Desde que comenzó la cuarentena escribo en una libretita una especie de resumen de mi rutina. Me lo recomendó mi psicóloga como un ejercicio para mantener la calma en el encierro, y no terminar persiguiendo a mi familia con un hacha a lo Jack Torrance. La intención era que, con el tiempo, se convirtiera en uno de esos diarios personales que todos los escritores tienen y que después las viudas publican para cobrarse una jubilación. Pero mi absoluta falta de compromiso y constancia, lo convirtió en una cosa más parecida a una listita de supermercado, que a un ejercicio de introspección personal. Con una frialdad de contador o empleado municipal, anoté en las hojas lisas todas las actividades de mi rutina. Tan bien enumeradas, que podía calcular sin problema la cantidad de veces que voy al baño- cuatro, quizás cinco según lo que haya cenado.
Así descubrí un montón de datos y patrones de los más inútiles: por ejemplo, que llevó resumidas unas quinientas hojas de la facultad; o que me ejercité cuarenta minutos diarios en un espacio de aproximadamente tres metros cuadrados, que es lo que hay entre mi cama y el placard. Por un documental que vi hace años, sé que es más o menos el mismo tamaño de la celda en la metieron a Nelson Mandela; unos cuatro metros, con una sola ventana y sin inodoro.
En mi lujoso encierro llevo leídos siete libros, devorado una docena de películas, y ni una sola serie. También anoté que para cocinar una salsa hay que cortar dos cebollas y medio pimiento. O que a pesar de que ya ordené dos veces mi placard, a la noche este retoma su equilibrado caos.
El numerito más llamativo es el de nueve, que es la cantidad de veces que discutí –y/o peleé- con mi abuela Aida. Aida es una mujer ya mayor, de las que nació durante la transición del sepia al blanco y negro. Camina con bastón y come el dulce de leche directamente del envase. Una abuelita típica, que junto a mi abuelo conformó ese refugio deseado al que todos los nietos escapan cuando se hartan de sus viejos. Pero como sucede en los libros de biología, los nietos crecen y los ancianos, se mueren. Mi abuelo falleció en 2009, cuando ya llevaba uno o dos años sin ir a visitarlos más de un fin de semana seguido.
Aida cambió mucho después de enviudar. Lo primero que hizo ni bien volvimos del entierro fue secarse las lágrimas, guardar todo lo de mi abuelo en unas cajas de cartón, y anunciarnos a los presentes que nunca más volvería a cocinar. Desde entonces jamás encendió el horno para otra cosa que no fuera recalentar una milanesa ya cocida. ¿Algo para comer? Llama a un delivery, y listo. Hasta pareció olvidarse de todas las recetas que alguna vez manejo, lo que nos privó de una esperanzadora imitación. Aún hoy extraño sus pizzas y arroz con pollo.
Aída es así, decidida; orgullosa. Ella elige y le da para adelante. Hasta que hace unos años le diagnosticaron EPOC, y otro médico descubrió que tenía dos enormes hernias de disco. Sin poder caminar o fumar, todo ese orgullo fue, poco a poco, transformándose en terquedad. Más de una vez terminó en el suelo por intentar caminar más rápido de lo que su bastón la dejaba. Sus modales se convirtieron en unos insoportables tics nerviosos, del tipo “si no se hace así, yo no lo hago, no te lo recibo, o te lo cómo”. Y empeoró en lo malo, también: los celos ocasionales que todos tenemos, acabaron alimentando en ella una envidia corrosiva.
Tampoco era que antes fuera un angelito. Aida es hija de gallegos y fanática de boquita; ya venía agrandada y terca. A lo mejor no prestábamos mucha atención porque era divertido escucharla putear. O ni nos llamaba la atención. Puede que exagere y no fuera para tanto. Pero a todos en la familia nos sorprendió lo repentino del cambio.
Todo un problema al principio. Uno trae una cierta inercia afectiva, recuerdos y emociones que te empujan a actuar de una manera. Tampoco es fácil tratar con una persona difícil, y más si es tu abuela. Peleas, gritos, echadas en cara y reproches, y hasta insultarse con sarcasmos y anticiparse tragedias venideras. Mi hermana las llama “maldiciones”, y cuando te echa una es capaz desde nublarte el cielo o hasta hacerte chocar el auto. Yo aprendí que lo mejor sería mantener con ella la mayor distancia familiar posible. Nos limitábamos a la farsa del domingo ocasional para las visitas o del inevitable cumpleaños familiar. Y llegó la cuarentena que nos obligó a mantener otro tipo de distancias. Mi vieja la trajo a vivir con nosotros. Aida no está para cuidarse sola, y mi vieja no aguantaría contratar a alguien para eso y que así se nos contagie. Por como tiene los pulmones, cruza mirada con el bicho y se muere.
Y por ahora, para nuestra sorpresa, se comporta relativamente bien. Aunque cuando algo no le gusta, o cuando parece recordar sus viejas costumbres, te suelta una “paladita de caca”. Te tiro una maldición, susurra mi hermana cuando ella se retira de la mesa. Uno termina por esperar lo peor de ella. Preparado para defenderse. Y así te olvidas de muchas cosas.
Por ejemplo, hace un par de semanas nos quedamos los dos solos a la noche, en el living, viendo televisión. Ella tomaba en su vasito sorbitos de pisco y yo miraba Youtube en la tele. De repente me preguntó cómo funcionaba todo eso de los videítos que yo veía. De donde venían, de que trataban, y si los entendía en ingles sin necesitar los subtítulos. Lo expliqué lo mejor posible. Más o menos algo entendió: me preguntó si ahí no habría música de su época.
—Hay de todo, abu– contesté.
Escuchamos Gardel, Benny Goodman y Mozart. Variadito. Y YouTube comenzó a poner entre entre las recomendaciones varias escenas de películas famosas.
—¿Esa cuál es? Mira que la vi y nunca me sé el nombre– y señaló un cuadradito. Era el interior de un baño. Había una mujer. En blanco y negro.
—¿Psicosis?
—Ay si, así era. Que miedo por dios. Casi me desmayo en el cine…
—Para, Abu: ¿vos la viste, posta, en un cine?
—Pero sí, che- y me describió lo hermosa que era la sonrisa que tenía Anthony Perkins (al que sí recordaba cómo se llamaba); de la cortina de baño, transparente. También las sombras, la música, los incontables cuchillos. Y la muerte, empapada y desnuda en la bañera de un hotelucho. A mí las palabras no me alcanzaban para mover la boca: Aida, mi abuela, no solo atestiguó la que posiblemente fuera la escena más importante del arte más importante del siglo pasado, sino que la vivió en toda su originalidad. En el cine, con la pantalla y el suelo sucio. Y muchísimos años antes de que todas esas referencias o parodias la convirtieran en anécdota de asado o en tesis de facultad. Uno ahora con la compu o el celu puede ver y volver a la escena. Y en ninguna de las repeticiones sentiría miedo, asombro, ni asco.
A partir de aquella olvidada sorpresa seguimos charlando de todas las películas que vio antes que muchos otros: La Dolce Vita, en su día del estreno en la sala Lorraine de Buenos Aires; las cuatro interminables horas que dura Lo que el viento se llevó, y hasta el lujo de quedarse dormida mirando El padrino en los viejos cines de la calle Lavalle.
Más que charlar, jugábamos: ella de volver a ser jovencita en su época, o que yo podía ser un poco más viejo y acompañarla. Y por unas horitas, los dos fuimos un poco más felices en este presente.
Todo quedo ahí. Pero en mi cabeza yo seguía sacando cuentas: setenta y nueve años, que es lo que cumplió Aida durante la cuarentena, son más de veinte ocho mil quinientos días. Y en esa interminable hilera de sucesos ella pasó de aprender a escribir en la escuelita “Perón y Evita nos aman”, a tener prohibido pronunciar sus nombres durante la Libertadora. Vivió todas las dictaduras, menos la primera, la de Uriburu. Recién voto por primera vez en el 63´, y de seguro eligió a Illia. En el ´69 se despertó a las dos de la mañana para ver como los yanquis pisaban la luna, y solo hace dos semanas me preguntó qué era eso del Space X que informaban tanto en la radio. Envió telegramas, llamó por teléfono, envió un mensaje de texto, y hasta olvidó su contraseña para Instagram. Todo eso y más. De cero a cien en setenta años, que para nuestra cabecita parece mucho, pero es solo un suspiro en el libro contable que tenemos de memoria. Hace solo cinco años fumábamos los dos un Parliament y ahora no puede ni ir al baño sola. Es muchísimo para una persona.
Mi hermana, que algo siempre entiende mejor que yo, dice que no hay que olvidarse que los viejos también tienen ganas de morirse. Uno pensaría que conforme se te va agotando la cuerda haría lo que fuera por sumar más minutos en el juego. Pero lo único que suman son más problemas, más pastillas, entierros, despedidas. Yo, al día de hoy, comparto con otros pendejos de mi edad la estúpida idea de que la vida es una libretita lisa. Una lista sencilla, una tabula rasa donde anotar todos los logros y objetivos alcanzados. Solo una operación aritmética de sumas y restas, en el que la caja siempre cierra.
Día a día aprendo que eso no es así, y como en las novelas de policía o en los westerns, uno tiene que tener estómago para llegar a la edad donde no se puede ni masticar un bife. Aida no hará un buen trabajo, pero lo intenta. Ni una sola vez la escuché levantar una queja al creador: ni un solo “Dios mío, llévame de una vez”, con el que algunos abuelitos extorsionan cariño.
Pensando todo esto, quizá, espero tener la fuerza para soportar al menos una hernia de disco, y la suerte de poder decir que fui al cine a ver “ese peliculón”.