otra, y otra. Después sus dientes mordiendo mi carne y el gemido animal. Me dolía, pero quería el ese deseo bestial descargándose sobre mí.

Mordió cuanto pudo recorrer con su boca mientras la mía lo encadenaba en la experiencia fálica extrema. Habíamos cruzado el límite de forma impune hacia los abismos del placer.

Finalmente su lengua encontró la mía para callar mil verdades que ya no hacía falta decir para acabar con el preámbulo. Exhausto, se apartó para vestirse mientras me observaba tendida sobre el escritorio. Se acomodó el pelo y se ajustó la corbata sin dejar de mirarme.

Y como llegó, se fue. Me tiró un beso antes de cerrar la puerta. Le guiñé el ojo y, mientras me prendía la camisa,  volví a pensar en la ropa interior que usaría mañana.

A los pocos minutos, recibí un mensaje en el teléfono: “Quiero el informe a las diez sobre mi escritorio y ahorremos tiempo, no traigas ropa debajo de la ropa”.

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