No podría especificar cuando sucedió esto. Sé que no era el desordenado y agitado departamento en el que viví muchísmos años en el centro de la ciudad. Era una casa. Aunque si pienso en varios de los detalles podría situar lo que voy a relatar en un futuro no inmediato de mi vida en la capital de Mendoza.
No creo en los ovnis,ni en nada que simplifique el trabajo de la imaginación. Y, créanme, he visto cosas bastante extrañas. Si siguen mis crónicas lo saben.
Estaba sentado en el comedor de la que entonces era mi casa. Siempre, como todos los domingos por la tarde, en soledad. Disfrutando de un plato de fideos blancos, con una lata de cerveza en frente y algún programa de televisión al cual prestaba relativa atención.
Después de enroscar la pasta en el tenedor, abriendo la boca para disfrutar el sabor del queso con los fideos, las luces comenzaron a parpadear. La televisión empezó a mostrar imágenes distorsionadas y perdió señal de repente dejando la pantalla gris y ruido blanco. Me quedé congelado, con el tenedor a medio entrar en la boca mientras a mi alrededor se desplegaba un espectáculo de cosas moviéndose, los cajones con cubiertos abriéndose lentamente con golpes pequeños y detrás de la heladera se inicio un chisporroteo.
Afuera de la casa, tanto en la calle como en el patio, las luces danzaban. Algo se movía alrededor de la casa.
Si no se me hubiese secado la boca por la adrenalina, la comida que esperaba ansiosa en el tenedor al borde de los dientes estaría mojada.
De pronto todo quedó a oscuras, salvo unas luces rojas que venían del patio. De allá se sentía el rumor de un viejo motor.
Solo con el movimiento de los ojos miré a todos los rincones y, haciendo un esfuerzo consiente, aparté el tenedor de mi boca y lo dejé en el plato. Venciendo los agarrotados músculos de las piernas me puse de pié y caminé hacia la puerta de la cocina que daba al patio. Tras la cortina, el intermitente rojo bañaba toda la estancia.
Abrí con precaución y tuve frente a mí la puerta de viejo colectivo, de los circulaban en Mendoza en los `70. Era un 17 color naranja, de la línea que iba de San José a la Universidad.
La puerta se abrió mecánicamente. En el asiento el chofer, vestido con jean y camisa y, detrás, un señor en sus cincuenta, con pantalón negro y camisa celeste.
—Adelante —me dijo sonriendo el chofer.
Subí mecánicamente. En shock. Asientos dobles con los bordes superiores cromados, con muy poco espacio entre las filas. Me senté del lado opuesto al conductor, en la segunda hilera.
Cuando estuve sentado el micro arrancó. Y despegó. Se elevó sobre la ciudad hacia el cielo. Mirando por la ventanilla contemplé la vuelta de las luces en el egido urbano, luego de que alcanzáramos el centenar de metros. Seguimos elevándonos.
Ni siquiera entramos en órbita. Enfilamos hacia la luna.
—Allá está la terminal de esta línea —dijo el chofer señalando el satélite natural.
En un punto entre la Tierra y la Luna, donde las gravedades se igualan, había una pequeña parada, compuesta por un cartel de metal reflectante verde, pegado a un poste gris, sobre un pequeño planetoide. A un costado, una construcción de mampostería de dos por dos con asientos de madera adentro. No había nadie. El cartel decía L1.
—El punto de Lagrange 1 entre la Tierra y la Luna. Es raro que haya pasajeros.
Flotando a pocos kilómetros sobre la Luna, en una losa cuadrada de un centenar de metros de lado, estaba la terminal. El colectivo trazó un arco suave y se fue alineando con el lugar correspondiente. Este le hacía seña con foquito incandescente rojo, sobre un poste al final del andén.
Cuando el ronroneante motor entró en punto muerto, la puerta se abrió y me dispuse a bajar.
—¿A dónde va? —me preguntó el chofer. Su compañero me miraba sonriente.
—No sé —balbuceé —, no termino de abarcar esto.
Miraba por las ventanillas y, dos andenes más allá, había un ómnibus del tipo Camello de la Cooperativa TAC. Por las ventanillas se apreciaban extrañas y bizarras criaturas.
—Van hasta la terminal del viejo trasandino, en un punto troyano de la tierra, cerca del observatorio Kepler —dijo el compañero del chofer—, pidieron que nadie se les acercara. Hasta hace poco estuvieron en la tierra, cerca de donde usted vive y se les descompuso la nave, así que tomaron el servicio de transporte público.
Mi boca estaba seca. Ya empezaba a marearme.
Decidí salir a caminar por esta terminal. Paredes de cemento pintadas con esmalte sintético celeste, techos de mampostería sostenidos con columnas con revoque fino. Olor a gasoil. Una típica terminal de los ’70. En dirección contraria al colectivo de larga distancia había micros estacionados, sin pasajeros ni choferes. Uno azul, con el cartel de 52 Santa Blanca. Al lado, un 6 Minetti. Un 5 Bermejo. Un 1 Luján por Cervantes. Y varias de las líneas que recorrían el Gran Mendoza en aquella época.
Entré al baño de hombres con un fuerte olor a creolina. Separadores de mármol sobre un orinal de canaleta. Los boxes para lo segundo no tenían inodoros sino los viejos pozos enlozados, llamados baños turcos, y las mochilas de bronce de las cuales colgaba una cadena. Cuando salía entró un Gris. Alto, extremidades delgadas y cabeza enorme. El típico extraterrestre de las películas. No llevaba ropa salvo un morral de color naranja. No hizo señas de notar mi presencia.
Cuando volvía, pasé por una cantina de la cual emanaba un profundo olor a café y a frito. Las mesas eran cuadradas, de madera pintada de sintético color blanco. Todas las sillas eran de totora. Al pasar por la puerta salió un grupo de enanos. Unos de ellos me miró con desprecio y se dirigieron al micro de media distancia. Detrás de ellos, las dos personas que me trajeron en el 17 me miraron al salir.
—Viene con nosotros. Hacemos una vuelta a la Luna y volvemos a la Tierra. En el lado oscuro hay alguien que espera nuestro paso, y es el que pagó su pasaje.
Justo antes de cerrar la puerta, el Gris que había visto subió junto con tres exactamente iguales a él, pasaron y se sentaron en los asientos del fondo, en silencio.
El colectivo arranco y flotó por el espacio.
El chofer sonreía mientras el colectivo descendía hacia la superficie y giraba haciendo que el paisaje se deslizara bajo el vehículo. Allá arriba, en el cielo, brillaba majestuosa la esfera azul celeste de la Tierra.
Mi mente iba y venía del shock. Todo era real, la incomodidad de los viejos asientos de cuerina negra, con poco espacio entre filas y doblados en ángulo recto hacían que los rodillas le recordaran que estaba despierto. Pero todo era tan surrealista, tan descabellado para su formación científica y para su concepción agnóstica del universo.
Otra vez el tiempo no parecía corresponderse con las distancias que recorrían. La Tierra se escondió detrás del horizonte, suavemente. El vehículo empezó a descender. Adelante, un punto de color verde se empezó a notar, luego cambió a una mancha para definirse en segundos como un rancho de dos aguas rodeado de un bucólico pastizal.
El colectivo se posó justo en borde exterior de la vegetación, sin pisar el césped. En un banco de madera de durmientes un anciano esperaba sentado. El rostro me resultó familiar.
—¿Como le vá, niño Heriberto? —dijo el viejo. Le dio la mano al acompañante, y palmeó al chofer.
—Cómo le va, Don Juan —lo saludaron los tripulantes.
—¿No me reconoce, niño? Soy Juan Floriduci.
Mi cuerpo se aflojó y mi mente viajó a mi niñez en una casa de adobe. Un rostro con labio leporino que una vez por semana realizaba tareas de limpieza en el amplísimo fondo para mi abuela. Al fallecer mi abuela, a mis tempranos catorce años, siguió viniendo. Hasta que un día dejó de hacerlo. Nadie supo decir qué se había hecho de su persona.
Sí, era él. Sin el labio leporino, pero congelado en los casi setenta años.
—Yo hice que lo trajeran, niño. Quería saber que fue de la familia de Doña Leonor—. Era el nombre de mi abuela.
Estuvimos charlando, como en un sueño para mí, sobre la larga historia familiar. Hasta que en un shock de adrenalina me repuse.
—¿Qué es todo esto? Dudo que sea un sueño. Casi nunca los protagonizo.
—Estamos como a un costadito de la realidad —dijo Juan—. Estaba yo en mi casa, en el último de mis días, cuando me trajeron aquí. Construyeron líneas para ir y venir por los planetas con lo que yo conocía de la ciudad de Mendoza.
—¿Quiénes?, es decir… ¿Hay otras redes de transportes? ¿Es un sueño, esto?
—No, niño. No es un sueño. Como le dije, estamos a un costadito de la realidad. Eso me dijeron. Como mirando de reojo una tele. Allá en la Tierra todavía no pueden ver.
—Y yo, ¿por qué?
—Yo quería ver a alguien de su familia. Me tengo que ir. Los que hicieron todo esto me llamaron.
El colectivo despegó. Se movió a unos metros del suelo durante algunos minutos e ingresó en un cráter. En la base de uno de los bordes había un centenar de pequeñas esferas que se fueron haciendo del tamaño de una casa a medida que nos acercábamos. Paramos y descendieron los grises.
Subió una mujer menuda, pelo negro corto y vestido azul que le llegaba casi a la rodilla. Nos sonrió y le faltaban los dientes. Se sentó adelante, atrás del chofer.
El colectivo despego dándose se vuelta. Esta vez la Luna flotaba por arriba, dejando el profundo terciopelo negro salpicado de luces como piso.
Juan, que se había cambiado de lugar al lado mío, siguió preguntándome por mi familia. Cuando llegamos a la terminal se bajó, sin antes decirme:
—Seguro que cuando llegue a la terminal lejos del sol, me dirán cuando en la Tierra van a ver los colectivos. Espero poder volver a contarle, niño.
Se alejó hasta donde esperaba otro Camello de TAC, un poco más nuevo. Subió, previo mirar hacia nosotros y saludar.
—Ustedes han manifestado que no estoy soñando, o alucinando. Pero son demasiados detalles familiares. Y medio retorcidos. Perfectamente factibles para mi imaginación —levantó la mirada hacia el acompañante— ¿Qué hace usted aquí?
—Controlo que usted haga el viaje por el que se pagó.
—Un inspector —murmuré.
Miró al chofer y le dijo: «cuando vuelvas a la tierra pasa por la Estación Espacial Internacional, para que se convenza».
A medida que nos elevábamos, el tiempo pasaba más rápido, como en todo el viaje. Esta vez se detuvo en la parada L1. Allí esperaba de pie una rubia despampanante, de casi metro ochenta, vestida con minifalda, top de raso y medias de red. Tacos aguja.
Al bajar la pasajera que llevábamos, subió la rubia al colectivo. Nos saludó amablemente a todos y se sentó adelante, del lado del chofer.
Nos aproximábamos a la Tierra con la misma cadencia temporal de todo el viaje. La frágil estructura de la I.S.S. se fue acercando. El chofer maniobró para que mi ventanilla pasara cerca de las ventanas de observación de la estación. Allí vi algo que le agregó un toque de fantasía a todo: un astronauta tocaba la guitarra flotando detrás de la ventana.
El vehículo se detuvo casi al extremo de uno de los enormes paneles solares. Se bajó la mujer, saludó y se deslizó flotando a la estación.
Me relajé en el asiento mientras descendíamos, abandonando todo intento de coherencia. Las luces de todo el Gran Mendoza se apagaron y el vehículo se posó en el patio de mi casa.
Bajé, abrí la puerta de la cocina. Todo estaba tal cual lo dejé, como haría un par de minutos. Giré mi cabeza al patio y el micro no estaba. Las luces volvieron.
Caminé cansinamente hasta el comedor. Me senté en el mismo sitio donde esperaba el plato de fideos con queso ya frío y la lata de cerveza caliente.
Me desperté al día siguiente, con la cabeza metida de lado en el plato.
Pasaron los días. Esperaba tranquilo en el consultorio del psiquiatra, chequeando el celular. Entro en YouTube y veo en primer lugar de los recomendados para mí, un video que decía: Space Oddity. Y en su imagen de pre visualización, había un astronauta con una guitarra flotando en la Estación Espacial. Obviamente lo vi. Era un tributo a un Tema de David Bowie. Y es el día de hoy que nadie se ha preguntado cómo en cierta parte del video se ve pasar en forma fantasmal una intermitente luz roja, por la ventana de la estación, como un reflejo.
Y como en todas estas cosas, con el tiempo, este “defecto” fue editado.