El sentido de las cosas no está en las cosas mismas, sino en nuestra actitud hacia ellas.
Antoine De Saint-Exupéry
Cuando era chico pensaba que todos en el planeta eran alienígenas que habían venido para dominarme. Que sólo habían conquistado a la Tierra para tenerme bajo su domino; le tenía miedo a las personas, tanto que llegué a vivir cómo un asceta bajo la mesa de la cocina.
Fue durante la edad de ocho años, a raíz de leer un cómic de los tantos que había en casa. Narraba la historia de perversos extraterrestres que tenían el talento de usurpar cuerpos ajenos a voluntad; estaba dibujada con colores espaciales en viñetas apretadas. Concluía con una derrota azarosa de los invasores mediante el sencillo truco de hacerles escribir su nombre, que por alguna extraña razón lo hacían al revés sin poder evitarlo, revelando así su condición de usurpador de cuerpos. El título no lo recuerdo.
La terrible y posible presencia de seres del espacio exterior me había hecho dudar de la identidad de todas las personas; imaginaba que los usurpadores sin más vaporizaban al que se les cruzaba en su camino; sin ningún pudor aniquilaban a cualquiera que intentase hacer tambalear sus planes.
Durante el eterno discurrir de unas semanas estuve enfrascado tratando de dilucidar quien era amigo o enemigo. Fue infructuoso, no podía distinguir a un humano de un verdadero extraterrestre. Tenían un camuflaje perfecto y se mimetizaban con el entorno sin contratiempos. Todos y cada uno eran mis posibles secuestradores.
Los imaginaba apretados dentro del cuerpo de la persona invadida, extraterrestres de color verde, con antenas sobres sus ojos gigantes sin párpados y suaves colmillos en sus bocas babeantes; lenguas bífidas que chasqueaban en el aire
Buscaba en el comportamiento de la gente indicios que me aclarasen su verdadera identidad, pero no los encontraba, sólo me podía guiar por mis instintos. Ahora que lo pienso no se qué esperaba de mi intuición siendo un niño de corta edad, más tratándose de temas cómo una invasión global de seres del espacio.
No aceptaba dádivas de nadie, por más que fuese un chupetín de dulce de leche o un alfajor Tatín. Me quedaba bajo la mesa de la cocina como un shadu bajo una higuera; como un soldado en una trinchera en tierra de nadie.
Hasta que me daban lapsus de valentía y salía a enfrentar la invasión; pero indefectiblemente fallaba. El extraterrestre que estaba dentro de mi abuela Cruz sabía de mis debilidades, y con una contraofensiva de bizcochuelo marmolado y pastaflora me hacia retroceder hasta mis cuarteles.
Tiempos oscuros y horrorosos.
Un sinsentido consentido, un delirio cuidado y una locura mimada con exceso.´o también podría ser el caso de que fuese una cosa ilógica y irracional hecha con la aquiescencia de los participantes. Cómo sea el tema, los sentidos consentidos son una belleza en si mismos, por su concepción, su estructura.
La cuestión es que el asunto no se resolvió de un día para el otro; de a poco mis conjeturas se fueron diluyendo hasta el olvido.
Eso de creer en que mis seres cercanos eran del espacio exterior fue un sinsentido consentido, o sea mimado y con la conformidad de mi imaginación.
Por ahí, no muy seguido, miro a la gente que me rodea, en el colectivo, en la calle, en cualquier lado, y vuelvo a pensar que soy el único ser humano entre tantos colonizadores de Venus. Soy el sobreviviente y toda la población mundial está bajo el influjo de los aliens. A diferencia de cuando era chico a algunas personas, a los que puedo, les hago escribir su nombre – cómo en el comic – y, puta madre, lo escriben al revés.
Entonces me escondo bajo la mesa de la cocina y me tienen que sacar a escobazos.
Fantástico, mi hermano, placer de leer.
Qué lindo sería poder volver a fantasear como un niño….
Muy bueno