Todos amamos a los viejos, pero esta era una vieja de cien y tantos que hartaba a las pobres mujeres que vivían de cuidarla y cuyo pan dependía de que la vieja siga viva. Amamos y veneramos a los viejos, pero cuando tienen que partir, que lo hagan o aquí se cometerá un crimen. «Nuestros venerados, nuestros viejos que merecen un aumento de la jubilación, nuestros queridos viejos…», pero cuando ese viejo se pasa de la raya, cuando no se muere como Dios manda, pasa de venerado a ser un repudiable reptil que debemos soportar todavía. En ese caso hay que pagar y encomendar su cuidado a quienes viven de eso (o su asesinato, si se quiere).
En algunas culturas indígenas antiguas, los viejos se retiraban a un lugar alejado y solitario donde moraban los lobos y allí se sentaban a esperar el ataque de algún lobo y ser devorados por el animal; de ese modo se iban cuando llegaba el momento de partir, digamos alrededor de los cincuenta y tantos, cuando se convertían en una carga para el clan familiar. Las culturas antiguas tienen mucho que enseñarnos. La vida se mide por el trabajo, por la utilidad y el sacrificio. Pero lo que se dice trabajo, trabajo era defender la caverna de los tigres; la civilización en cambio, según creo, tiende a apartarnos de lo esencial -digo «según creo» sin poder evitar , pese a lo descabellado de la comparación, traer a recuerdo las consideraciones del gran poeta ciego sobre el estilo, algo que desconozco: «El estilo de T.S. Eliot es desesperante. Dice algo y enseguida lo atenúa con un quizás o un según creo, o le resta importancia reconociendo que en ocasiones lo contrario es cierto»-. La policía, y esto no es un según creo ni un quizás, llegará cuando ya te hayan secuestrado o matado. Los tigres se hubieran hecho un festín si en la Prehistoria existiera la policía, mas la Historia es un absurdo tras otro.
La vieja, sentada ahora en su silla de mimbre (qué mierda importa si era de mimbre, pero es común leer que un viejo estaba en su silla de mimbre), miraba el aire, el vacío, divagaba de tanto en tanto e irritaba a esas asistenciales mujeres que la acompañaban por día, pero dormía la mayor parte del tiempo gracias a los muchos fármacos que le metieran por la boca esas mujeres que se turnaban para cuidarla. Sus hijos pagaban el sueldo de ellas y cada tanto venían a controlar que todo estuviera en orden y la vieja estuviera bien atendida en sus últimos años, que se estaban alargando demasiado ya. En honor a la verdad querrían verla muerta, pero era un hueso duro de roer. Era, mirándola con ojos de un pintor o un cineasta, la nada misma en un pedazo de oscuridad que la luz no debe tocar. Carne pálida y un rostro inexpresivo. Era como la mesa o las sillas, un mueble, no tenía sangre ni tenía vida. Las mujeres que se encargaban de cuidarla, en contraste, eran inquietas y llenas de vida, revisando a toda hora en sus celulares los mensajes eróticos se sus parejas, eran mujeres que en sus cincuenta vivían, por segunda o tercera vez, el amor intenso a través de los teléfonos.
La vieja era la boca que las alimentaba, pero nada más sabían de ella… Sin embargo, detrás de los ojos perdidos entre la niebla de los fármacos podríamos penetrar en un pasado pampeano, hosco y lleno de espigas, de grandes distancias y pocos reparos. Estaba el cielo y la llanura, y por ese cielo no viajaban ondas electromagnéticas, no existía el teléfono ni la electricidad, ni la literatura ni… baste solo con decir que había pocos pobladores y alguna remota ley que regulara la ética humana, pero casi innecesaria, porque el instinto se alzaba más alto, el instinto que se deslizaba junto al viento sobre los largos pastizales. De tanto en tanto la indiada representaba algún peligro, pero más que nada la indiada era la idea del horizonte, solo eso. Los pocos blancos eran algunos de allende los mares, unos cuatro o cinco clanes, y un solitario joven de unos treinta años, de pelo castaño, el rostro pulido como por la piedra que se tomó su tiempo.
Andaba sobre una yegua, trabajaba en el campo y no tenía la costumbre de visitar o hablar con nadie, pero esto pasó tal y como digo: volviendo por el campo la vio a ella, que en sus doce años se había ido un poco más lejos de los límites que su padre le tenía permitido. El hombre la vio y detuvo la yegua, miró a la niña como tomando una determinación inmediata, pero no apuró el gesto, dejó que los ojos de la niña se calmaran ante la presencia animal, luego le tendió la mano y ella, sin saber porqué, la agarró y fue jalada sobre el caballo, y ambos partieron a la morada del joven. Cuando llegaron, el hombre la bajó y atendió a su yegua. Ella los vio, el hombre y el animal hablaban en otro idioma y luego salió del establo y se acercó a la niña, a la vez que el ruido vehemente de un galope rompía la inquietud y el padre de ella se acercaba empuñando una pistola y apuntando hacia el raptor.
-Subí al caballo, Juana -dijo amenazante y rojo de furia.
El viejo tenía los ojos duros y disparar o no hubiera sido lo mismo, quizás no lo hizo porque estaba en presencia de su hija. Pero el muchacho, cuya voz salió ronca y entorpecida por la costumbre del silencio, le contestó:
-Es mi mujer a partir de ahora. Ella sola decide si quiere irse o quedarse.
La mano del viejo se crispó sobre el gatillo, estuvo a punto de volarle la cabeza a ese hijo de puta, pero las leyes allí no estaban escritas por nadie, cada uno había traído las suyas desde donde sea que proviniera. Quizás dos o tres pobladores fueran de entenderse mejor, de traer restos de civilización a aquel despoblado, pero se trataba de una llama sin el don del fuego. Aquí el fuego era la pura pampa, y el joven miró a la niña esperando que decidiera. Tenía doce años, pero el destino ya jugaba con ella. El viejo sabía que no se puede decidir a esa edad, pero el joven supo a través de los ojos de la niña que podía hacerlo, y ella se acercó al joven y tomó su mano, quedándose de pie junto a él y cerrando los ojos, esperando el disparo del viejo y la sangre salpicando su vestido y quizás una bala también para su cabeza.
-No voy a pelear con usted, que es el padre, además de que no tengo armas, no las uso.
El viejo quedó un tanto perplejo, ¿cómo no tenía un arma? ¿Estaba loco acaso? ¿Ser tan imprudente de no entenderse con nadie y no poseer un arma en aquellas tierras de la nada? Nada y nadie son las palabras que más quiero, pero no las usaría si no fuera porque todo allí daba la sensación de la nada y sin embargo algo estaba por suceder: el viejo acercó el caballo hasta su hija, la jaló hacia arriba y se la llevó. La niña se dio vuelta para mirar de nuevo al muchacho, parado e inmóvil como esas estatuas que el viento cementa en la noche.
El viejo galopaba sobre un cansado bayo, y de pronto apareció tras ellos el joven en la yegua, se puso a la par, tomó a la niña de la mano y la pasó de una cabalgadura a la otra. La niña esta vez puso sus manos alrededor del cuello del muchacho, y el padre sacó de nuevo la pistola y apuntó mientras veía alejarse a los dos, hombre y hembra, y disparó hacia el cielo, le disparó a Dios.
Creció de golpe, sabía que ahora era esposa, ya no una niña, y no tuvo tiempo de ser mujer, creció en una noche. La llanura negra de afuera dibujaba canciones infantiles, pero cuando el muchacho se desvistió y lo vio en su desnudez acostarse junto a ella, y vio que aquello se movía como una víbora, que despertaba de golpe y se movía con vida propia hasta erguirse en una cobra venenosa, con su cabeza introduciéndose en ella y abriéndola en dos mitades, como si la cortaran con un cuchillo de piedra en dos partes, mientras su mente acomodaba las piezas a velocidad vertiginosa: estaba viva y estaba muriendo. Estaba muriendo a sus doce años, pero quería esa muerte, la había decidido, fue esa temprana y poderosa libertad que linda con la muerte como son unidos la boca y el escupitajo. No fue el dolor, sino algo como la muerte misma. Y cuando el muchacho, tras inundarla por dentro, se durmió a su lado, ella se quedó toda la noche sin poder cerrar los ojos. Su madre, su padre y su hermano, todos habían desaparecido del paisaje de su mente, estaba sola ahora. Y tomó la mano del solitario hombre como cuando él le tendió la suya desde lo alto de la yegua.
Fue madre cinco veces, mientras su padre y su hermano rondaban a menudo el territorio del hombre esperando arrebatarle a la niña, pero no se puede arrebatarle a uno lo que a uno le pertenece, lo que es de uno.
La niña tenía los cabellos castaños como el hombre, eran los únicos de allí con el cabello castaño. No supo mucho de él, poco hablaron a través de los quince años que vivieron en compañía, hasta que una noche el hombre adquirió por fin un arma, la apuntó contra su sien y se fue de este mundo. No fue amigo de las armas y no las tuvo, trataba a los animales sin violencia, era un hombre pacífico. Jamás hubo pronunciado una palabra de amor, aunque hablaba con la yegua en otro idioma y no puedo asegurar que no expresara amor verbal hacia aquel animal, pero estaba a años luz de esos hombres que escriben mensajes de texto plagados de te amo en los teléfonos de las mujeres que ahora cuidan de Juana a sus cien y tantos de edad.
Y entre la niña y la vieja algo borra la distancia ahora. Ahora espera que venga la muerte a caballo y le tienda la mano, sabe que un día lo hará así, en el final como al principio.