Cuando tenía catorce años recibí el mejor consejo para desenvolverse en cualquier funeral. Fue durante unas vacaciones en San Antonio de Padua, una diminuta ciudad en la costa, famosa por un festival de pesca que se celebra en los últimos días de febrero. Mi familia alquilaba un pequeño departamento sobre la panadería de los Zuzunaga, a quiénes mis viejos conocieron en un viaje antes de que yo naciera. Mi habitación asomaba a la calle principal, una línea flaca y solitaria sobre la que reposaba todo el pueblo.
Los Zuzunaga eran gente simpática, y siempre que podían nos invitaban a comer con ellos. Durante las comidas mis viejos aprovechaban la charla entre adultos para aburrirme y mantenerme quietito; y por si acaso, me sentaban al lado a la abuela de los Zuzunaga, la nona Segunda. En ese entonces debía rebalsar los noventa años, y en la playa la gente decía que nadie había visto morir más gente en San Antonio de Padua que doña Segunda: despidió y enterró a cinco generaciones completas de Zuzunaga, a tres sepultureros del pueblo y hasta a dos de sus hijos. Sobra decir que era una invitada permanente a todos los funerales del pueblo, algo que su familia aprovechaba para ofrecer el catering. Pero ella no era una plañidera más, o sea, una de esas señoras que llora por encargo en los funerales. Su tarea era más delicada y simpática: la gente la invitaba para que narrara las mejores anécdotas sobre los difuntos del pueblo, e incluso contar uno que otro chiste para levantar el ánimo de los penosos.
Con ella, cada funeral se transformaba en un evento social.
No era difícil ver el porqué. Aún teniendo los labios torcidos, la anciana no paró de hablarme en todas las comidas. Pero en cada una de las comidas con los Zuzunaga ella prefirió contarme de sus problemas de salud, en especial de su rodilla y la artrosis de sus dedos. Me advirtió también que con la edad llegan de improvisto pequeñas explosiones de risa o llanto, casi gratuitas y sin explicación, que lo mejor era ignorarlos ya que tarde o temprano uno se acostumbra. Cuando se decidió a hablarme de los entierros no decía una sola palabra, insistía en repetirme los mismos consejos de etiqueta para los entierros. Ponía mucho énfasis en las primeras palabras para con el o los afligidos, la presentación lo es todo- decía. Me soltó toda una serie de reglas y fórmulas que se resumían por sobre todo en no interrumpir o contrariar a los penitentes. Nunca hay que culpar a Dios, o peor, justificarlo-repetía, porque los velorios son cosas del hombre; y que sí había que comprar flores, las mejores eran siempre las lilas.
Yo todavía era muy pendejo y no podía levantarme de la mesa así como así. Estaba obligado a escucharla y mover la cabeza a su ritmo. Este ejercicio no tardó en hartarme, y reduje a Doña Segunda a una anciana desinflada en su silla de ruedas, que apestaba a esmalte y que solo hablaba de los muertos.
Una tarde nos sentaron afuera para que Doña Segunda pudiera fumar. Mirábamos el mar en silencio, y ella volvió a insistir con la etiqueta, de que siempre hay que apagar el celular, que hay que hablar en voz baja y por sobre todo, solo dar el pésame después de ver el féretro. Si es posible, lo primero es ir directo a ver al muerto- dijo mordiendo el cigarro. Ese último consejo atrapó mi atención, y no me resistí en preguntar el porqué. Ella me miró y mezcló la risa con una pequeña tos del tabaco.
Comenzó con que una mañana la habían invitado al velorio de una vecina. Ella pensó que sería el de la Gladys, una mujer que conoció cuando todavía vivía Cacho, su marido, por lo que dejo que los chicos se encargaran de todos los detalles.Apenas terminaron de almorzar, subieron a la camioneta de la panadería y llegaron al velatorio antes que todos. Sus chicos necesitaban dejar todo listo para el evento, por lo que la dejaron esperando en el salón. Todavía no llegaba ni el cajón, me dijo, y lo único que podía hacer era mirar la horrible cortina amarilla de la salita.
Entre el calor y el monótono atardecer a la sala, Doña Segunda no tardó en quedarse dormida, y solo despertó con el ruido de los primeros visitantes. Pasos, lamentos y pésames. Aún estaba medio dormida cuando una mujer pidió que contara alguna historia sobre la difunta. Creyó que se trataría de la nieta o la hija de Gladys, y por cortesía decidió limitarse a narrar la vez que la hermana de su “nona”, se negó a prestarle unos hermosos zapatos de tacón, muy bonitos, para una fiesta del pueblo. Obviamente esto no le gustó nada a su “nona”, que muy enojada esperó a la tarde antes de la fiesta, y casi al estilo de las hermanas malvadas de Cenicienta, aprovechar la siesta para tranquilita, arrancarle los tacos del calzado en disputa y así privarla a su hermana de asistir.
Las dejo como dos ojotas gastadas- exclamó. Todos pusieron su sonrisa de velorio, y eso bastó para que pudiera continuar. Contó una o dos historias más hasta que trajeron el ataúd. Alguien se ofreció a llevarla hasta el féretro, y mientras más se acercaban al cajón más y más personas la detenían para saludar. Casi no conocía a ninguna de esas personas, y eran tantas que hasta la propia difunta se volvió una desconocida y no lograba identificarla. Culpo de la ilusión a la abrupta siesta, los constantes saludos o al insoportable calor; pero aún de cerca la muerta seguía siendo la misma extraña. Me aseguró que aquella no era la nariz de la Gladys, a la que recordaba como una de esas gallegas tan orgullosa de su belleza frontal como para cambiarla.
No había dudas: se había confundido de muerto. En su desesperación, repasó mentalmente cada una de las instancias en las que podría haber preguntado por el nombre de la difunta. Fue una engreída, y toda su confianza debió de transformarse en miedo. Había hablado con tantas personas, contado tantas cosas, que dio por seguro que ya la había descubierto, y que un piadoso cariño los detenía de corregirla. Cosas de vieja, eso me dijo, y lo repitió dos o tres veces. Doña Segunda entró en pánico: ese era el tipo de errores por el que dejan de invitarlo a uno a un velorio.
Para su sorpresa, la gente continuó paseándola de un lado a otro del salón, ansiosos por escuchar una más de sus historias.Ella no sabía cómo disimular su cara de espanto, convencida que todo se trataba de una broma de mal gusto. Comenzó a quedarse sin excusas, que necesitaba un poco de aire, que se sentía mareada, un vasito de agua o hasta salir a fumar otro cigarrillo. Los presentes comenzaron a aburrirse, y ahí fue donde ella vino con la idea. Debió de pensar que lo hacía para no ser maleducada con todo ese dolor, pero yo creo que en realidad buscaba que le dieran un poco más de atención. En cualquier caso, Doña Segunda entendió que a nadie interesaba sí la Gladys en realidad hizo alguna de las cosas que ella había contado, o si hasta se trataba de Gladys o de quien fuera que ocupara el cajón: todos disfrutan de una buena historia, y eso fue lo que ella decidió darles.
Al principio inventaba las historias, como la del tío Héctor, que escupía en las macetas, y que por eso un día tuvo un serio problema en un evento social. Luego tomó confianza y narró las de verdad, con la precaución de cambiar los nombres para que su audiencia no se diera cuenta. A ella le bastaba con mencionar algún familiar policía para que alguien recordara a su sobrino perdido del sur, que también era policía, y así hacerlo protagonizarla redada en plena misa negra, que terminó con varios agentes persiguiendo mujeres desnudas y hombres con capa por las dunas del pueblo, bien hasta pasado el amanecer. Eso le pasó al hermano de mi Cacho- me dijo, y perdió algo de tiempo con algunos detalles de su vida que no vienen al caso contar.
Y así continuo por una hora más, hasta que sus propias historias comenzaron a causarle problemas. El problema, en principio, no fue que le creyeran; sino que tuviera razón. No en todas, pero sí en las suficientes. Por ejemplo, una dama escuchó la anécdota sobre un hombre de la capital que visitaba mucho a la nona con una novia muy jovencita, y de la que parece era su amante. Algunos rasgos vagos la convencieron de que se trataba de su marido, y la confrontación creció en intensidad hasta que tuvieron que continuarlo en el patio, cerca de los fumadores y las enredaderas.
Ese fue el primer inconveniente, al que no tardaron en acompañarle otros, siendo el peor de todos el que protagonizaron los hijos de la anónima difunta.
Doña Segunda no estaba segura a cuál de todos narró la vez que “su madre” conoció al actor de una novela muy conocida de ese año. Eso le pasó a una enfermera suya a la que nunca prestó mucha confianza, por lo que para hacerlo más creíble agregó que todo eso sucedió cuando regresaba de comprar unos terrenos en la ciudad. Todos se veían tan bien vestidos, que pensé que la difunta debía de tener su dinero- me comentó. Alguien no tardo en notar que la difunta no sabía manejar, a lo que ella respondió que uno de sus “nenes”tuvo la delicadeza de acompañarla en su coche. Allí fue donde varios familiares comenzaron a interrumpirla con sus preguntas, insistiendo y arrojándole nombres para que eligiera algún responsable. De tanto insistir, eligió el de un tal Gabriel, con la mala suerte de que los presentes lo escucharan soltar una carcajada en una conversación cercana; algo que no dudaron de tomar como una confesión.
Comenzaron a discutir a los empujones, y la escena decantó en algo tan patético que Doña Segunda me insistió que hubiera sido mejor dejarlos golpearse. Cada bando terminó en una esquina del salón, hablando a los gritos por teléfono con sus abogados y sin dejar de insultarse. Dio la casualidad que la difunta tenía unos terrenos de los que nadie estaba enterado, pero que cada uno achacaba de querer robarse al otro. En el medio de todo el espectáculo, la gente dejaba de prestar atención a su dolor y escuchaba la queja de los arrinconados, cuya discusión parecía querer rebalsar al propio salón. Algunos hasta dejaban la comida o los vasos sobre el féretro como si se tratara de una fiesta de cumpleaños. Doña Segunda aprovechó la distracción para que uno de sus sobrinos la escondiera en la camioneta hasta que pasara el servicio.
Tardó varios meses en aceptar otra invitación a un velorio o entierro.Al terminar su historia echamos otro vistazo al mar, teñido de bordo por la puesta del sol. Luego ella encendió otro cigarro y recordó que por un tiempo alguien insistió en citarla como testigo al juicio de los lotes, pero que su doctor se encargó de que eso no pasara. Cosas de viejo, me dijo, y señaló a su rodilla. Luego debió de creer que la juzgaría, porque me insistió que tenía la consciencia tranquila, que aunque ella solo hubiera hablado de los muertos, los vivos hubieran encontrado cualquier excusa para que tuvieran que hablar de ellos.
Que cosa seria Doña Segunda!