No sé porqué dejamos de vernos. Los dos teníamos (y tenemos aún) nuestros demonios. Pero si hay algo que tengo que reconocer es que cuando estamos juntos, todo lo malo queda de lado.
No sé bien qué pasó. Recuerdo bien aquella noche en la que empezamos viendo una película, y la terminamos haciendo el amor. Y que se yo, quise tener un orgasmo, pero a veces el cuerpo es mañoso y el amante no es muy bueno, y no pasó más nada.
Se fue y nunca más lo volví a ver. Y siendo la primera vez que estaba con alguien desde que me habían roto el corazón, medio que la distancia de su parte me hizo mal. Pero aquel día tomé la decisión de aceptar las cosas como venían, y ya no sufrir más.
Meses de silencio, uno que otro amante por ahí, y un día, inesperadamente, un mensaje suyo. No me iba a poner a hacer reclamaciones sin sentido, y decidí dejar lo qué pasó de lado. “¿Cómo estás? ¿Qué es de tu vida?” Y por primera vez en mucho tiempo, respondí con la verdad a esa pregunta.
—Con ataques de ansiedad y mucho stress, evitando, por el momento, acceder a las drogas que tengo guardadas.
Y, se sinceró. —Yo tampoco ando bien— Ambos sufríamos de dependencia a fármacos, solo que yo estaba en una especie de periodo de sobriedad que, cada vez, tenía más ganas de romper.
—Veámonos —me dijo. Y yo no lo dudé. Lo invité a mi casa a ver una película que había descargado de internet.
—Vos traé queso y fiambre y hago una pizza casera —le dije, y quedamos con fecha firme para el día siguiente a la noche en mi casa.
Se hizo la hora pactada y me puse nerviosa. No llegaba. Decidida a no pasarla mal, me preparé un gin tonic y puse algo de música tranquila, y cuando ya empecé a pensar que él no llegaría, sonó el portero de mi departamento.
Por primera vez en casi un año volví a verlo. Me miró y sonrió. Le abrí el portero eléctrico, y cuando entró, me dio la bolsa con las compras, y un tímido beso en la mejilla. — Justo estaba por prender el horno, la masa está casi lista —le dije.
—¿Querés que lo prenda yo? — me preguntó.
—¡Dale! —Le respondí, mientras que le preparé un trago.
Charlamos, de todo, de cosas sin sentido mientras que reíamos, y yo que venía de una temporada más que angustiante, sentí que eso era justamente lo que necesitaba. Cuando la pizza estuvo lista, nos sentamos en la mesa a seguir compartiendo anécdotas, risas, y una que otra cerveza. Me contó cómo habían llegado a romperle el corazón, todo por la maldita infidelidad. Y la depresión después, la cual yo también conocía por experiencia propia. Y, a pesar de todo, sentí que habíamos pasado por cosas muy parecidas, y que nuestras adicciones a las drogas de prescripción médica, venían a causa de un dolor tan intenso que nada lo puede calmar, el dolor del corazón roto.
Cuando terminamos de comer nos sentamos en el sofá cama, que da justo al televisor. —¿Sabías que se hace cama? —Le dije.
—Mira, si lo hacés cama, lo más probable es que me termine durmiendo —me dijo sonriendo y yo, como desafiándolo lo hice. Mi sofá quedó como si fuese una cama de dos plazas, él se recostó, y yo al lado suyo y ya no tuve ganas de poner la película. Creo que por su mente pasó lo mismo que por la mía, y me dio un beso en la boca.
El paso a seguir fue obvio, pero esta vez en nada se parecía lo que habíamos empezado en mi cama casi un año antes. Los besos fueron en aumento, mordidas suaves en los labios, la ropa que iba cayendo a los costados del sofá, y yo dándome cuenta que, rotos o no, en las noches también necesitamos calor.
Cuando desnudos quedamos, yo me subí arriba suyo sintiendo el placer de su sexo. Suave, y lento, mientras que yo iba cabalgando, él con sus manos iba recorriendo mi piel, mis pechos, mientras que yo corría mi pelo largo que me tapaba la cara. No sé cuánto tiempo pasamos en ese éxtasis, hasta que, agotada caí a su lado. Él me miró. Y supo de inmediato cómo seguir.
Fue bajando lentamente hasta mi sexo, en donde se zambulló profundamente, dándome más placer que antes con su lengua y sus dedos.
Yo gemía de placer como hacía mucho tiempo no sentía. Clavaba mis uñas en sus hombros, extasiada de placer. Y de pronto sentí aquellos fuegos artificiales que son los que caracterizan a mis orgasmos. Él se dio cuenta, me levanté suavemente y volví a besarlo intensamente en la boca. No hablamos una palabra, y tampoco hizo falta, porque ahora yo fui que dominó la situación. Me subí nuevamente arriba suyo, y me llevé su miembro a la boca, saboreando todo mientras que veía como él cerraba sus ojos extasiado. Volví a cabalgarlo y sentí como llegó al orgasmo. Recostados los dos, nos miramos a los ojos y reímos, reímos.
Nos besamos nuevamente y reímos, y nos quedamos en ese estado post-éxtasis durante no se cuanto tiempo, y tampoco nos importó. Después empezamos a buscar la ropa para vestirnos, él se prendió un cigarrillo. Cuando lo terminó me dio un beso en la boca y me susurró —me tengo que ir— Al fin y al cabo, ya eran las cuatro de la mañana.
Le abrí la puerta, nos volvimos a besar. Lo vi irse y no supe cuándo volveríamos a vernos. Solo supe, con seguridad, que habría otra vuelta.