Ayer, mientras viajaba en micro para visitar a mi mamá, observé que detrás de dos jubiladas que discutían sobre ofertas de jabón en polvo, había una cara que me resultaba familiar. Intenté visualizarla con disimulo, levantando la mirada cada tanto, como si no supiera dónde estaba y en que parada bajarme.
El rostro era de una mujer más o menos de mi edad, con sonrisa de tarimera y labios pintados. Mientras leía entre butacas el tatuaje de su brazo, recordé sin saber por qué, el olor de la saliva adolescente y las colonias de supermercado. Intuí en ese momento que entre ella y yo, había pasado algo.
– ¿Quién sos y de dónde te conozco? – Fue lo que me pregunté desde calle Rioja hasta los portones del parque. En mi memoria se dibujaban compañeras de confirmación, de la escuela de verano y de los cinco colegios que me echaron. Pero ella no pertenecía a ninguna de esas instrucciones. De repente, mientras pasaba frente a la cancha de Gimnasia y Esgrima, canciones de Agrupación Marylin y Trulalá comenzaron a sonar en el lóbulo temporal de mi cerebro.
– ¡Claro, La Morena! – Dije en vos alta, como quien canta bingo en un larga distancia de Andesmar.
Yamila era su nombre y el reggaeton su forma de socializar. Ella había, robado la tierna flor de mi inocencia, desnudando mi cuerpo diluido en CocaCola contra un tronco de aguaribay. Todavía conservaba su figura y casi podía sentir el gusto de su bubbaloo tranzándose en mi boca. La malla que me vestía se tensaba cada vez que el micro saltaba un badén y yo intentaba ocultar mi erección pensando en Björk o el dulce de membrillo, dos cosas que nunca me podrán excitar. Sus ojos al igual que los del resto de los pasajeros estaban mimetizados con la pantalla del celular y los míos continuaban buscando una mirada cómplice. (Léase también como perdí la virginidad aquí)
“¿Se acordará de mí? ¿Cómo puede reconocerme si dejamos de hablarnos en tiempos de MSN y Fotolog?” Si no se baja en la próxima esquina me acerco a hablarle. Me repetía mientras el colectivo pasaba parada tras parada. Fue entonces, que repentinamente se levantó de su asiento y apretó el botón rojo para bajar. Yo me levanté detrás de ella, toqué su hombro y le pregunté si se acordaba de mí.
– ¿Sos Yamila verdad? Soy Francisco, perdí mi virginidad con vos en el parque después de la bienvenida de los octavos. Estás igual Yami, ¡Tantos años!
– Sí, soy Yamila… ¡Pero vos sos un pervertido de mierda y no te conozco!, ¡Te voy a denunciar, chofer me está tocando, auxilio! – Empezó a gritar.
Sentí vergüenza por primera vez en mucho tiempo. Mi ojo derecho trataba de anticipar su cachetazo, mientras el restante miraba como los demás pasajeros preparaban sus cámaras para viralizar el momento. Imaginé como alguno de esos diarios online que están de moda, podría publicar mañana una nota que se titulara: “El violador nostálgico; Acosa en el microcentro a mujeres que conoció en su pubertad”. Y a la mierda mi licenciatura en Comunicador Social.
Luego de diez larguísimos segundos se bajó y en el micro se sintió un silencio de biblioteca. Me bajé dos cuadras después con un candado en la garganta, esta vez sí no sabía dónde carajo estaba.
Pasé por una panadería y compré tres facturas con crema, me volví a casa caminando bajo una histérica lluvia de febrero y tosiendo migas con pastelera. Las harinas suelen calmar mi ansiedad a corto plazo, pero nunca solucionan el problema de fondo. Por esto, es probable que la próxima vez que tenga relaciones, le diga que pare, que no puedo y que me siento mal. Que después tape mi pudor con la sabana, baje la mirada y me largue a llorar como adolescente enamorada de tarjetero sin tacto ni memoria.
Lo comprobé, ella no había perdido su virginidad conmigo.