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Clínicas de rehabilitación para “alcoholistas” idealistas

Me declaro la bienvenida al reencuentro de vísperas digitales que deje de comprender, por puro argumento.

A pasado tiempo, un tiempo de pobres desesperaciones que se desprendió de clichés, como de profanaciones circunstanciales… convengamos que ser una recién salida de una clínica de rehabilitación es una honra meticulosa, ni por esquizofrénica, ni por delirantemente petulante he obtenido este doctorado en bebidas.

Puedo afirmar que efectivamente los psiquiatras clínicos no son estudiosos de las ciencias de la educación; no es pedagógico apodar al paciente como *ADICTO, al contrario, tal violencia asignativa de género no hace otra cosa que retraer a los internados, produciendo una apología al suicidio, una desidia cuasi-crónica.

La clínica donde residí contenía un control de internos basado  en un sistema metodológico de fichas. Sí, aún se pueden apreciar centros que cuentan de archiveros con descripciones, numeraciones, pastilleríos de diván (de sus respectivos neurólogos activistas).

Una madrugada, donde todo el cuerpo de teóricos dopistas, más mis colegas, dormían, me infiltré por la hemeroteca a buscar mi legajo; lo que para mi encanto, fue una sorpresa: el redactor de fichas era un poeta. Véase:

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LÚ, MANDY

Número de Interno: 8.905.298.412

Habitación: B7 –

Descripción del paciente: Alcoholista. Licenciada en técnicas del embriagamiento. Magister: Jerez.

Observaciones: Esquizofrenia aguda.

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Obviemos las observaciones. (…) Analicemos las descripciones… con tanta metáfora al dente podría enamorarme, hacer la gran Verónika, solo que sin  un Coelho farsante literaturista.

“Mandy Lú: alcoholista”. Cuanta verdad adjetivada, nunca he sido una alcohólica, siempre me he consignado como una alcoholista; con el buen gusto de estandarte, en la severa gimnasia de entrenar el paladar para todo brebaje digno a degustarse en tales papilas de sofisticadez inaudita. Efectivamente, sommelier del Jerez, mi especialidad.

Nunca antes habían valorado con tanta estética mi talento.

Me remoto a comprender al bebedor, soy culpable de ese entendimiento. Se trata de una cuestión de cantidad. Cuando uno bebe, a lo que quiere llegar es al último vaso. Beber es, literalmente, hacer todo lo posible para acceder al último vaso. Y eso es lo que interesa.  ¿Qué significa el último vaso para uno de nuestra estirpe? Bueno, nos levantamos por la mañana (supongamos a un alcoholista de mañana, por que los hay de todos los tipos) y no dejamos de estar pendiente del momento en que habrá de llegar al último vaso. Ni el primero, ni el segundo, ni el tercero, nos excita tanto como el último; sucede que evaluamos, evaluamos todo lo que podemos soportar sin desplomarnos. Aún así, varía mucho en función de cada persona, así que revaluamos el último vaso y luego todos los demás; ésta es la manera de seguir esperando el último. ¿Qué significa el último? Significa que ese día ya no aguantamos más bebida. Es el último, lo que  nos permite empezar de nuevo al día siguiente, porque si llega al último que, por el contrario, excede su poder, si supera el último que queda bajo su poder para llegar al último que excede su poder, nos desplomamos. Llegado ese momento, estamos perdidos. Ingresamos en una clínica de rehabilitación -cual situación del redactante- nos dopan, nos comentan de un montón de barrabasadas. Nos caducan en nuestro autentisismo, como si ellos fueran de intimidad competentes para intimidarnos, y lograr avergonzarnos de nuestros hábitos idílicos.

Me estoy enamorando, no se bien si un poco más del Jerez, de un archivero sin pie, de un poeta sin lápida, o solo fomento un narcisismo dialéctico.

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