El sargento Drajzibner le dio una pitada a su habano cubano y luego dijo:
– Debemos cambiar de estrategia, temo que de nada nos sirvan las armas, buscad un brujo.
Los demás policías lo miraron con asombro, y hasta con mofa, pero decidieron hacerle caso porque cuando el sargento tenía una intuición, tenía una intuición y punto. No fallaba.
Fran estaba haciendo verdaderos estragos, tenía en mente tirar un misil nuclear sobre alguna ciudad importante. Sabía que su tiempo estaba contado, tarde o temprano Caronte saldría a buscarlo. No era tiempo de sutilezas, la sangre hervía y reclamaba. Así como a una viuda el cuerpo le reclama.
La policía trajo al brujo, y fue este quien llamó a Caronte tras abrir el portal metafísico:
– Ven, barquero, temo que se ha escapado uno de tus muertos. Acércate a la luz.
Caronte apareció, descendió de la barca y puso cara de funcionario insobornable.
– No es posible, a mí no se me escapa nadie. Por otra parte, dime si conoces algún marchand de arte, tengo algo que vender.
El brujo estaba desorientado ante semejante petición. Quizá al barquero ya no le alcancen las dos monedas sobre los ojos con que se paga su trabajo. Y quiso saber más sobre el asunto.
– Conozco un marchand, pero de dónde sacas tú una obra de arte, cuando todo lo que te rodea es la muerte que no habrá de morir.
– Oh, soy hombre de negocios también, no me alcanza con un solo trabajo. Ya no son tiempos en que se pueda despreciar el dinero.
– Tenías fama de incorruptible…
– JAJAJA… Después del Turco Menen todo es posible…
El brujo decidió tomar el toro por las astas y dijo:
– Yo podría enriquecerme fácilmente, adivinar el número de la lotería, pero no puedo quebrantar las leyes que gobiernan mi reino. Nosotros, los que trabajamos con la oscuridad, no podemos ceder ante la tentación del dinero, y tú lo sabes, nuestro amo desprecia la corrupción material. No trabajamos bajo la luz. Somos ascetas. Se nos ha dado el don de la oscuridad.
Caronte se sintió incómodo. El Turco Menen, ya puestos a buscar responsabilidades, había pervertido la mentalidad de mucha gente buena. Es increíble el poder que tienen los idiotas.
– Mira el estado de mi barca. Precisa de una que otra reparación. Las aguas del Estigia se filtran, apenas llego al otro lado con lo justo, y luego estoy como un PELOTUDO sacando el agua de mi barca con un tachito. Vergonzoso. YO, sacando agua de mi barca. Una risa.
– No hay justificación. Con tantos muertos del otro lado que podrían ayudarte a sacar el agua. Tus argumentos no se sostienen.
– Ah, los muertos… No sirven para nada. Son perezosos, solo andan mascullando sus males y sus penas. No hay un solo muerto con ganas de trabajar, de prestar ayuda, con una mentalidad positiva. Ya sea que hayan muerto en una batalla y el honor los cubra, ya sea que hayan sido vulgares hombres muertos de una común trombosis.
– Hay hombres nobles del otro lado.
– Quizá hayan sido nobles en vida, pero aquí se pierde toda nobleza. Todos se vuelven fríos, se olvidan quiénes han sido, de dónde provienen, todos abrazan a una sola madre, con sus brazos rodean en un solo gemido a la noche. El polvo los cubre, se vuelven reumáticos y no tienen ganas ni de pasear. Por supuesto, hay excepciones, pero en general no hay uno solo dispuesto al más mínimo sacrificio. Y cómo crees que se puede animar a seres tales. La música ha dejado de sonar, los poetas no escriben un solo verso sin odiar lo que escriben, sin odiarse por su consabida sensibilidad. Todos se vuelven bestiales sombras, no soportan que la vida se haya señoreado en ellos, la vida con su justicia y sus leyes, con sus de a sorbos, con su tiempo a las puertas de una trémula vastedad. Y la muerte carga con el precio de esa estúpida pretensión: el creer que un instante es tan vasto que demolerá los ríos y el Río. La vida es tan soberbia… Aquel poeta, Edoardo Sanguinetti, que escribió alguna vez: «Yo, mi vida, la viví», de este lado su voz ha enronquecido, toda declaración se parece a un balbucear sin sentido, y su sonido, que es indiferente en el viento, si ya no sabe si vivió o si soñó haber vivido. Y de seguro ahora piensa, como todos, que la vida fue una maldición, un mísero sorbo para todo un desierto…
– Vivir, es una bendición. Y la muerte es solo el final del camino.
– La muerte no es el final. Aquí se recuerda, se llora, se gime… la concha de la lora, qué tengo que andar explicando.
El sargento Drajzibner interrumpió la conversación para decirle al brujo que había visto un puesto de choripán a un kilómetro de allí y que los policías se retiraban a comer. Volverían más tarde y, para entonces, esperaban que el brujo hubiera logrado persuadir al barquero de asumir su responsabilidad.
– ¿Qué…? ¿QUÉ RESPONSABILIDAD TENGO YO?
El barquero estaba cabreado. Estaba visto que no le conseguirían un marchand, las negociaciones estaban siendo vanas. Sin embargo, el brujo pudo convencer al sargento antes de que rumbeara hacia el puesto de choripán, y dos horas más tarde se apersonó allí un marchand.
El marchand hizo pistonear el auto antes de bajar del mismo. Un gesto inconsciente, como buscando amedrentar al vendedor. Tenía un traje a rayas, también un detalle inconsciente. El sargento dio orden de que le pusieran un chaleco antibalas antes de acercarse al portal metafísico, tapando así el detalle inconsciente.
Caronte le entregó el cuadro con la firma de Pollock, se confirmó que era un auténtico Pollock, de la época oscura de Pollock diría, hubo unas llamadas telefónicas en medio de la noche, el Malba se mostró interesado y se pagó una suma considerable, y todos contentos.
El brujo reclamó una parte del dinero, pero Caronte ni lerdo ni perezoso le espetó:
– “Los que trabajamos con la oscuridad no podemos ceder ante la tentación del dinero”…
– A otro con ese hueso… quiero el veinte por ciento o aquí va a arder Troya.
Caronte le dejó el dos por ciento y el brujo se lanzó sobre las monedas y cerrado el trato. Más tarde Caronte pasó a buscar a Fran y se lo llevó de vuelta entre los muertos.
Cesó así la ola de terror que hubo asolado la región por esos días. Y como ante todo hecho incomprensible y antinatural, se echó un manto de silencio y la prensa, con toda su devoción por lo siniestro, hizo mutis y no se habló más de lo sucedido. Ningún periodista serio arriesgaría su carrera para investigar a fondo. El sargento Drajzibner fue ascendido a teniente coronel, y tiempo después se postuló para gobernador. Y el brujo, conocido por beberse hasta el agua de los floreros, algunas noches contaba que había hablado con el barquero, pero con lo chupado que estaba se le trababa la lengua y todos le entendían «barbero», que había hablado con el barbero.
Y lo que pasó tras la cortina de la niebla, quién sabe. Pero puedo suponerlo, con todo derecho: Fran fue castigado y encadenado a un poste, desde donde podía ver a su mujer coquetear con los muertos. Los celos lo carcomían, la muerte lo devoraba. Caronte lo observaba sufrir, pagando así el violar aquel trato llevado a cabo en una noche clandestina. Pero toda la escena se parecía demasiado a la justicia que suele impartirse en la vida, de modo que Caronte lo meditó y cambió de planes: puso a la mujer encadenada a un poste y liberó a su marido, parado frente a ella, disfrutando del sufrimiento que la aquejaba, y sobre todo controlando sus movimientos.
Después de todo aquel hombre le había hecho ganar sus buenos dineros.