En el pueblo de Deán Funes, por las noches, el viejo Jockey estaba lleno de humo y apuestas y vasos. Juan venía ganando y pidió pollo para todos en la mesa. Quince minutos después le trajeron de la rotisería de enfrente diez pollos asados y arroz. Pero en ese interín la mano cambió y Juan había perdido todo lo ganado.
¿Quién pagaría los pollos ahora? Por suerte entre los que miraban el desarrollo de las partidas estaba el dr. Zelaya, médico ilustre en el pueblo, que pagaba o prestaba dinero a los vulgares que arriesgaban en el juego cada noche sus suertes y más que eso. El doctor pagó los pollos.
El doctor tenía ese defecto de juntar admiradores, que lo veneraran y rodearan, gente de baja estopa como mecánicos y albañiles que se sintieran sus amigos, más no sea porque el doctor pagaba o prestaba dinero.
No es que el doctor tuviera intereses, o ambiciones políticas, todo lo contrario: lo suyo era un altruismo basado en la figura romántica de quien está en los estratos altos y se codea con la clase ruin. Le gustaba interpretar ese papel en la vida. No sé si lo sentía, porque no es cuestión de sentir sino de imitar. De copiar, no de crear. Es lo que hicieron los romanos: copiar el helenismo. Es lo que hacen las civilizaciones avanzadas. Porque crear, se crea desde la nada.
Es precisamente la nada lo que envolvió aquella noche el espíritu de Juan al salir de la timba y chuparse la oscuridad de la calle que lo atravesaba por dentro y por fuera. Con nada en la mano, con nada en los bolsillos, con nada en el alma, porque por último había apostado hasta a su mujer en la mesa de juego, y se la habían ganado, y ahora tenía que decirle a la patrona que debía abrir las piernas ante el miserable aquel de Pancurto, que quería que Juan apostara también a su hija, una chica de dieciseis, y Juan lo pensó hasta que, por extraño que le parezca, una chispa agonizante de moralidad ganó la partida y se retiró.
Una santa como Pocha, la mujer de Juan que fue ficha sobre la mesa de pana, tomó con naturalidad el tener que abrir las piernas por una apuesta. Pancurto se mandó un terrible eructo mientras le practicaba sexo oral, pero siquiera eso alcanzó para escandalizar a la buena mujer.
Destruido en su interior y sin poder alejarse del juego, Juan tomó una drástica decisión: se pegó un tiro y, pese a los esfuerzos del dr. Zelaya, pasó pa´l otro mundo y fue derecho viejo al infierno.
Luego de llevarse a cabo las exequias, su mujer no tardó en enyuntarse con Pancurto y vivió feliz el resto de su vida.
Pero a esto voy: el rey del averno recibió a Juan con gran parsimonia y expresando toda su felicidad, como si fuera importante y no un piojo más, y esta demostración de afecto extrañó al pobre hombre, que qué importancia puede tener un pobre jugador y sus míseros pecados ante la importancia real de los grandes pecados, que se cometen en nombre del neoliberalismo y las cruzadas santas de los mahometanos, pero el diablo respondió que era refinado y no un ser vulgar, y que prefería los pecados clásicos como la adicción al juego y no las rimbombantes matanzas colectivas o las sabidas pretensiones del neoliberalismo y etc.
Quisiera ilustrar el infierno de una pincelada: a un costado una anciana de modales sobrios y una candidez propia de los ancianos, una anciana que ama, a todos sus hijos, y que habla de sus penurias inspirando piedad, y de golpe se da vuelta y lanza un grito desmedido de odio sobre su hija, un grito desgarrador como el chillido de un ave de rapiña, y el infierno se hiela.
En otro costado, una joven que ha desafiado a la vida. Que ha hecho mal uso de su libertad y ahora no sabe a quién culpar. Cinco abortos en su haber, flirteos con el lesbianismo y la depravación sexual, oh el intento de ser diferente, y una hija a la que tuvo en edad temprana y que ha quedado a cargo del padre, un joven con vocación para el mal. Tras ser la que es rechazada y no la que rechaza, dos intentos de suicidio a cargo de un egocentrismo dañado. La vida le ha vuelto el rostro sobre el que antes escupía. Y un ego que golpea sobre las puertas cerradas y culpa a alguien. Y lanza su última frase sobre la víctima más apropiada, …y el infierno se hiela.
En otro costado, el hombre de edad madura que intenta ocultar ante la mirada inquisitoria de su pareja el deseo y la fascinación por las mujeres jóvenes. Y ante el cuerpo cada vez más envejecido de su compañera, en un increpante rictus envuelto en engaños siempre negados, negando cada uno de los mosaicos infinitos de su lascivia, siempre negando, siempre negociando, …y el infierno se hiela.
Y a otro costado, una mujer que insulta a su marido mientras este busca un leño salvador para ambos, y no cesa el teclear de los insultos en sus oídos, y la mujer que no puede parar de hablar contando sus males, que son los únicos males del mundo, y exige ser escuchada por todos, pues ha sido maltratada alguna lejana vez y la espiral oscura se ha hecho más profundamente oscura ahora, el perdón ha sido desterrado y no cesa el repetir con palabras el mal, el mal que se ha sufrido, ese mal que enarbola el ego desatado como bandera de un chirriar infinito e inacabable.
El mal flotaba en derredor y pasaba como un perfume al costado y buscaba el adentro. Nada tiene final en el infierno.
Juan notó que el diablo tenía excelentes intenciones. Ni bien puso un pie sobre el suelo arenoso e inundado de ceniza y fuegos que aman arder, el diablo le alcanzó una cartilla en la que se ofrecía al cliente un prospecto de venganza a tutiplén, por el módico precio de una estadía de dos meses en las llamas más enormes y dolorosas.
– Podemos romperle el culo a Pancurto, o ganarle en el juego y dejarlo sin su casa y sin un cobre, o hacerle una zancadilla y que termine en la gayola. Usted decide. Todo esto se lo cobramos en dos cuotas sin interés, dos cuotas de permanencia en nuestra sala de Fuegos a Tutiplén.
– Gracias, pero prefiero pensármelo, por el momento lo que quiero es comer algo.
– Cómo no, estamos aquí para servirle -dijo Lucifer-. Pase a nuestro comedor vip, es una invitación personal, vamos a la sala de Canibalismo, lo acompaño.
Juan prefería una ensalada con arroz, pero no podía darse el lujo de la antipatía del dueño del lugar negándose a la invitación, de modo que terminó comiendo unos dedos -con los anillos puestos-, y de postre un pene bañado en dulce de arándano.
Si bien en un momento de descanso tras el almuerzo sintió el dolor de la ausencia del amor con su caricia amable, el amor que ya no rondará, que ya no buscará un adentro, que ya no iluminará, y el peso del mal que flotaba en su propia densidad inmaterial y se apoderaba de todo como una gran trompeta de labios secos. El amor fue un invento judío, pero un gran invento pese a sus inventores.
Pasada la hora de la siesta, Lucifer volvió a acercarse con toda su humildad. Dijo que no le interesaban los presidentes y los grandes asesinos, que conforme a su carácter marginal se ocupaba de la gente humilde. Que él estaba con los pobres, como corresponde a una persona de bien. Y sin perder más tiempo le preguntó si estaba interesado en el prospecto de venganza y si había pensado en ello. Dijo también que se ocuparía personalmente, que haría una atención personalizada al cliente, dado que Juan le caía bien como todos los cornudos que llevaban cuernos como ellos, los diablos.
– Fíjese, aquí tenemos grandes personalidades, pero no les doy pelota. Me interesa la gente común. Allí, por ejemplo, está Jack Kerouac, un miserable que no quería hacerse cargo de sus hijos, obligado por un juez a pagarle la mensualidad a su hija. Fue tras ese hecho banal que escribió un poema tan existencial e inspirado, no sé si lo ha leído, «Demando que la raza humana cese de procrear, saluden con una reverencia y se retiren». Inspirado por sus miserias. Ah, insondable es el camino de las musas… Por eso digo, los buenos sentimientos son un escollo para la creación y el arte.
– No conozco a Jack Ker…
– Fíjese, ahí hay varios filósofos reunidos. Están debatiendo sobre si Dios ha muerto. ¿Acaso no es evidente? Y, ¿acaso les importa? En cambio la gente común de aquí se pregunta: ¿Ha sido Dios un juez muy duro conmigo? La gente más común separa a Dios del Universo, no creen en justicias terrenales, tienen una conciencia del pecado y son jueces de sí mismos. Por supuesto, hay muchos de ellos aquí, pues se han desviado del camino más o menos a los cuarenta años. Fíjese usted, nosotros los diablos somos como el brote esquizofrénico, aparecemos en las puertas de la adolescencia y alrededor de los cuarenta años. O sea, en el despertar sexual y en la famosa crisis de la mediana edad. Dos momentos claves que no podemos desaprovechar.
– ¿No habría un poco de pollo y arroz, por casualidad?
– Amigo mío, tenemos una granja aquí, pero los pollos no sobreviven a las altas temperaturas. Pero volvamos a las cosas importantes. Podemos ofrecerle una venganza de padre y señor nuestro, le haré un descuento: un mes y medio quemándose en nuestras brasas multicolores con un promedio de dolor del 0.8 por ciento.
– Me parece justo.
– Es más, le daré un plus: seré yo mismo en persona quien vaya al mundo a realizar el trabajo. Garantía de éxito.
Abombado como estaba por el calor, sin más preámbulos Juan firmó el contrato con tinta sangre en la escribanía del infierno. Y al día siguiente el diablo estaba en Córdoba, dispuesto a dirigirse al pueblo de Deán Funes, hacia el norte.
Continuará…