Hoy exactamente se cumplen veinte años desde que realizamos una promesa con mi amigo, el Negro. Fue un día en que agarramos una navaja e hicimos un pequeño corte en nuestras palmas y nos las estrechamos con fuerza, fusionando nuestra sangre caliente en un pacto al más puro estilo sectario. El Negro aún pertenecía a un grupo pequeño pero selecto denominado «La Logia», creado en sus épocas de secundaria con algunos de sus compañeros del Nacional Agustín Álvarez cuando era un colegio distinto, mejor, cuando la institución era sólo para varones. No sólo era miembro sino que fue uno de los fundadores; a raíz de esto a él le gustaban los pactos, los secretos, la fidelidad, lo enigmático, lo oculto y esas cosas ignotas pero sanas.
Nos habíamos propuesto, en ese entonces, ahorrar dinero e ir a Miami, nuestro destino más deseado, por dos semanas. Cómo habrá sido de apasionado e intenso nuestro anhelo que hasta fuimos al persa y compramos unas maletas y las llenamos de ropa: cuatro mallas, siete camisas floreadas, tres pares de ojotas, cuatro toallas, cuatro pantalones largos y dos calzoncillos. Había que ir preparado con mucha ropa, quince días afuera era mucho tiempo. Cerramos las maletas y juramos abrirlas ya pisando las cálidas arenas de Miami Beach.
Pero llegó el tan ansiado día y nuestra situación económica era para dar lástima, paupérrima, averiguando precios por las agencias de viaje nos alcanzaba ajustadamente para ir a una excursión a las termas de Río Hondo, en junio y por cinco días con media pensión.
Totalmente desanimados y ya en casa del Negro, decidimos abrir las maletas y usar la ropa destinada para Miami. Otra desilusión, el Negro había engordado catorce kilos y no le entraban ni las ojotas, hasta sus patas tenían sobrepeso. Mi amigo se dejó caer en la cama derrotado, quería renunciar a esta vida perversa y canalla.
De pronto una idea un poco loca vino a mi cabeza, el Negro andaba en una moto enduro más vieja que el Tiki Taka y era hora de modernizarse.
—Negro con estos pesitos y vendiendo la moto comprate un auto, tu calidad de vida va a cambiar, haceme caso —le dije.
—Excelente idea —respondió, y saltó de la cama como un gato, prendió la casetera, sacó el fernet y nos pusimos a escuchar Ramones al taco.
La desilusión de Miami quedó atrás, si algo admiro del Negro es su capacidad de sobreponerse a las adversidades.
El sábado siguiente, llegando del laburo, veo al Negro parado en la puerta de mi casa con la sonrisa de oreja a oreja y las piernas cruzadas. Me sorprendió verlo muy feliz, bien vestido y con el cabello corto; pero lo que más llamó la atención era su nuevo auto, un Citroën 3cv del 72′, amarillo patito, techo retráctil, ruedas patonas y bocina con melodía de «la Cucaracha». Toretto era un maní al lado del Negro. Aceleré mi caminada y le di abrazo y beso.
—¡Cambiate que nos vamos! —me dijo el Negro casi llorando de la alegría.
—¿Te acordás de las mellizas de Palmares a las que siempre le tuvimos ganas?, ¿las que juegan al hockey en Los Tordos?, las…
— Sí sí, me acuerdo Negro —le dije interrumpiendo—. ¿Qué pasó?
—Esta noche son nuestras, las dos —me dijo él ya con lágrimas en sus mejillas de tanta emoción—. ¡Hablé con ellas y nos esperan esta noche para salir! —remató.
Mi sorpresa fue doble, ver al Negro motorizado y salir a la noche con las minitas que siempre soñamos. No era un día cualquiera. Miami había quedado atrás definitivamente.
—Las tenemos que pasar a buscar a las once de la noche, por la casa de ellas, en Carrodilla —dijo emocionado el Negro. Había tiempo, entonces el plan era ir a comer un lomo y después ir a incentivarnos con unos tequilas a la San Martín Sur, pasar a buscar a las mellizas y finalizar en Aloha , para bailar toda la noche hasta que salga el sol (sin parar).
Apenas salimos de casa, tipo nueve de la noche, el Citroën empezó con problemas. El Negro supuso que el motor necesitaba aceite nuevo, para darle más presión y velocidad, entonces pasamos por lo del amigo mecánico en Coquimbito, sobre la Rodríguez Peña, a hacerle una revisión completa, en cuarenta y cinco minutos ya estábamos en carretera nuevamente.
Llegamos a la sanguchería en Dorrego y comimos como Pantagruel, lomo completo en pan francés, papas fritas, un porrón cada uno y flan casero con dulce de leche.
De ahí salimos a cargar nafta, el Negro pensó que después de Aloha habría posibilidad de ir hasta el Challao y románticamente ver las estrellas a través del techo corredizo del Citroën. Pasando el semáforo en verde frente a Soppelsa todo iba sobre ruedas hasta que el negro clavó los frenos y se agarró la cabeza, yo pensé que habíamos atropellado a un perro pero no, el negro exclamó: «¡¡¡Este Citroën no tiene música!!!, si después vamos al Challao a observar las estrellas necesitamos música romántica».
El Negro pegó un volantazo y salió disparado hasta su casa, sacó el radiograbador a pilas que tenía, varios casetes super románticos y lo puso en el baúl, activó el play y asunto resuelto, la nave amarilla ya estaba musicalizada con sonido envolvente. Emprendimos rumbo otra vez, no sin antes que el Negro se embadurnara las manos de crema Hinds. «Si tengo oportunidad de acariciar esas piernas musculosas de la melliza, no le quiero rayar la piel con mis manos», me dijo seriamente.
Pasando la cancha del Tomba tuvimos otro pequeño contratiempo… Cada vez que agarrábamos un pozo, el radiograbador saltaba y la música dejaba de sonar. Nos bajamos y al costado de las vías encontramos unos alambres y una piola, atamos el radiograbador a la rueda de auxilio. El Negro apretó play nuevamente, puso primera y salimos lanzando tierra para atrás. ¡¡¡Las mellizas estaban a minutos de ser nuestras por fin!!!
Llegando a la plaza Godoy Cruz se nos pinchó una goma. El Negro estaba endemoniado, más aún cuando vimos que la rueda de auxilio estaba pinchada también y ni siquiera teníamos gato ni llave cruz.
La idea más brillante se le ocurrió al Negro, llamó a otro amigo, al Sergio de Costa de Araujo, la novia de él tenía un Citroën también. Le pidió una rueda de auxilio en condiciones, llave cruz y el gato. El Sergio estaba en su casa pero, como buen amigo que es, accedió a brindar todo el apoyo posible. Iría hasta lo de la novia en Palmira a buscar lo necesario.
Esperamos sentados en un banquito de la plaza frente a la municipalidad hasta que llegó. El Negro recuperó la sonrisa cuando vio que el Sergio traía todo el pedido, pero lo que más lo alegró fue que también traía una sandía y un melón. Con un destornillador partimos la sandía y la comimos con cuidado de no ensuciar la ropa, después cambiamos la rueda, despedimos con unos abrazos a nuestro salvador y retomamos rumbo para la casa de las mellizas.
A las 3:25 de la mañana estaba el Negro tocando la puerta en la casa de las chicas, no quería utilizar el timbre para no molestar. Sabía que era un poco tarde y nadie salía, mi amigo insistía pero nada, se sentó en la carretilla del enano del jardín a pensar. Yo estaba sentado en el Citroën mirando todo cuando veo al Negro acercarse a una de las ventanas de la casa, una mano desde el interior le pasa algo, como una nota. El Negro corre hacia mí, hasta el Citroën, enciende la luz interior y comienza a leer: «Sorry por no llamarte pero esta tarde jugando al hockey mi sister tuvo una lesión en su tobillo y tuvimos que ir al médico, por suerte no fue nada y llegamos muy tarde a casa, lo dejamos para el próximo saturday, gracias xxx»
El Negro suspiró de la emoción y del alivio, no todo estaba perdido, más aún cuando vio que la nota envolvía una Rhodesia. Pero lo que más lo pasmó y lo dejó perplejo al Negro fueron las tres «x» del final.
—¡Tremendas las mellizas, les encanta el porno! —me dijo.
—Negro —le dije calmadamente—, esas «x» al final de una carta significan besos.
Las mellizas sabían inglés, tenían clase y estilo e iban a una universidad privada, son distintas.
—Bueno Negro, creo que ya tuvimos demasiado por hoy, ¿Vamos a casa? —le dije.
—Nahhhh, ¿y si vamos a ver el amanecer al Challao? —preguntó.
—Ok amigo mío, vamos… .
—Pero sin música…
Nos miramos seriamente unos segundos y empezamos a reír mucho, compartimos la Rhodesia y tomamos rumbo oeste.