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La noche que fui minita

Es verano, estoy de vacaciones en Río de Janeiro y acabo de colar un ácido holandés. Nada, o absolutamente todo puede salir mal. Tomo un taxi y me dirijo a la zona roja. Ya estoy borracho y con la sonrisa trabada en mi mandíbula. El tachero me saluda como si fuéramos consuegros o vecinos de toda la vida. Me cuenta de su ex mujer, me pregunta sobre la inflación en Argentina y cada tanto larga una carcajada con tos y me sacude el hombro. Yo lo miro con complicidad y alterno consecutivamente las únicas tres palabras en portugués que sé. Caipiriña, obrigado, qué significa gracias y manjericao, que quiere decir albahaca.

Sin que se lo pregunte me indica dónde conseguir cocaína y travestis. Para el coche y me deja en el barrio de Lapa, me aconseja un bar, del cual olvido su nombre y me dice que tenga cuidado. Al bajar del taxi me topo con un persa gigante, donde se ofrece más alcohol, sexo exprés y pastel de camarón, de lo que un cuyano pudiese imaginar.

Las mujeres lucen sus muslos como si fueran tiranosaurios y cada tanto un corpulento carioca con peluca intenta manotear mi precario bulto inmigrante.

La gente salta y grita en la calle. Manipulan fuego, golpean tachos y mean móviles policiales. Si fuera mi país, esto sería un piquete de fin de año, pero acá son solamente un montón de drogados, locos y homosexuales celebrando el codito de la semana.

Ya son las cuatro de la madrugada y la combustión lisérgica combina en contraste con el cemento gris de la calle cortada. Una negra afro me choca de frente e intentamos comunicarnos a través de un portuñol espantoso. Me pregunta de donde soy y le contesto que de Argentina. Sus pupilas se expanden como huevos fritándose y me cuenta que el amor de su vida es argentino. Arrimo su cintura con mi pelvis y le pregunto si también es de Mendoza.

– Si, vive en Dorrego, me contesta.

Ahí la cosa se complica, mi pera tirita y suelto su ombligo inmediatamente. Le comento que el mío también y que por esa razón, soy un ser insoportable. Ella simula entenderme y nos abrazamos. Le explico que por cosas cómo estás, la poesía portuguesa es de mis favoritas y nos despedimos. La verdad, nunca leí poesía portuguesa, pero estaba muy conmovido.

Luego, sin saber cómo, aterrizo en un antro sin edificar. Los bares ya cerraron y la manada destilada se aglutina como telgopor en una esquina. Me sumerjo entre las personas e intento bailar su danza nacional, que es seis veces más sexual que el Reggaeton y ocho veces más rápida que el Power Metal. De repente, me percato que casi no hay mujeres en la multitud y que los hombres son desmedidamente simpáticos.

Para entonces, el amigo con el que estoy es acorralado por cuatro chicos sin remera. Temo que le arrebaten la billetera, pero lo único que le intentan quitar es un beso en la boca.

A mi lado, observo tres travestis bailando Capoeira, un hombre con barba jalando algo que huele a thinner y dos lesbianas besándose bajo una lluvia de transpiración.

El hombre con barba me saluda.

– Hola minino – me dice.

– Hola sos muy parecido a Russell Crowe en Gladiador – le respondo, sin ser consciente de la maginurid de mi cumplido.

Se ríe como concejal en campaña electoral y me pregunta.

– ¿Qué quieres tomar? Te invito.

Yo tenía sed y miedo – Ay no se, cualquier cosa, dos caipiroskas de ananá, lo que sea.

Vuelve con los destilados tropicales y me cuenta que es licenciado en algo y que vive en Londres, pero que había nacido en este barrio.

Por cada sílaba que pronuncia, su barba se arrima tres centímetros a mi cuello y sus manos intentan imantarse sobre mi cadera. Le pido marihuana, me convida, voy al baño, me espera, termino el trago y me ofrece otro.

Me siento tan codiciado como reina de la Vendimia en acto político y creo entender como funciona el juego desde el otro lado.

No soy el cazador furtivo, el narcisista hipertrófico, ni el chistoso creativo. Esta vez mi rol consiste en sostener una mueca de selfie, ofrecer números falsos y administrar su tarjeta de crédito. -London, London, mi gladiador, tengo hambre – le exclamo. Y ahí está él, con doce langostas fritas para mí.

Intenta besarme repetidas veces, hasta dejarme sin opción.

– Me caes muy bien, que seas un señorito inglés me cautiva y la gastronomía brasileña me fascina. Pero no soy gay, parezco, simulo, pero las mujeres me gustan tanto o más que la panceta.

– Oye minino, pero te estás perdiendo el sentido de la vida

– Lo sé, basta con ver este lugar para convencerme de que los homosexuales conciben el placer mejor que yo.

– ¿Entonces quieres cocaína?

– No, no quiero cocaína.

– Por favor vamos a mi apartarmento.

– Ay London, no, no se, tengo miedo.

– Solo déjala reposar en mi boca, necesito sentirte adentro mío. Cuando vos decidas parar, paramos.

– No, nene, no puedo, basta por hoy, no me la hagas más difícil.

– Ok, te vas arrepentir.

– Lo sé… Créeme que lo sé.

– Adiós argentino.

– Adiós gladiador, llámame mañana.

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