Era un intenso enero de 2009. Estábamos por tercera vez consecutiva de vacaciones en Carlos Paz. Mis amigos de toda la vida y yo habíamos encontrado un lugar que cumplía casi todas las expectativas de la mayoría del grupo, al menos a esa edad, unos 23 o 24 años. Había joda, agua, sol, río, chicas, fiesta, fernet, boliches para todos los gustos y precios razonables. Por la misma guita que nos íbamos a la costa a ratonearla, nos pasábamos dos semanas en casa con pileta a puro cuarteto y asado en la Villa.
Si bien teníamos alma rocker y en los equipos de la previa, como en los autos al manejar hacia Mayú Sumaj, no paraban de sonar Los Redondos o Almafuerte, no nos cerrábamos a los beneficios de disfrutar una cumbia o un cuarteto en un recinto bailable. Entendíamos que nuestra música no era bailable y sabíamos amoldarnos a los sonidos de la noche y el jolgorio descontrolado.
No obstante, carecíamos por completo del conocimiento de las letras, las coreografías, la onda y la moda musical de la radio. Las melodías bailadas y los estribillos aprendidos morían ese enero, ya que los excesos del boliche semanal durante el año nos impedían memorizar siquiera lo que se ingería en la previa.
Si la masa dictaba que “La Barra” iba a estar en Molino Rojo, ahí estábamos nosotros bailando “Un millón de rosas”, entre sensuales cinturas transpiradas, camisas arremangadas y tatuajes de Metallica. Si “Sabroso” tocaba en Keops, cuarteteando a pleno nos descubría el más escrachante amanecer. Y así, día tras día, nos íbamos nutriendo un poco de esta música popular, que apenas arribábamos a la tierra del sol y del buen vino, era sepultada en el baúl de los recuerdos.
En mi grupo de amigos jamás se vió un CD de Sombras, un casette de Volcán o un MP3 de Rodrigo, ni siquiera sabíamos quién era Walter Olmos. Era casi un sacrilegio para nosotros. Si bien soportábamos el género en verano y hacíamos uso y gala casi deportiva del mismo en las pistas bailables, la cordura y la cultura under rockera nos impedían darle play a cualquier payaso que con una computadorita, un órgano y un rayador de queso en cuatro tiempos planease hacer música. Incluso nos burlábamos de los stereotipos cumbieros, con sus pelos de colores o al viento, sus rostros brillosos y sus bronceados anuales.
Una tarde de calor y vino en melón nos pusimos a charlar con unas rosarinas. Debería escribir “rosarinas” en mayúsculas. Y si existe un Dios que crea y ordena al mundo, es muy injusto y bien forro, porque con el mismo amor, el ímpetu, el tiempo y el nivel de detalle que había dedicado a crear a una sola de ellas, nos fabricó a todos nosotros.
Las cinceladas rubias de ojos claros y voces afónicas iban esa noche a Khalama, pero no porque tuviesen atracción especial hacia ese boliche en particular, sino porque justamente hoy tocaba un tal Leo Mattioli… “el León Santafesino”
No solamente no habíamos escuchado jamás ese rimbombante y cuasicómico nombre, sino que desconocíamos por completo su obra musical. Nos sonaba “porque después de ti será difícil conseguir alguien que pueda acabar conmigo hasta dejarme en la cama rendido, mi cuerpo transpirando y mi pecho agitado” de bariló 2001, pero no dudamos un instante en decir que la gran mayoría eramos re fana del “León” y que, ¡oh casualidad!, esa noche también iríamos a deleitarnos con su “cumbia santafesina” (género inexistente para nosotros, incluso en nuestro léxico extraordinario).
Nos habían dicho que el lugar iba a “explotar” (frase que detesto con toda mi alma), que fuésemos temprano y que no llevásemos billetera en los bolsillos porque en el amontonadero de gente no faltaban los pillos que te la birlaban. Así que ahí estábamos, temprano, a la hora exacta en la que abría el boliche, con unas 100 personas delante de nosotros, los billetes encanutados en los bolsillos, un pedo apurado y alegre y, por supuesto, sin las rosarinas que ya se las estaban chamullando unos semidioses cordobeses tallados a mano con ese puto acento que le debe gustar hasta una vietnamita de la montaña.
Habían abierto las puertas y dejaban pasar de a uno, previo a un cacheo policial impartido por azules de ambos sexos. El ambiente era hermoso, pero parece que los lugareños guachines sabían que se llenaba y aprovechaban para ir a punguearse algo, así que nadie se quejaba del control. Se escuchaba la música de adentro y las voces, risas, gritos y cuchicheo propio de las filas de los boliches. De pronto todos se quedaron callados… un rugido se escuchó a media cuadra… estaba llegando “El León”.
El ruido venía de un fabuloso Cádillac descapotable Eldorado del 76. Su color rojo fuego brillaba de tal manera que te enceguecía, los tapizados de leopardo impecables junto a dos dados de peluche colgados del retrovisor le daban un toque ordinariamente excéntrico y sensual, el cromado reflejaba las luces de neón de la entrada del boliche. Venía sonando al palo una mujer, que años más tarde conocimos como “Dalila”.
Dentro venía un tipo enorme, con una cubata al viento bajo un sombrero estilo Panamá con cinta de animal print que hacía juego con las butacas. Vestía un traje lila intenso, inmaculado, con una camisa de seda negra de solapas enormes desabrochada hasta el pecho, que dejaba ver un torso velludo, transpirado, pasional y masculino.
Se detuvo justo frente al lugar, la gente estaba atónita. Detrás de él estacionó un micro gigante, de dos pisos, todo ploteado con su figura, su nombre y su apodo. Apenas paró la marcha del motor se bajaron dos monos gigantes para asegurar que la gente nos se viniese encima del auto. Sin siquiera inmutarse, ni ponerse nervioso, “el León” sacó una Magnum 44 de la guantera, se apuntó a la boca y jalando del gatillo le dio lumbre a un Cohiba que venía saboreando, se acarició la barbilla, le dijo algo a uno de los monos y se bajó del auto. Cuando terminó de pitar el habano, lo tomó con la izquierda y todos vimos un excéntrico anillo de oro que terminaba de darle un marco excepcional a este personaje de la música popular.
En la fila todo se descontroló. Las mujeres le gritaban frenéticos “te amo”, volaron algunas rosas, tangas, piropos; los vagos lo aplaudían, lo vitoreaban, le gritaban “genio”, “maestro”, “¡olé olé olé oléeee, Leeeoooo, Leooooo” y aplausos… miles de aplausos. Yo estaba con la piel de gallina, este tipo era el rock, esto era un rockstar… estaba ante una leyenda de la música y mis ojos no lo podían creer.
Entre los monos y los plomos que bajaron del bondi armaron un dócil pasillo humano y le dieron lugar al ingreso de Leo, quién no se ahorró besos en la boca a las chicas, palmadas a los pibes, caricias y fotos con sus fanáticos.
Una vez dentro arrancó el boliche como una noche más del montón. El escenario ya estaba montado, salvo por uno que otro tipo que salía a ajustar instrumentos y se paralizaba el ambiente, la jornada transcurría como una más del montón. Mucha cerveza, pucho, baile y cumbia santafesina más de lo normal. Santa Fe había copado la parada, lo sabíamos por la belleza de la gente y su sensual manera de bailar. Lógicamente el papel de nosotros era el de hormonales voyeuristas.
Entonces se apagaron las luces, la gente comenzó a gritar emocionada, unos rayos de colores iluminaron al público. Entre las penumbras comenzamos a ver cómo se iban acomodando los músicos… vino el desenfreno total, yo no podía creer lo que estaba pasando… parecía la ansiedad de un show de los Stones, esto era demasiado. ¿Quién mierda era este personaje? La gente aplaudía, chiflaban, las minas lloraban y gritaban porque aparezca el cantante a darle su merecido al público, era todo una locura apasionante y fanática. Un silencio absoluto reinó en el ambiente, los corazones se detuvieron por un segundo, casi que ni queríamos respirar para apreciar que era lo que iba a suceder, hasta que se escuchó “¡Ay amor!” y el mundo se vino abajo. Una guitarra y un acordeón comenzaron a sonar, una melodía simple y romántica comenzó a fluir del escenario, corriendo como un torrente eléctrico por todo el cuerpo de cada uno de los ahí presentes, instándonos a mover los pies, a tomar una pareja de la mano y a comenzar a desplegar esa especie de cortejo que era bailar cumbia santafesina con el mayor exponente en vivo.
Esa noche fue una locura, yo no me podía seguir considerando “un melómano” si desconocía la obra de este maestro, de este personaje absoluto, de este enorme muchacho que se movía con la gracia de una gacela sobre el escenario y que te endulzaba los oídos con su voz mientras de tomaba un whisky y cantaba, subía a chicas al escenario, bailaba, las besaba y seguía su show.
La noche terminó perfecta, nos volvimos solos, como de costumbre, pero embelesados por una música que ni haciendo el esfuerzo pudimos dejar de escuchar. Incluso en la soledad de nuestros auriculares debimos reconocer que muchas veces sonó “Después de ti”, “Estar con un ángel”, “Gracias por volver” o “Mátame”. Y a todos, absolutamente a todos, se nos hace un nudo en el alma y no podemos aguantar la pena cuando escuchamos “Le pido a Dios”. Hoy cada vez que suena “el león Santafesino”, recordamos aquella primera vez.
Lo volvimos a ver en el verano de 2010 y nuevamente en 2011, año en el que, luego de una vida de excesos y padeciendo una enfermedad mortal, dejó el mundo terrenal.
Hay cantantes distintos, hay otros de vidas desordenadas, hay algunos que tienen un don, otros que seducen mujeres, hay algunos que son peligrosos, otros que les gusta jugar siempre al filo de la muerte, unos cuantos son temerarios, otros viven al límite. Conozco muchas estrellas de rock, pero pocos con el glamour y el vértigo de Mattioli, el “León Santafesino”.