Cuando iba al colegio, mis vacaciones de verano siempre consistieron en lo mismo. Rendir tres materas en diciembre, dos en febrero y al menos una en marzo. Este proceso se reiteró ininterrumpidamente desde que repetí cuarto grado en la primaria, hasta mi colación en 2009. De ahí en adelante, mis problemas dejarían de ser escolares y pasarían a denominarse con un nombre propio de mujer, predicado por el trastorno que me habitara en ese momento. “Valeria y parálisis emocional”, “Natalia y problemas de hemorroides” y así sucesivamente, hasta el día de hoy.
Pero en el verano del 2009, un suceso inesperado modificaría el curso de mis dramas. Mi papá, Roberto, decidió luego de 52 veranos construir una pileta en el patio del fondo. Bajo una condición, el pozo lo teníamos que hacer juntos. Yo para entonces tenía 18 años y un pánico absoluto a las tareas productivas del hogar. No era otra cosa que el resultado de un niño menemista acomodado y un adolescente con plan social. Podía ser perspicaz para contestar rápido y creativo para argumentar una excusa, pero en el momento que una bolsa de portland o una placa de durlock se me ponía en frente, yo temblaba, me hacía pis y creía en dios.
Lo que había supuesto como un año sabático, mutó de pronto en una obra en construcción y mientras decidía si estudiar música o psicología, me transformé en albañil. Ahora las resacas se llamaban jornadas laborales y el prensado de la esquina se llenó de ripio y piedra. Entendí entre suspiros que la gente trabajaba y producía para existir y mis mañanas se convirtieron en una serie repetitiva de engarillas llenas de polvo. La ecuación era la siguiente; perímetro con cinta métrica /ataque de ansiedad, 5 baldes de arena /espasmo muscular, 20 minutos de rastrillo/ lesión de tibia y peroné. Chocaba literalmente mil veces con la misma piedra, pero de refilón contra la pala.
Roberto, que intentaba ser mi supervisor, era una suerte de terapeuta heterodoxo frente a un paciente con histeria suicida. Nuestras conversaciones eran más o menos así;
– Mira Francisco, el general decía; “No existe para el peronismo más que una sola clase de hombres: los que trabajan”, así que ponete las botas y avanzá, que yo a tu edad ya estaba en la colimba.
-Papá no puedo, me salen ampollas y creo que apareció de nuevo el soplo que tenía en el pecho.
– Ay mijito… ¿Vos te crees que yo me crié cacheteando gatos a la orilla del fogón, me querés vender gato por liebre, o te pensás que cago kilowatt?
– No sé qué querés decir papi, pero sinceramente no puedo seguir más, tengo miedo.
– Ni se te ocurra pedirme un mango para salir a bailar, yo te voy a enseñar cuantos pares son tres botines.
La discusión terminaba ahí. En suspenso. Yo entendía menos de la mitad de lo que decía y eso me asustaba más. Pero lo que él no sabe y tal vez se entere mientras lea esto, es que yo entraba gratis al boliche, porque era tarjetero de Omero y me quedaba a 20 cuadras de casa. Era la Margarita Stolbizer del free pass y me tomaba con liviandad su guerra fría. Hasta que me apuntó con sus armas nucleares y ahí la cosa se puso jodida enserio.
Si no terminaba el pozo, no me compraba la batería. De repente, el sueño de la bandita del barrio, se desgranaba entre las raíces del paraíso y toneladas de tierra. No podía entender la relación entre un redoblante y el hormigón armado, pero lo que yo más quería en este mundo, era tener una batería propia. Sacudí mi frente brotada y cabe descoordinadamente haciendo espamento con los brazos y poniendo cara de gastritis, pero a los tres minutos estaba de nuevo tendido en el suelo, a punto de convulsionar.
Al día siguiente busqué en los clasificados cualquier actividad responsable que me sacara de casa y justificara mi inasistencia. Me inscribí en un curso de computación, intenté vender productos de Herbalife y hasta pensé en retomar la confirmación. Pero a la noche, cuando precisaba de una cama o un sánguche de mortadela, volvía hacia la casa de mis viejos y lo primero que veía era la puerta del patio cerrada, con un cartel que decía, “Hoy también faltaste” y lo segundo, mi habitación con una alfombra en el suelo, esperando un instrumento. Las paredes del edifico se habían transformado en un cuadrilátero y yo en un boxeador pidiendo la hora.
Una noche llegué borracho, rompí el cartel, agarre la pala y me colgué mirando el pozo. -Lo tenés que hacer Francisco, si terminas esto vas a poder cargar bombos gigantes y fierros incómodos por el resto de tu vida. ¡Narigón, Pantera, hacelo!; Me gritaba a mí mismo, intentando convencerme, pero no pude. Fallé, lloré y huí al cuarto de mi viejo para despertarlo.
Aproveché mi fragilidad y su entresueño para manipular la compra, expresándole la admiración que sentía por él y lo contento que estaba de ser su regalón más chico. Frase que siempre lo conmovió muchísimo. Él sin entender bien lo que estaba pasando, pronunció un tímido sí con su mentón y al día siguiente fuimos por la batería. Pero a cambio me exigió que terminara el curso de Excel y continuara después con el de Tango y así conseguir un amplio conocimiento sobre lenguaje financiero y programas contables que en mi puta vida usaré nunca jamás.