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La inolvidable noche de Conep

Uno de niño sueña con distintas cosas, incluso a medida que va creciendo comienza a imaginarse de diferentes formas como serían algunas situaciones de ensueño. Pero muchas veces el destino lo sorprende a uno cumpliéndole ese momento orgásmico de la manera menos probable de las que nos idealizamos.

Esta situación en particular entra en el top five de los sueños con los que nace cualquier humano, básicamente porque es una necesidad natural que tenemos, siendo tarde o temprano que llegamos a concretar (aunque algunos mueran sin siquiera jamás haberla vivido).

Con escasos 16 años, lo recuerdo con lujo de detalles. Incluso ese día comenzó de manera extraña, como antecediendo lo que vendría más tarde. Pero bueno, vamos al grano.

Tenía un amigo, que a su vez tenía una prima de San Luis, que hacía poco se había venido a vivir con sus tíos. Pongámosle que se llamaba Carmela.

Carmela en sus dulces 15 años había entrado a la perfección en nuestro grupo de amigos. Rizos dorados, ojos verdes y tez trigeña. Para todos los que me conocen, saben que es mi humilde pero perfecto estereotipo. Juntada va, juntada viene con todos (en esa época mi conjunto de compañeros de la vida se comprendía de 5 amigos y 3 amigas, todos en plena época donde las hormonas empiezan a pensar por nosotros), comienza un interesante acercamiento emocional.

Un día miércoles (me acuerdo de cada detalle) me llamó uno de los chicos y me dice “ –Nos  vamos a la casa de la Carmela”. Que genialidad, ver a esa chica entre semana era un gol al ángulo. Así que fuimos con dos de los pibes a pasar el rato. Jamás me imaginaba lo que se venía esa noche.

Llegamos a su casa, subimos (había un local debajo) y como siempre empezamos a contar cosas sin sentidos pero graciosas. Verla reír era más que suficiente. Todo venía normal hasta que suena el teléfono fijo. Atiende Carmela y a la voz de “ – Si… si… ahora le digo a alguno de los chicos…” cuelga y nos mira.

–          “ –Chicos, mi hermano está varado en Bermejo, con el auto matado… ¿Alguno puede ir a buscarlo?”

De ese grupo, solamente uno tenía un auto, ya que a la temprana edad de los 16 años, sus padres decidieron emanciparlo. Así que se levantó y se dirigió a nosotros preguntando “- ¿Quién me acompaña?”. Claramente nadie le respondió. Hasta que Carmela tuvo que implantar su hermosa autoridad señalando a uno para que sea la compañía. Afortunadamente no fui yo, así que sabía que tenía más tiempo de contemplarla, ya por eso era feliz. Pero esa felicidad no se comparaba con lo que estaba por venir.

Habíamos quedado 3 contando a Carmela. Sentados en el sillón de su mega – living y mirando su hiper – tv no pasaba mucho nada interesante. Hasta que…

–          “Chicos, ¿tienen hambre?” dice Carmelinda.

Nos miramos con mi amigo y de forma tímida esbozamos un “- Si, un poco…”

–          “ –Bueno, yo tengo que cruzarme a lo de mi tía a configurarle DirecTv que no entiende el control remoto, pero mientras pueden bajar y comer algo”.

¿Bajar a comer algo? Pero si su casa era solo una planta alta. Algo confundidos dijimos “Ok, no te preocupes”. Y sin decir nada más se alejó.

Nos miramos y dijimos “ –Bueno, bajemos a ver qué onda”.

Y esa fue la última frase antes de que el hecho más trascendente de mi corta y aburrida vida me marcara por siempre.

Señores, Carmela no era nada más ni nada menos que la sobrina de una señora llamada María Alejandra, dueña de una casa de las tortas. En conclusión: estábamos solos y a nuestra disposición todo el local y fábrica de “La Casa de las Tortas de María Alejandra”.

Hubo silencio por un par de segundos, no podíamos decir nada, estábamos paralizados frente a una aplanadora que estaba a punto de pasarnos por arriba. Cuando reaccionamos no sabíamos por dónde empezar. Así que nos fuimos directo a la fábrica, ese mágico lugar en donde algo pasaba para que luego de forma a las deliciosas creaciones que estaban detrás de la vitrina.

Mientras mi amigo agarró el pote de cartón de dulce de leche repostero y una cuchara de madera pasaba a ser su tercer brazo, yo no dudé ni una milésima de segundo en introducir toda mi mano en la paila de crema chantillí. Luego me fui directo a las planchas de merengue y seguí por los panes de fondán.

Habíamos perdido la noción del tiempo. No sabía ni donde estábamos ni quiénes éramos, pero sí que no podíamos perder tiempo en hablar.

Cuando creímos que habíamos llegado al paraíso, algo se asoma desde una puerta en uno de los costados. Nos frenamos, miramos y mantuvimos la respiración un segundo.

Esa puerta era algo. Significaba algo. Y nuestro interior lo sabía. Paso a paso entre los dos nos fuimos aproximando y como en una película, empujamos la puerta que se abrió muy lentamente. Destellos de colores tenues emergían acompañados de una música celestial que aparecía de nuestra cabeza…

Si en donde habíamos estado creímos conocer el éxtasis, señores, definitivamente estábamos por entrar en un Nirvana.

Como exploradores que encuentran la tumba de Tutankamón en las pirámides, nosotros habíamos encontrado el local de la casa de las tortas.

Los aparadores vidriados más extensos estaban frente a nuestros ojos. Heladeras llenas de masas finas, tortas heladas y frascos llenos de distintos tipos de complementos para los pasteles (caramelos, dulces, chocolates, confites, etc).

Yo me fui directamente a las bandejas de los mil tipos de masitas, brownies y bombones helados. Mi compañero mientras que con una mano intentaba llegar a unas mini facturitas, con la otra sacaba del frasco más grande, cerezas al almarrasquino.

Comer comer comer comer comer comer y comer. Orgasmo, frenesí, alteración cardíaca, dificultad para coordinar movimientos frente a tal situación. Todo eso, multiplicado por 500 era lo que sentía en ese momento.

Venía todo perfecto, hasta que vemos a trasluz de la ventana que de la casa de enfrente salía Carmela. Estábamos jodidos. Ella nos autorizó a comer algo, no todo.

Así que acomodamos las cosas más o menos y subimos corriendo. Y justo en el momento que nos tiramos en el sillón emulando a dos tipos que no habían vivido nada extraordinariamente genial y que lo recordarán por el resto de su vida, pusimos cara de que acá no había pasado nada. No podíamos dejar que se dé cuenta de cómo nos aprovechamos de ella, su familia y el legado de generaciones. Así que teníamos que actuar normalmente, más todavía cuando nos dijo: “Chicos, se quedan a cenar. Hay costeletas de cerdo con huevo frito” así que nos sacrificamos y le dimos para adelante como hombres.

Fuente imágenes:
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