La falacia verborrágica en el humor telefónico es un fenómeno recurrente, que todo idiota con pretensiones chistosas precisa conocer desde que existe la comunicación inalámbrica. A demás, desde que ésta se promocionó como ilimitada, este diálogo virtual se acrecentó.
Yo comencé con ésta ciencia desde que tuve memoria, con los números gratuitos de emergencia. Pero pude sentir el poder sucio del anonimato a los 18 años, cuando mi familia me otorgó sin saber cómo ni por qué, un celular policial con crédito infinito.
Desde entonces a la rutina constitucional de porros baratos y videos raros que tenía con mis amigos, se le sumó la broma telefónica. Nuestro método consistía en no tener ningún método. Llamábamos a números desconocidos, en horarios random, sin saber que decir. Pero cuando la voz ajena se hacía sentir, el engranaje fraseológico se volvía imparable. Al minuto de la conversación era posible llorar con María Paz por su ex novio, o cerrar un negocio agropecuario con Victorino Sánchez. Creo que más allá del parentesco, el contenido, o la expresión, la gente que figuraba en la guía telefónica necesitaba ser escuchada.
Las picardías momentáneas se fueron poco a poco transformando en relaciones a distancia y divertidos traumas que contar. Aquél LG polifónico-CTI, fue mi objeto fetiche y no lo digo por su vibración, (aunque cabe destacar que era intensa). Cuando el tono daba, yo dejaba de ser quien era y una patología criminal sacaba lo peor de mí, disolviendo ese límite delgado entre la comedia y la tragedia. Mientras más insultos, lamentos y llantos expresara la víctima, más fuerte se hacía la risa del gordo Joel. Su volumen era directamente proporcional al malestar del interlocutor. Era esa carcajada aguda y frenética quien alimentaba la perversión de cada palabra que yo pronunciara.
Pasamos 4 años llamando a un número fijo, con un mismo factor común de conversación. El nombre “Raúl”. En algunas ocasiones preguntando por él y en otras presentándome como él. “Raúl” era un genérico que no tenía ninguna relación con nada y que se hacía presente en la vivienda de la familia Vivares, a partir de las 2 de la mañana. Conocíamos la intimidad de cada uno de los que habitaban ese edificio, pero particularmente Victorino, el hombre de la casa, me llamaba curiosamente la atención.
Siempre imaginé el rostro agitado de ese laburante asustado por un llamado a esas horas de la madrugada, y nunca deje de impresionarme de su infinita tolerancia y respeto hacia mi personaje. Nuestra relación era tan vertical como la del jefe con el obrero, o el domador con su bestia. Nunca cortaba el teléfono y siempre me trataba de usted.
Un día descubrimos como grabar nuestras charlas y desde entonces aquellas intervenciones telefónicas se transformaron en documentos históricos de nuestra ociosa adolescencia. Sí bien ya abandoné esta práctica voluntaria, el germen sigue intacto y se manifiesta cada vez que me ofrecen tarjetas de crédito o una mejor cobertura de internet. Hoy dejo atrás mi anonimato y les presento a Raúl…