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A cualquiera le puede pasar

Debo reconocerlo, tengo un serio problema con los baños ajenos. No es solamente un capricho el hecho de que no puedo ir de cuerpo en baño de otro, sino que tengo mis estudiadas teorías que me excusan perfectamente de mi abstinencia. Y no son solo teorías tocadas de oído, sino que las he vivenciado y me han pasado. Por ejemplo, les aseguro que cuando vayas a un baño ajeno no va a haber papel higiénico y de esto, te vas a dar cuenta cuando ya estés terminando el asunto. También hay como una ley, que dice que en baño ajeno los ruidos se sienten mucho, muchísimo más potentes. Entonces el acto se transforma en el suplicio de que la naturaleza te permita controlar la ira del esfínter en ese momento glorioso.

Seguramente van a dejar un decorado espantoso en algún lugar, digno de haber comido merengue con licuado de banana, algo irrisorio, tragicómico, imposible de quitar con la temperatura fresca del agua del tanque. ¿Por qué no inventan un botón de inodoro con agua caliente para ciertos eventos?

Además les aseguro que nunca van a dar justo con la canilla del agua del bidet correspondiente, ni tampoco con la intensidad que hay que darle al giro de la misma, por lo que o se van a quemar el poto o se lo van a rajar con un chorrazo diabólico.

Por otro lado es probable que se sequen con la toalla que no corresponde, sobre todo si no hay papel higiénico. Entonces pueden dejar la toalla de las manos con olor a aserrín mojado y seguramente la doña de casa se lave la cara con ella. Se desconoce el lugar asignado a la toalla correspondiente en baño ajeno.

Seguro que tampoco va a existir algún dispositivo para asegurar la puerta, llámese llave, ganchito o ese moderno cosito que traba las cerraduras. Esto me genera la preocupación incandescente de que en el momento íntimo que me esté parando del inodoro, con los pantalones bajos en dirección al bidet, algún alma en pena va a entrar sin tocar la puerta y seguramente va a ser mujer. Si pienso mucho en eso esta noche no duermo.

Y por último (y más caótico de todos los puntos) es fija fija, que tapen el inodoro o que no ande el botón, lo cual lleva a tres caminos horrorosos. Uno, se hacen los boludos, cosa que no recomiendo ya que justo el que vaya al baño después de ustedes los va a delatar. Dos, intentan destaparlo por su cuenta, tratando de rebuscársela con los objetos que encuentren a su paso y transformándose en un McGyver sanitario. Y tercero (y mejor pero más humillante) comuníquenle al dueño de casa del escandaloso evento.

Por todos estos motivos se me hace imposible ir a baño ajeno, ni hablar del baño de un restaurante, bar o boliche.

Incluso debo admitir que ni siquiera he ido al baño de mis abuelos, que los veo todos los findes. También como anécdota me animo a contar que he pasado cuatro días de campamento sin siquiera ponerme en cuclillas, por las dudas.

El único momento en que rompo mi regla es en vacaciones, porque no me queda otra. No se puede estar quince días sin ir de cuerpo.

El asunto es que este sábado salí de casa con algo de ganas de asistir a los aposentos inodóricos (que de inodóricos no tienen nada) pero bueno, llegaba tarde a una cita con amigos y no podía hacerlos esperar. Era todo soportable, igual a cualquier otra vez en la que me he ido con ganas de la casa.

La jornada comenzó tranquila, piza y cerveza con amigos y novias. La señora Bomur desconocía absolutamente mi estado interior.

Siempre me causó gracia la palabra “rúcula”, me parecía la forma concheta y absurda de llamar a la lechuga, hasta que la probé y no me causó más gracia, sino que me empezó a gustar. La piza de rúcula con jamón crudo, oliva y queso rallado la debe de haber inventado Dios, aunque este sábado la preparó el Diablo. Estaba más rica que ver al Pablito Chacón meterle un upper al Jaque en la mandíbula. Más rica que hacer un negocio con el novio de la Ornella Ferrara y gritarle “soooocioooouuuuu” en la cara. Más rica que ganarte la Tómbola Combinada. El tema es que nadie me comentó que la rúcula hacía “bien para ir al baño”, como dice mi vieja.

Y parece que hace demasiado bien…

La primera vez que me dirigía hacia los sanitarios del restaurante fue a hacer el primero, sin intenciones del segundo. Aún era soportable. Ingrese al reducido espacio sin observar nada interesante. Volví a la mesa.

Pasados unos veinte minutos de terminar de comer, que a propósito no me debo haber comido menos de seis porciones de ese manjar de los mil demonios, la cosa se empezó a hacer pesada. De pesada a pesadilla tardó solo cinco minutos más.

La juntada estaba en su esplendor, las chicas charlaban en un extremo de la mesa cosas de chicas, reían y no paraban de conversar. Los vagos estábamos del otros lado, charlando cosas de vagos (fútbol, minas, autos y negocios), aunque yo en realidad ya no escuchaba casi nada de la charla, mi mente iba y venía pensando en ¿Cómo hago?

Decidí romper mis códigos y nuevamente me dirigía al baño. Un hipócrita aforismo para ese insoportable momento fue enunciado por uno de mis amigos “si tomás cerveza no tenes que ir al baño, porque si vas una vez después vas como cincuenta, hay que bancar”. Yo me reí despiadado, bancar el meo me la banco, ahora el otro tema…

Entre al baño y se cumplieron todos mis pronósticos y mis temores antes enunciados; no tenía ningún dispositivo de cierre, incluso la puerta quedaba entre abierta y se veía la cocina (o sea, ellos me veían a mí), el inodoro no tenía tapa, iba a tener que cagar como un turco, estaba todo mojado, obvio que no existía bidet ni toalla que confundir y lo peor de todo, no había papel higiénico (quizás había pero tenía que pedirlo a algún mozo, ¿ustedes se piensan que me iba a animar a que todo el personal se enterase que estaba cagando? ¡Ni en pedo!). Di me di vuelta y regresé a la mesa, desorbitado.

¡Te la tenes que bancar tarado, tenes veintisiete años! Me decía una y otra vez.

En un momento la cosa se puso seria y hasta que me di cuenta de que una apurada más como la que mi intestino acababa de enunciar y no iba a haber vergüenza que dilapidase la naturaleza. Saque algo de plata de la billetera, se la dí a uno de mis amigos (aún no pedíamos siquiera la cuenta), la miré desorbitada a la srta. Bomur y le dije confiado, firme y con la seriedad que le dije “renuncio” a mi último jefe: ¡vámonos ya!

Todos se quedaron atónitos, deben haber pensado “¿dijimos algo malo?, ¿comentamos algo que le molestó”, ¿lo jodimos con que no para de hablar?, ¿le dijimos que El Mendolotudo es un tema de estúpido inmaduro?, ¿nos reímos de sus ideas?, ¿lo contradijimos?”. La velada había sido de lujo, así que no podía dejar lugar a dudas, fue entonces cuando anuncié la frase con la que comienza esta historia. Todos rieron menos yo, que ya estaba en aprietos importantísimos.

No solamente me desesperaba pensar que estaba a unos veinte kilómetros de casa, sino que me tenía que cruzar todo el centro, por el medio, un sábado a la noche, en la hora nefasta en la que se cruzan los veteranos que vuelven a sus casas luego de sacar a la ñora con los pendejos que salen de las previas con dirección a los boliches. Un caos total, peor que el medio día de un martes.

Como una maldita ley de Murphy, todos los semáforos me tocaron en rojo (todos). La srta. Bomur me dijo tierna ¿queres que saque un pañuelo blanco así se creen que vamos al hospital? Yo, mientras hacía trabajo de parto, la miré fulminante. Casi la estampo contra el vidrio con la mirada. Justo cuando decidí que iba a pasar todos los semáforos en rojo miré por el retrovisor y venía un móvil de policía. Saque la primera, apreté el freno y seguí suspirando hondo. El patrullero se paró a mi lado, llevábamos los dos los vidrios semi bajos.

En un instante nos cruzamos la mirada con el milico, fue un segundo que para mi duró una eternidad. Yo lo miraba pensando, si supieses lo mal que me siento me escoltarías a los pijasos hasta mi casa. Él intuyó desesperación en mi mirada y me la devolvió con dudas. ¿Qué habrá pensado? No se le debe haber pasado por la cabeza que el malo era yo, menos al mirar a la srta. Bomur. Pero debe haber intuido mi necesidad, supongo, por lo que salió rapidísimo sin esperar a que se ponga en verde, acto seguido lo acompañé tímidamente.

Cuando pasamos el maldito centro e ingresamos al bendito acceso este el asunto ya era insoportable, insostenible, no había esfínter con la fuerza suficiente para detener la catástrofe. La miré seriamente a la srta. Bomur, tan serio como cuando mi viejo me preguntó si estaba seguro de entregar el auto (mi único medio de movilidad) por un lote y le dije “si”, tan serio como cuando mi tío me dijo “que lindo el chistecito de El Mendolotudo” y le dije “no es chistecito” y no le hablé nunca más. Tan serio como cuando me desaprobaron por primera y única vez en la facultad y lo miré al profesor y le dije “usted no es justo”, y le dije “por primera vez vas a pasar algo desagradable entre nosotros dos, espero que no te toque volver a ser testigo de este evento y que esto no te cause una imagen fea de mi persona y quieras huir despavorida, pero te cuento que no me aguanto más, me voy a cagar encima porque no puedo más”. Entre risas la srta. Bomur lagrimeaba del llanto. “No te rías porque es cierto y te juro que va a ser realmente un asco”, le dije tan serio como cuando por primera vez me dio ganas de pegarle a mi hermano. Mi seriedad no perdió rigor, ahogando sus risas y transformándola en una cara de preocupación, cargada de un poquitín de asco. “¿Me estas diciendo en serio?” “Si, anda bajando los vidrios porque no aguanto más”. “¡Para! ¡Estamos a cinco minutos de tu casa! ¡Vas a llegar!”. “Voy a hacer lo posible, pero no te aseguro nada”. Volví a suspirar hondo y entendí porque los actores de alien sufrían tanto cuando el marciano les salía de la panza. Alguien me golpeaba la puerta del local del fondo y no era precisamente un miembro viril.

Me gustan mucho los autos pero no soy de manejar rápido, aunque este sábado me demostré que soy casi un as del volante, digno de ser comentado en un asado del Loco Dipalma. El auto levantó los sorprendentes ciento ochenta kilómetros por hora mientras le decía a la srta. Bomur “¿te imaginas si me estampo contra el guardarrai?, choco y me cago entero, ¿sabes la cara del milico o del bombero al acercarse al auto hecho teta? Yo lastimado y cagado de cintura a talones, ¿sabes la compasión que me van a tener aún siendo mi culpa? ¿Y si me mato? Mañana ponen en el Los Andes “inconciente choca y se caga encima” ¡que vergüenza!” La srta. Bomur reía olvidando lo fuerte que íbamos.

No pude frenar el auto en la bajada que va a mi casa, suerte que no venía nadie por la calle perpendicular, debo comentar avergonzado y con muy poca conciencia social que en ese momento ni siquiera me importaba tostarsela a una vieja o terminar como la Hiena Barrios, solamente quería llegar a mi baño o cagarme encima de una buena vez.

A cuadras de mi casa ya me había sacado el cinturón de seguridad, tenía las llaves de mi casa en manos y todo listo. Frene en el medio de la calle, “estaciona vos” le dije a la srta. Bomur y salí disparado hacia el interior. No se como pude haber sacado la alarma tan rápido, por primera vez siento que apretar tantos botoncitos de los yostic me sirvió para algo útil en la vida. Abrí la puerta del baño, prendí la luz, acto reflejo puse llave (aún sabiendo que no había nadie en mi casa) y ahí lo vi…

Los sábados mi vieja no labura, por lo que tiene todo el día para dedicarse a ella, a la casa y a rompernos las bolas porque dormimos hasta tarde. Pareciese como que esa mañana había lustrado el inodoro, estaba ahí, blanco, radiante, iluminado. Me sentía como un católico al que San Pedro deja pasar a charlar un ratito con Dios. Me sentía como un shivaísta abrazado tiernamente por Shiva, como un budista sentado y hablando de religión con Buda. Éramos él y yo, nadie más en el mundo. Me sentía como se debe haber sentido Gustavo Cerati mientras cantaba el pedacito de Prófugos “no tenemos donde ir, somos como un área devastada”, pensando en que solo quedan dos personas en el mundo. Él tan puro, limpio, inodoro, yo tan cargado de porquería, sudado, lleno de caca y flatulencias. Fuimos dos amantes y no había srta. Bomur que en ese momento interrumpiera esa sensación de amor y paz que mi ahora Dios me estaba dando.

Me senté sobre él y le dí su merecido, le pague con el mejor sueldo que le gusta recibir, cobro sueldo, aguinaldo, comisión, premios y horas extras en un mismo desembolso. Si mi desecho es su alimento y felicidad, esa noche se debe haber quedado satisfecho como la Tota Santillán gratarola en las Tinajas de la calle Lavalle. Vibraron los vidrios de mi casa como cuando mi papá nos regaló el primer Aiwa y pusimos “corazón” de los decadentes al palo (hasta que, como todo Aiwa, se nos hizo concha la compactera). Me tenía que agarrar de los bordes del inodoro para no salir disparado por los aires, como cuando le ponen un misilazo de atrás a un caza de guerra. Parecía que saltaba del inodoro como saltaban del asiento los ganadores en el programa de las valijas de Julián Weich. El acto fue casi orgásmico y ahí creo que entendí el tema de que en la próstata del hombre esta el punto Grafenberg. Aunque si algún día una señorita tiene que pasar por eso lares para hacerme sentir algo similar, no salgo más de mi casa de la vergüenza de tener que hacerla pasar por esas extremas demostraciones de amor.

Creo que me hubiesen entrado los pantalones de cuando tenía quince años al salir del baño. Podía bailar como una gacela, incluso estaba seguro de poder volar como superman o que había menos gravedad en la tierra. En tan solo diez minutos baje dos números mi talla y un agujerito del cinturón. Un sentimiento de frescura, ligerez y libertad inundó mi alma. Si esto no es felicidad ¿Qué es la felicidad carajo?

Una vez que volví al auto me senté en la butaca, inspiré el olor a glade y pensé “gracias al cielo no desagoté la cañería en el auto”.

Esa noche tuve pesadillas con calzoncillos sucios, talones embarrados y la sensación de tener el culo arenoso.

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