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El mejor remedio contra la frivolidad femenina

Emilia me gustó desde el día que la conocí, en aquel cumpleaños en la casa de Karen. Apenas entró y saludó yo me quedé encantado con su pelo y su boca. Un vestido suelto dejaba ver una silueta fina, unas piernas largas y unos hombros delicados. Se hacía imposible que no llamase la atención, sobre todo por la manera que tenía de vestirse.

Hasta el hombre menos detallista del mundo se hubiese percatado, por cómo se vestía y hablaba, que Emilia era una mina de guita, bien cheta y banal, el collar brillante que llevaba era la excusa perfecta para mirar el inicio del caminito donde arrancaban sus pechos. Tal su estilo, tenía todas las características de este tipo de mujer, era frívola, hueca, superficial, en fin… vacía. Hasta que la conocí un poco mejor y descubrí que el halo de ingenuidad que la cubría y la burbuja en la que vivía gracias a su familia, hacían que su insustancial forma de manejarse en la vida fuese tierna.

Tanta parafernalia y revoque minimizaban en demasía el morbo de cualquier hombre. Recuerdo que aquella noche, Hernán y Mario, dos de mis amigos que la conocían, no pararon de advertirme sobre ella, partiendo de frases livianas como “esa mina es una frígida”, hasta donde la mente del lector ávido de lenguaje vulgar quiera y pueda imaginar (lógicamente estas últimas pasados en risas).

Esa noche me le acerqué a Emilia y si… definitivamente en varios de los adjetivos le habían acertado. La muñeca no solamente era puro adorno, sino que todos sus movimientos estaban perfectamente calculados. No tomaba alcohol, no comía de más, iba cinco días a la semana al gimnasio, no fumaba, en fin… vicios cero. Su belleza y muchísimo carácter compensaban su falta de calle y vida. Se hacía difícil entrarle.

Estaba soltera (situación que le interesaba solamente a ella) y por sus 26 años habían pasado cuatro novios de apellido popular. Esto podía ser una ventaja o desventaja, la vida a la que Emilia estaba acostumbrada que le hicieran vivir sus amantes estaba lejos de mis posibilidades económicas, pero ellos no tenían el “barrio” que tengo yo encima. Desplegué toda mi artillería por ese lado, la taba cayó a mi favor.

Cuatro días después estábamos los dos sentados cenando, entre risas y mi vino. Obviamente Hernán y Mario se habían cansado de gastarme y de contarme sobre la catarata de rumores que se decían sobre Emilia. Esos “apellidos importantes” tienen la característica de ser bastante sueltos al momento de hablar de sus ex, dejando los códigos guardados en el mismo baúl donde guardan la empatía (también de conocer a mucha gente). Sabía de boca de ellos muchísimo más de lo que habíamos hablado antes de vernos. “A la mina no le gusta coger, por eso la largaron los novios”, “es frígida, dicen que le espanta la garcha”, “nunca acabó”, “decía tanto que esto no, que aquello tampoco, que no acá, que no allá, que no me toques así, que asá, que los flacos se desesperaban y las relaciones sexuales eran un martirio, por eso le cortaban al poco tiempo”, “no gime, no suspira, nada… dicen que es un témpano”, fueron algunos de los comentarios más sutiles de mis dos amigos. Yo seguía perdido en ella.

Se había puesto una faldita brillante negra que reflejaba las luces del restaurant con cada paso que daba, ese par de piernas suaves y torneadas eran el prólogo de un culo justo, chiquito pero parado. Arriba llevaba una remera transparente color salmón, un corpiño negro dejaba ver la naturalidad de sus tetas, acordes a su cuerpo. Lo brutal de Emilia era la espalda, tenía hombros sexis y levantados y arqueaba la cintura de una forma impresionante, lo que le marcaba ese músculo tan sensual que siempre digo que se parece a un enchufe. Un tatuaje de letras chinas decoraba a la perfección ese mural. El pelo atado, una cola eterna en parte rubia en parte morocha, emanaba un perfume delicioso. Tocaba con cuidado los temas de charla, para no dejarla en “orsay”, me manejaba con gracia entre sus gustos y anécdotas. Poco a poco se fue soltando y la noche se puso más liviana. Emilia era rígida y estructurada, se mostraba frágil, pero en el fondo me di cuenta que le gustaba tener todo bajo control.

Fueron varias las salidas que tuvimos sin que pasara nada. Mantuve la paciencia de la araña, los comentarios de Hernán y Mario no cesaron, pero se fueron disipando. Ella de a poco se fue soltando y me fue dejando entrar. Más allá de mi ahínco por descreer lo que se decía de Emilia, algo debía de pasar para que una mina así estuviese sola.

Un sábado de tormenta atroz veraniega, apuesta ganada mediante, la invité a cenar a mi departamento.  Mi comida de barrio entró como un flechazo, la película fue una excusa. En la segunda escena ya estábamos a los besos en el sillón. Yo notaba que ella estaba muy nerviosa, comencé a masajearle la espalda mientras la besaba con ánimos de que se relaje.

Lógicamente Emilia no era virgen, la opción de ser “tierno y delicado” podía ser una, seguramente explotada por todos mis antecesores. El hombre inexperto tiende a confundir un alto status social y elegancia femenina con una manera de coger siempre suave y perfumada. Yo me había vendido como un tipo con calle, tenía que sacar de Emilia el fuego interior, esa era la segunda opción… mí opción.

Seguí masajeándole la espalda con suavidad pero con fuerza, bajé hasta su cintura y la rodee por ese quiebre glorioso, sintiendo el calor de su piel en cada centímetro de mis dedos, mientras la besaba con ansias de comérmela. Bajé un poco más, pasando todas mis manos por la extensión de su culo, llegué hasta las piernas, la apreté y con fuerza la levanté sobre mí. Ella me rodeo con sus piernas. La puse contra la pared y puse mi boca sobre su cuello, Emilia continuaba nerviosa. Supe que tenía que seguir con mi plan. Le mordí el cuello, la pera, la mandíbula, mientras que mis manos la sostenían y masajeaban sus glúteos, llegando con la punta de mis dedos a rozar los labios de su vagina, acariciando y abriendo el campo.

En ese momento ella me dijo “perdón… estoy un poco nervi…” sin dejarla terminar de hablar la baje, le di media vuelta, le tapé la boca con una mano al tiempo que empecé a morderle la oreja y a susurrarle al oído, “déjame a mí… esta noche te voy a hacer el amor como nunca te lo hicieron en tu vida”. Con mi otra mano descendí suavemente hacia su entrepierna, pasando despacito por el abdomen y entrando por su falda. Cuando llegué, sin más vueltas, comencé a masajearle el clítoris, con movimientos circulares, mojando todos mis dedos con su néctar. Continué diciéndole cosas al oído, cada vez más subidas de tono, Emilia se iba relajando y cada vez suspiraba más profundo. “¿Me vas a dejar cogerte bien rico?” y ella asentía, sus manos en ningún momento trataron de quitar mi mano de su boca, luego de decirle “te voy a hacer estallar de placer cuando te chupe entera”, comenzó a tocarme las piernas, hasta que llegó a mi verga, que ya estaba ardiendo de ganas de penetrarla.

La deje jugar conmigo unos segundos y luego la volví a poner frente a mí y la levanté, para sentarla en la mesa de la cocina. Sin dejarla de besar le desabroché los botones de la camisa y le quité el corpiño, dejando libres dos pezones duros y redondos. Se los chupé mientras la miraba, cosa que la excito mucho, con mi saliva dejaba rastros de cada uno de mis besos, para lubricar los movimientos que con mis dedos luego iba a hacer por donde besaba. Baje un poco más y suavemente le mordí la panza, mientras le quitaba la falda y la bombacha a la vez. Al instante ella se arqueó y me agarró de los pelos… “¡no quiero que me beses allá abajo eh!”, dijo con tono de advertencia. Entonces tomé sus dos manos con las mías y bajé sin preguntar. Noté que se ponía tensa, hasta trató de cerrar las piernas, pero mi lengua decidida, ardiente y firme se encargó de pasar cuatro o cinco veces por su surco, para culminar con una succión húmeda de su clítoris y un continuo y profundo lamido que la hizo estremecer. Se le aflojaron hasta las plantas de los pies. Seguí lamiéndola voraz, como devorando una fruta jugosa, soplando suavemente sus labios y volviendo a atacar con mi boca para generarle nuevas sensaciones. Le solté las manos, ella comenzó a acariciarme el pelo, entendí que era un signo… que estaba gozando furtivamente por primera vez. Con una mano apretaba sus pezones duros y la otra acompañaba a mi lengua en el sexo oral, pasando uno a uno mis dedos por sus labios mojados.

La raspaba con mi lengua mientras me volvía loco con su cara, estaba desencajada de placer, le metí un dedo hasta lo más profundo y dejó escapar un gemido glorioso, como si hubiese estado escondido dentro de ella hacía años. Saqué un poco el dedo, completamente sumido en su candor, y presioné en ese delicioso lugar. De su voz manó otro gemido extraño, más agudo y entre cortado, su abdomen se contrajo, sus piernas se cerraron sobre mi sien y supe frenar justo para dejar que ella disfrute a pleno de su orgasmo, que la hacía tiritar como una hoja.

Subí a besarla, no iba a abandonar mi actitud ni un segundo. Luego de apretarla contra mí y hacerla sentir mi extensión, volvió a gemir. Me alejaba de su boca y le pasaba la lengua por los labios. “Ahora vas a ver lo mucho que te va a gustar mi pija” le dije, me contestó “la quiero ya” y me puso como loco. Supuse que en esta ocasión no me la iba a chupar, ese iba ser mi segundo plan, ahora la iba a coger como venía maquinando hacía días. En esa misma posición la abrí bien de piernas y le metí solamente la cabeza. Hice que me la mirara y de a poco fui penetrándola hasta el fondo. No dejaba de hablarle y preguntarle si le gustaba lo que le estaba haciendo, procurando usar adjetivos sucios pero no ofensivos. No había dudas de que le gustaba.

Comencé a cogerla fuerte, con una mano la tomaba de la pierna, para levantársela y llegar más hondo y con la otra la tomaba de la nuca, para manejar su cabeza y moverla para besarla de la boca hacia la oreja. De lo profundo que entraba, con cada embestida mis huevos chocaban contra ella, y el sonido de las pieles era la más hermosa melodía. Le di varios minutos así, hasta que empezó a gemir más y más, cada vez más fuerte. Entonces le asesté la estocada final.

La di media vuelta vuelta y la cogí de espaldas. Mis movimientos circulares la hacían temblar de placer. Le daba cachetadas en la cola, mientras que le gritaba “¿te gusta perra hermosa?, ¿te gusta que te coja así?” y ella decía que sí, que le encantaba. Mi pija estaba henchida de placer, entraba perfecto, fregando con mi piel cada parte de su túnel. “¿Te vas a cuidar?” me preguntó y sin dejar de cabalgarla le dije que sí, que me iba a cuidar sobre ella, una risita de costado me hizo quemarme de goce. Me aferré a sus pelos, ese cabello hermoso que tanto me excitaba y tiré hacia mí, haciendo que se arqueara aún más aquella cintura monumental. El culo le florecía como un amanecer en el desierto, yo podía ver como su concha se había tornado en ese hermoso tono rosado que cobra cuando cobra como se merece. Mi pija entraba y salía desde la raíz hasta la punta, haciendo que Emilia grite como una ninfa en celo con cada movimiento. Pasé mi mano por su cuello, le apreté un poco la garganta, luego le volví a tomar el pelo y aumenté la velocidad hasta mi máxima capacidad de aguante. La estaba cogiendo como un animal, como un toro, el sudor de ambos era la prueba perfecta del desgaste físico en el que estábamos sumidos.

“¡Siiii! ¡SSssiiiiii! Cogeeemee asíiii asiíiiiiiii” me gritaba mientras le mordía los hombros y ella también me acompañaba en mi lujurioso baile. Yo continuaba preguntándole “¿te gusta que te la meta toda calentita para vos perra divina?” y ella gritaba que sí, entonces sentí que me estaba por venir, que se me acababan las pilas. La “frígida” Emilia había dejado salir de adentro esa perra infernal que ahora me estaba por ganar. Aguanté un poco más, hasta que bajando la velocidad y dejándola sentir toda mi furia dentro, Emilia acabó. Los músculos de su concha se estrujaron contra mí y un último gemido acompañado de risas provocó lo esperadamente inevitable.

Al instante saqué todo lo mío de adentro de ella para decorar con la más perfecta de las pinturas toda su fabulosa espalda, regué su tatuaje, sus hombros, su columna, para dejar un lago de semen en ese quiebre que tanto me fascinaba. Ni siquiera sus cachetes se salvaron, los cuales sirvieron para agotar el agua de mi canilla, que terminó por chorrearse por sus piernas.

Ese fue el principio de una noche de pasión, que nos regaló a Emilia la increíble experiencia de haber sentido un orgasmo por primera vez en su vida y a mí la sabiduría de que no hay mujeres frígidas, sino tipos ridículos.

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